lunes, 9 de octubre de 2023

The Man Who Knew Too Much (Alfred Hitchcock, 1956)

EL LADO LUMINOSO

En 1956 se distribuyó en el mundo –aunque en España tardó cuatro años en estrenarse– la versión americana, en color, de El hombre que sabía demasiado. Obtuvo un considerable éxito de público, pero fue poco apreciada por la crítica. Aún faltaba mucho para que la grandeza de Hitchcock fuese admitida, sus defensores –Godard, Truffaut, Rivette– se agazapaban en las páginas de Cahiers du Cinéma y el semanario Arts; Rohmer y Chabrol no habían acabado su libro sobre Hitchcock. A éste se le consideraba, en el mejor de los casos, un hábil ilusionista, un ameno narrador de intrigas policiacas, «el mago del suspense», una especie de Agatha Christie del cine al que se podía encontrar «divertido», «entretenido» o «ingenioso», pero no tomar en serio: compararle con Murnau, Eisenstein, Clair o Wyler hubiera sido una herejía. Por añadidura, la crítica estaba en manos de gente de cierta edad, que añoraba tiempos mejores y vivía del recuerdo de su prometedora juventud, lo cual, unido a la desconfianza que inspiraban el dinero y lo americano, hacía que, en general, se prefiriese la etapa inglesa de la carrera de Hitchcock a la americana, que se juzgaba más comercial y menos personal. De modo que, casi sin excepción, se tuvo este «remake» por inferior al original, uno de los films británicos de Hitchcock más celebrados.

Para colmo, el segundo Hombre que sabía demasiado fue retirado prematuramente de circulación, por lo que pocos hemos tenido ocasión de volver a verlo en tiempos más propicios para Hitchcock, y los más jóvenes aficionados suelen ignorarlo por completo. De este modo, The Man Who Knew Too Much se ha convertido en una de las películas menos conocidas de su autor, con el agravante de que, a diferencia de Rear Window (La ventana indiscreta, 1954), no se echa de menos. No tiene el prestigio que hace de desconocerla una laguna; es posible, incluso, que los que no hayan podido verla crean que se trata de una obra «menor» o poco conseguida, cuando sigue siendo una de las más perfectas y satisfactorias, quizá la más accesible de todas y la que mejor puede ilustrar el funcionamiento del cine de Hitchcock: no es casual que fuese precisamente esta la película en que se basó Ian Cameron para estudiar los mecanismos del «suspense», en dos memorables artículos publicados en los años 60 (1).

No es probable, de todos modos, que El hombre que sabía demasiado cobre el puesto que le corresponde como uno de los films más logrados de su autor: Su sencillez lo impedirá; es una película demasiado «normal» y lineal como para que no parezca superficial, convencional o rutinaria; carece, además, de esos elementos misteriosos y excepcionales que tanto contribuyen al atractivo de otras películas suyas, como Vértigo (De entre los muertos, 1958), North by Northwest (Con la muerte en los talones, 1959), Psycho (Psicosis, 1960), The Birds (Los pájaros, 1963), Rear WindowMarnie (Marnie, la ladrona, 1964), Notorious (Encadenados, 1946), Strangers on a Train (Extraños en un tren, 1951) o Topaz (1969), y que explican que cualquiera de ellas pueda ser «el Hitchcock favorito» de alguien mientras que es improbable que a nadie se le ocurra considerar El hombre que sabía demasiado como la obra máxima de Hitchcock: Tiene en su contra el mismo hecho de ser un «remake», aunque en modo alguno sea una simple copia o repetición, sino una auténtica revisión crítica y mejorada, a pesar de que el original sea obra del mismísimo Hitchcock; por si fuese poco, uno de los protagonistas es un niño –no muy simpático, aunque tampoco excesivamente repelente– y la actriz principal es –con la Julie Andrews de Torn Curtain (Cortina rasgada, 1966)– la menos atractiva y enigmática de todas las que ha empleado Hitchcock en los Estados Unidos. Con tales datos en contra, sorprende que no haya llegado a convertirse en un «film maldito».

