1. Por fin, tras cuarenta años de espera, se ha estrenado en España el primer film de Luis Buñuel, «Un chien andalou» (1928). Antes se había podido ver en cine-clubs y en la Filmoteca. La copia que circulaba desde hace unos años estaba incompleta. La versión estrenada ahora dura dieciséis minutos, proyectada a veinticuatro fotogramas por segundo, y tiene repetidos algunos para que discurra a su velocidad normal pese a estar proyectada más deprisa. Es, por fin, «Un perro andaluz» íntegro, sonorizado por Buñuel en 1960 con la misma música que se ejecutaba cuando fue estrenado, mudo, en París.
Es lamentable, sin embargo, que haya servido como reclamo para tener que ver también la película de Jorge Grau «Acteón» (1965), film pretendidamente audaz y vanguardista, cuyo carácter reaccionario —artísticamente sobre todo— pone de manifiesto el film que Buñuel había realizado treinta y siete años antes.
2. Junto a su film siguiente, que fue el largometraje «L'Âge d'or» (1930), «Un chien andalou» es más abiertamente surrealista de los que ha dirigido Buñuel. Si en «L'Âge d'or» colaboró también Salvador Dalí —que rechazó la película—, en «Un chien andalou» su intervención en el guion es más claramente perceptible, por lo cual se hace necesario explicar la gestación del film. Dalí y Buñuel intercambiaron oralmente sus sueños, y a partir de ahí, de forma muy próxima a la «escritura automática» que propugnaban los surrealistas, escribieron el guion de «Un chien andalou».
3. Consecuencia de lo anterior es la revolucionaria e innovadora estructura de la película, que se anticipa en muchos años a las más recientes conquistas del cine moderno. Desde Resnais («El año pasado en Marienbad», 1961), a Godard, pasando por Bergman, raras son las audacias narrativas que Buñuel no había explorado o, al menos, sugerido en «Un chien andalou».
Este film es, aparentemente, tan absurdo como irreal. Su onirismo es indudable y su carácter «fantástico» no puede rechazarse. Pero si pensamos en la definición de «surrealidad» que da André Bretón en el primer «Manifeste du surréalisme» (1924), «fusión del sueño y la realidad en una realidad absoluta», veremos que Buñuel no pretendía hacer un film «irreal», sino que trataba de llegar a lo real por un camino más profundo que el llamado «realista». Otra cita de Bretón servirá para situar en su verdadera dimensión el aspecto fantástico de este film: «lo que hay de admirable en lo fantástico es que ya no hay nada fantástico: no existe más que lo real».
«Un chien andalou» no narra una historia. Los cartelitos destrozan la cronología, pues las indicaciones temporales se suceden en este orden: «Erase una vez…», «Ocho años después», «Hacia las tres de la madrugada», «Dieciséis años antes», «En primavera», sin que las imágenes nos permitan reestablecer un orden en los sucesos disjuntos —pero formal y significativamente relacionados— que nos muestra la película. Esta destrucción del sentido del tiempo real es la base de muchos de los films más avanzados de los últimos años, de forma tan manifiesta que hace innecesario citar títulos.
Pese a esta ausencia de «historia» dudo que alguien que haya visto «Un chien andalou» no haya sido inmediatamente capturado por la película. En primer lugar, gracias a la agresión que supone su primera secuencia que, como la que abre «Persona» (Bergman, 1966), influida por Buñuel, es un choque de tal magnitud sobre los sentidos del público que le impide asistir indiferente al desarrollo de los siguientes dieciséis minutos. Además, el film tiene una coherencia y una fuerza cuyo origen explica admirablemente Pierre Reverdy en el «Manifiesto del surrealismo», cuando dice que «cuanto más lejanas y exactas sean las relaciones entre dos realidades yuxtapuestas, más fuerte será la imagen, y mayor será su potencia emotiva y su realidad poética». Esto está escrito pensando en la pintura y en la literatura, pero se puede aplicar de modo aún más claro al montaje cinematográfico, tanto en este film de Buñuel como en los de Eisenstein o algunos de Godard.
4. Unido a todo lo anterior, y de origen probablemente onírico también, está el muy peculiar ritmo de la película, que no tiene un «crescendo», ni clímax ni anticlímax finales, que no es un ritmo atonal o uniforme, ni tampoco un solo ritmo, sino una serie de ritmos articulados, una sucesión de secuencias con ritmos variables y muy diferentes. Así hay escenas lentas y rápidas, sin que las primeras se agrupen al comienzo del film y las segundas al final, sino en un orden totalmente disperso, y justificado por el hecho de que el film no se estructure a través de una exposición, un desarrollo y un desenlace, como suele ocurrir. Por supuesto, el ritmo no sólo depende del montaje, la duración de los planos y su movimiento interno, sino también de su fuerza y del significado de su contenido, lo que aumenta la complejidad rítmica de las secuencias, breves y aisladas, que forman el film. Además, el ritmo es diferente para cada espectador: de ahí que la famosa secuencia de apertura, en sí breve y más bien lenta, parezca breve o interminable según el efecto provocado en cada individuo. La fluidez rítmica de «Un chien andalou» quedaba un tanto disminuida en las copias mudas, pero en esta labor los tangos o el «Tristán e Isolda» de Wagner —aparte de su función irónica o poetizadora— acentúan el dinamismo de las escenas, ya acelerándolo, ya frenándolo.