Lo más curioso es que, al tiempo que puede considerarse como una de las películas más «típicas» y representativas de Hitchcock, El hombre que sabía demasiado presenta rasgos más bien excepcionales, o al menos infrecuentes, en esa etapa de su carrera, y no todos explicables por el simple hecho de que vuelva a contar de otra manera un argumento que data de 1934, de otra época. Si Hitchcock no explora en esta ocasión terrenos ambiguos e inquietantes como, por citar otro film que hace referencia a la etapa inglesa, y que suele calificarse de «divertimento», Con la muerte en los talones, ni se adentra en zonas tenebrosas y turbias de la conducta como en Vértigo o Marnie, sino que se mueve con seguridad, confianza y soltura en un territorio ya conocido, no sólo el primer The Man Who Knew Too Much, también The Thirty-Nine Steps (39 escalones, 1935), Secret Agent (El agente secreto, 1936), Sabotage (Sabotaje, 1936), The Lady Vanishes (Alarma en el expreso, 1938), Foreign Correspondent (Enviado especial, 1940), Saboteur (Sabotaje, 1942), Lifeboat (Náufragos, 1943) y Notorious, parece, además, haber descartado cualquier elemento realmente siniestro. Si el argumento, ya añejo, no es particularmente original o fascinante, la forma en que Hitchcock lo narra es magistral, como para que la película se convirtiese en texto básico de cualquier escuela de cine, y puede revelar, mejor que tramas más complejas y retorcidas, más obsesivas y personales, cómo crea el «suspense» y cómo esta dramaturgia expresa su visión del mundo.

El hombre que sabía demasiado es –a diferencia de VértigoPsycho o Extraños en un tren– una película esencialmente diurna. No tiene un McGuffin propiamente dicho –como el microfilm de Con la muerte en los talones o la fórmula de Cortina rasgada–, sino que «el motor de arranque» es, más que un pretexto, uno de los puntos fundamentales de la película: El atentado contra el primer ministro de un país no identificado. Contrariamente a la mayor parte de las madres hitchcockianas –NotoriousStrangers on a TrainPsychoThe Birds o Marnie, sobre todo; pero también, dada la edad de sus hijos, resultan preocupantes las de To Catch a Thief y North by Northwest, aunque sean, más que otra cosa, unas pesadas–, la de El hombre que sabía demasiado, Jo Conway (Doris Day), es no ya normal, sino incluso estadísticamente probable como ejemplo de comportamiento materno en la América de Eisenhower, si se deja de lado el detalle –plenamente funcional– de que, como la actriz que le da vida, sea cantante; ni siquiera trata a su hijo –que no quiere que sea único– con mimo, complacencia o exceso de preocupaciones, ni demuestra un carácter posesivo o absorbente, y eso que las circunstancias se prestaban a ello; incluso las precauciones médicas de su marido –le hace tomar un calmante, recordándole crisis pasadas, antes de decirle que han secuestrado a Hank– puede antojársenos excesivas a la luz de su decidida y despierta conducta posterior (bastante más eficaz que la de su marido).

Pero las anomalías no se detienen ahí como si, en cierto sentido, El hombre que sabía demasiado se propusiera a ser el reverso de las películas de Hitchcock que la preceden o siguen. Ya el título, enormemente atractivo, es una pista falsa, pues no responde en absoluto a la película: No sólo el Dr. Ben MacKenna no sabe demasiado –como no sea demasiado poco–, sino que casi nunca entiende lo que está sucediendo, continuamente salta a conclusiones prematuras y se equivoca, no se da cuenta de nada, no sospecha de nadie; es mucho más perspicaz y observadora, y más certera para sacar conclusiones su mujer. Para colmo, no se le puede considerar, en modo alguno, como el personaje central de la película: Caso raro en la obra de Hitchcock, el protagonista es toda una familia, casi en igualdad de condiciones, es decir, sin que domine el punto de vista de uno de sus integrantes. La identificación no sirve aquí para crear, mantener y acrecentar el suspense, haciéndonos compartir la angustia de los personajes, sino que es un subproducto del mismo suspense, que genera la forma de narrar la historia y en particular el empleo del tiempo en función de las expectativas del público, alimentadas por la información que Hitchcock le va suministrando. De hecho, el único que durante la proyección de esta película sabe demasiado –porque siempre tiene más datos que los protagonistas– es el espectador.

Consecuencia de lo anterior es que el punto de vista a través del que se nos cuenta la historia sea el conjunto de la familia MacKenna, para ser precisos, el del matrimonio, ya que el hijo, astutamente, es escamoteado de la pantalla durante la mayor parte de la película, con ayuda de los villanos. Pasa tan fluida y continuamente de Ben a Jo y de Jo a Ben que, en el fondo, parece estar dando simultáneamente el de ambos: se diría que la gravedad y urgencia de la situación borra las diferencias que puedan existir entre ellos y hace que su visión converja paulatinamente, hasta reducirse a una, casi idéntica, al menos complementaria, lo que convierte a El hombre que sabía demasiado, marginalmente, en una de las películas dedicadas por Hitchcock al estudio de la pareja, aunque ésta sea una pareja ya formada, relativamente madura y no demasiado conflictiva (cierto rencor reprimido de Jo hacia su marido, que ha frustrado su carrera como cantante, y que Ben parece dominar a base de tranquilizantes… y poco más).

Que una función tan importante como la de dar el punto de vista sea compartida por dos personajes hace, sobre todo si estos carecen de atractivo suficiente y son más bien vulgares, que la identificación del espectador con los protagonistas pierda intensidad. Por eso, el funcionamiento de The Man Who Knew Too Much es mucho menos complejo que el de, por ejemplo, Vértigo o Con la muerte en los talones: La causa del «suspense», lo que está pendiente y mantiene en vilo al espectador es, simplemente, si los MacKenna recobrarán a su hijo Hank –secuestrado por los que tratan de asesinar al primer ministro– sano y salvo; accesoriamente, si arriesgan la vida del niño para salvar la del dignatario extranjero o conseguirán descubrir a tiempo dónde tienen oculto al niño. Poco nos importa la muerte del gobernante, pues nada sabemos de él hasta que le vemos, y su aspecto bonachón tampoco basta para que nos preocupemos por su suerte; aún menos nos interesan las razones políticas del atentado, y nada de ellas se nos cuenta, excepto que su embajador en Londres parece un hipócrita redomado y que los ejecutores no inspiran confianza alguna. Es decir, que lo que en otras películas de Hitchcock es el «McGuffin», aquí es el fondo de la cuestión, porque no hay nada más profundo. Lo que no supone una crítica, ni quiere dar a entender que El hombre que sabía demasiado sea una película «superficial», sino, simplemente, que no tiene trasfondo, ni significados ocultos: Es lo que parece ser –una película de intriga, misterio y conspiración–, y no otra cosa. Ni más ni menos, pero no es poco: Se trata de un «thriller» modélico y ejemplar, que podría analizarse durante horas, plano a plano –casi fotograma por fotograma–, para aprender cómo hacer una película de este género.