5. Uno de los aspectos fundamentales y más vigentes de «Un chien andalou» ha sido ejemplarmente analizado por Noël Burch —cuya importancia como teórico será algún día reconocida— en un artículo titulado «Estructuras de agresión», en el número 195 de «Cahiers du Cinéma». Efectivamente, y dejando aparte lo provocativo de su forma, su tema, su destrucción de la narración y de la cronología —sobre todo en 1928— «Un chien andalou» es el primer film basado en la agresión al espectador, y probablemente sigue siendo el más perfecto y coherente en este sentido.
Esto se manifiesta, sobre todo, en la primera secuencia del film, cuya violencia es, en una primera visión, casi insoportable y que no pierde fuerza por muchas veces que se vea (puedo testimoniar que a la séptima visión sigue siendo impresionante). Esta escena define todo el film y es de una importancia capital, dado que se convierte, por su impacto, en el eje estructural de la película, hasta tal punto que, sin ella —es más, sin el plano del corte de ojo— se disgregaría.
Buñuel, con una habilidad increíble, comienza el film con un hombre (él mismo) que, tranquila y cotidianamente, afila una navaja de afeitar, al son de un tango. Sale al balcón y contempla la Luna. Una mujer (Simone Mareuil) también la mira. Una nube alargada atraviesa la Luna. La navaja rasga el ojo de la mujer, del que sale abundante sangre. El clima plácido, idílico incluso de los primeros planos, ha sido bruscamente alterado de una forma verdaderamente dolorosa para el espectador. Este plano contamina toda la película, dado que el resto lo veremos bajo la impresión de esa imagen. Obsérvese, además que esta agresión se realiza cuando no puede esperarse y además afecta a un órgano especialmente vulnerable, y más todavía en un espectador de cine, dado que lo que está viendo depende precisamente de sus ojos.
No es ésta, por supuesto, la única escena agresiva de «Un chien andalou», pero sí la más reveladora y eficaz. Para comprobar la maestría de Buñuel bastará recordar «Dante no es únicamente severo» (1967), de Esteva y Jordá, en quien una operación de ojo servía de puntuación a lo largo de todo el film. Pues bien, aun teniendo en cuenta que estos planos eran lo menos malo de la película, su brevedad los hacía fácilmente soportables, y sus apariciones eran previsibles con tal anticipación que perdían toda su posible eficacia. El que se vieran venir no hubieran tenido nada de malo, por otra parte, si su impacto hubiera sido verdaderamente terrible, ya que esto provocaría un miedo a su aparición que daría lugar a una tensión y a un suspense muy eficaces para mantener al espectador «despierto» (cosa ya difícil, dada la baja calidad del film). En total, resulta que los numerosos planos de ojo operado no alcanzan la fuerza de aquél, único, que había en «Hiroshima, mon amour» (1959), de Resnais, para no hablar de «Un chien andalou».
6. En 1929 Buñuel se indignó por el éxito de su película, a la que un público burgués calificaba de «bella y poética», y declaró que era «una desesperada incitación al asesinato». No creo que actualmente Buñuel dijera lo mismo, pero en ese caso habría que considerar «Un chien andalou» como un film fallido en el plano de las intenciones. Esto no es nada claro, y dudo que alguien haya podido ver en el film esa llamada al asesinato.
Es un film revolucionario —no sólo por lo que supone dentro del cine mudo su muy precisa y articulada planificación y los demás valores ya señalados, sino como postura frente a la sociedad y la represión—, provocador, y también —aunque no sólo ni primordialmente— de una gran belleza formal (sin que por ello caiga jamás en el esteticismo). Y poético lo es, aunque no, por supuesto, al estilo de Campoamor, sino de Rimbaud, Lautréamont o Baudelaire.
7. Por todo lo antes apuntado, creo que «Un chien andalou» debería volver a proyectarse, con más publicidad, y como complemento de un film más atractivo y afín que «Acteón». Por ejemplo, sería el prólogo ideal de «El ángel exterminador» (1962) o, si se estrenaran —lo cual es necesario pero poco probable—, de «L'Âge d'or», «Viridiana» (1961) o, ya fuera de Buñuel, «Week-End» (1967), de Godard. Claro que, en mi opinión, «Un chien andalou», como buen «despertador», debería sustituir al adormecedor y coherente espectáculo que forman el No-Do y los «filmets» publicitarios, y proyectarse delante de «todas» las películas, siendo de paso la crítica y destrucción de muchas de ellas.
En "Nuestro Cine" nº 81, enero-1969
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