Esta es, probablemente, su razón de ser, lo que explica que Hitchcock rehiciera su famosa película de 1934 veintiún años más tarde: un perfeccionista como él debió de darse cuenta de que en la primera versión, muy ingeniosa y divertida, había mucho mejorable, que era posible hacerla menos inverosímil y más lógica sin perder eficacia, sino acrecentándola. Y, con ayuda de John Michael Hayes y Angus McPhail, se puso manos a la obra: lo realmente importante no son los cambios –de hija a hijo, de Suiza a Marruecos para el «primer actor», que el marido reaparezca durante la interpretación de la «Storm Cloud Cantata» en el Albert Hall– ni los añadidos que Jo sea cantante –lo que permite aprovechar las dotes de Doris Day para justificar la potencia de su grito salvador y el empleo de una canción para establecer contacto con su hijo–, ni las supresiones –el sitio final, basado en el episodio real de Sidney Street, ha sido reemplazado por un cierre que evoca el de Encadenados–, sino la mejor estructura, más consecuente y encadenada, sin momentos de respiro y de una claridad meridiana. El enriquecimiento se debe, sobre todo, a los actores, mucho más convincentes y más sutilmente dirigidos. James Stewart y Doris Day son mucho más creíbles que Leslie Banks y Edna Best, el cuidado en la elección de los secundarios, por poco que hagan Daniel Gélin, Reggie Nalder, Brenda de Banzie, Ralph Truman, etc., contribuyen en gran medida a mantener la curiosidad y el interés incluso en aquellos episodios que suponen una digresión aparente –cuando James Stewart confunde el nombre de una capilla con el de una persona, y acaba visitando a un taxidermista– y que tanto ayudan a Hitchcock en la tarea de hacer flexible el tiempo, acelerándolo o dilatándolo a voluntad, según desee aumentar la tensión o desviar la atención del espectador de un detalle cuyo momento de «entrar en juego» no ha llegado todavía.

El caso es que, con toda su perfección plástica, narrativa y rítmica, El hombre que sabía demasiado carece del atractivo que hace tantas películas de Hitchcock, incluso menos conseguidas, o con defectos inagotables, abiertas a todas las interpretaciones sobre las que se puede pensar o discutir durante horas. La causa es, creo yo, muy simple, y complementaria de la particularidad ya observada a propósito de la identificación y el punto de vista: Al igual que no hay un protagonista único, a través de cuyas vivencias entremos realmente en la película, sino una especie de «protagonista colectivo», integrado por los MacKenna, en El hombre que sabía demasiado no existe un gran villano, sino un grupo de esbirros, más o menos patéticos y ambiguos unos (como los Drayton), misterioso alguno (Rien, el tirador), esquemáticos otros (la irascible organista de la capilla, el embajador), pero ninguno con personalidad, fuerza o atractivo –por diabólico que fuese– suficientes. Para colmo, aunque sospecho que se debe a esta «impersonalidad» de los malos, al igual que su escaso relieve es, sin duda, una consecuencia del poco poder de identificación de los MacKenna, ninguna de las posibles víctimas llega a importarnos demasiado. A Hank (Chrisotpher Olsen) no le conocemos apenas, ni sentimos ganas de hacerlo; de hecho, no creo ser el único que se siente aliviado cuando Hitchcock se deshace de él gracias a los Drayton; además, en ningún momento creemos que pueda ser ejecutado (y, aun en tal caso, no estoy seguro de que la mayor parte del público lo lamentase en exceso), por lo que su suerte no genera tensión: Ni siquiera compartimos la angustia o preocupación de sus padres al respecto. En cuanto al primer ministro (Mogens Wieth), desconocemos su nombre, su nacionalidad, su ideología y cualquier otro dato, por lo que sólo en nombre de los principios humanitarios más generales podemos temer por su vida: es más, sabiendo desde los títulos de crédito que el asesino hará fuego escudándose con el redoble de timbales de la cantata «Nube de tormenta», estamos deseando que llegue ese momento, ya que «lo que tiene que pasar, pasará» –como canta Doris Day–, y todo en el relato conduce precisamente a ese instante decisivo, fijado como objetivo desde antes de que dé comienzo la narración.

Este es el problema, creo yo, que Hitchcock no ha resuelto en El hombre que sabía demasiado, no sé si porque ni se lo ha planteado siquiera o si debido a la dificultad de modificar un mecanismo de relojería tan perfecto como éste sin que se produzcan rozamientos entre las piezas y deje de funcionar el aparato. Porque El hombre que sabía demasiado tiene la limitación, para todo el que considere a Hitchcock algo más que «el mago del suspense», de ser excesivamente mecánica: Por eso, lo que permite estudiar son los mecanismos del «suspense», la planificación, el empleo del color, la distribución de información al espectador, etc., es decir, «cuestiones técnicas» y no los personajes –relativamente simples y poco interesantes, aunque bien trazados y verosímiles– o sus relaciones –nada complejas, por lo general–, es decir, todo lo contrario que en Vértigo o incluso, por citar una película más comparable, en Con la muerte en los talones. Es tan clara y transparente, incluso, que ni siquiera deja lugar a la duda o la discusión acerca de su significado último o su posición ideológica (como sucedía, en cambio en Cortina rasgada).

Tal vez sea ése el precio que hay que pagar para que funcione como es debido, al máximo rendimiento, sin anomalías, una narración de «suspense» ortodoxa. Toda violación de las normas que impone la propia lógica de sus planteamientos, llevados a sus últimas consecuencias, sin concesión alguna, se traduce en una pérdida de eficacia, en una reducción del público. Piénsese en la acogida que tuvieron –al menos, en el momento de su estreno, cuando se jugaban todo– VértigoCon la muerte en los talonesPsicosisLos pájarosMarnieLa ventana indiscreta: Fueron acusadas de inverosímiles, improbables, absurdas, insensatas, disparatadas o ilógicas; se les reprochó confusión y ambigüedad, cuando no fueron tachadas de inmorales, desagradables, viles, degradantes o perversas; se criticó su construcción, tanto por ocultar cosas o sembrar pistas falsas –aunque no lo hicieran– como por revelar antes de tiempo la clave del misterio, y lo mismo por no explicar suficientemente Los pájaros como por dar demasiadas explicaciones –el final de PsicosisMarnie–, sin detenernos siquiera en la cantidad de despropósitos que se han vertido acerca de los personajes fundamentales de todas estas películas, tanto las consideradas «ligeras» Con la muerte en los talones como las tenidas por «macabras» Los pájarosPsicosis.

Y es cierto, además, que las películas inmediatamente posteriores a El hombre que sabía demasiado –que se convierte así, en una recapitulación y en una demostración de dominio de los mecanismos tradicionales del «suspense» y, en general, de la narración– son, en buena medida «experimentales». Son obras en las que Hitchcock explora nuevos terrenos o profundiza en los ya conquistados, en las que se toma todo género de libertades y se replantea la identificación entre protagonista y espectador, la cuestión del punto de vista, la función última del «suspense»: Los protagonistas aparentes son asesinados a los dos tercios de película, los puntos de vista cambian, la identificación se escinde o se traslada a otro personaje, etc. Es muy posible, por tanto, que Hitchcock necesitase, antes de dar el paso decisivo de aventurarse por el sendero ya esbozado –con mayor o menor atrevimiento y éxito– en Rebecca (Rebeca, 1940), Suspicion (Sospecha, 1941), NotoriousStrangers on a TrainI Confess (Yo confieso, 1953) o Rear Window, y que le conduciría al fracaso económico y la incomprensión crítica al llevarlo a su extremo –Torn Curtain y, sobre todo, Topaz–, demostrarse a sí mismo –y de paso a los demás– que estaba en plena posesión de sus facultades, que podía mejorar su mayor éxito inglés y llevar a la perfección la narración clásica: que era capaz de dar de sí lo que se esperaba de él, un poco lo mismo que hizo, años después, con Frenzy (Frenesí, 1972).

De ahí que la grandeza de El hombre que sabía demasiado tenga ciertas limitaciones, y sea posible solamente a costa de renunciar a lo que, para algunos, es lo fundamental de Hitchcock. 

 (1) Hitchcock and the Mechanics of Suspense, en Movie, Nos. 3 (Oct. 1962) y 6 (Jan. 1963).

En “Lo esencial de Hitchcock. Imagfic 84” (1984)

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