Sin que suponga menoscabo para la figura del escritor húngaro Emeric Pressburger, con quien quiso durante años compartir plenamente la autoría de las películas de The Archers sin deslindar las funciones que desempeñaba cada uno, la superioridad y continuidad de la obra en solitario de Michael Powell justifican que, cinematográficamente, identifiquemos a este último como la verdadera cabeza de la pareja —que empezó en 1939 y funcionó desde 1943 hasta 1956 en trece películas—, del mismo modo que el desconocido y mucho más joven Stanley Donen habría de revelarse como el elemento determinante del tándem formado con el bailarín y actor Gene Kelly en tres obras que revolucionaron el cine musical.
La comparación no es ociosa, ya que no abundan los codirectores habituales, y si son raras estas colaboraciones “paritarias” incluso entre hermanos (como los Taviani o los Coen) o entre marido y mujer (Straub & Huillet, Godard & Miéville), más escasas son todavía las que asocian a personas sin otra relación que la profesional y amistosa y de orígenes y formación tan distintas como las de Powell & Pressburger, cuyas obras más famosas, por lo menos hasta hace poco, pertenecían —de un modo que nada tiene que ver con Cantando bajo la lluvia— al género musical (Las zapatillas rojas, la aún superior y más inquietante Los cuentos de Hoffmann… y la excelente, desconocida y subvalorada Oh… Rosalinda!!, por no citar la malhadada aventura española de Powell solo, Luna de miel).
Pero la extraña pareja Powell & Pressburger no debiera ocupar un puesto destacado en la historia del cine sólo por sus obras relacionadas con el mundo del ballet o la ópera (y del arte en general); hay otras muchas películas suyas igual de fascinantes y todavía más originales: Narciso negro, A vida o muerte, Coronel Blimp, y las menos conocidas (¿tal vez por no ser en color?) I Know Where I’m Going y A Canterbury Tale, a las que cabe añadir La zorra (en la versión inglesa, no la americana manipulada por Selznick con la ayuda de Mamoulian), The Small Back Room, La batalla del Río de la Plata o la menospreciada y esplendorosa El libertador, sin olvidar que Powell hizo buena parte de El ladrón de Bagdad en colores de 1940, junto con Ludwig Berger, Tim Whelan, Andre de Toth, William Cameron Menzies y los hermanos Zoltan y Alexander Korda (donde ya le encontramos rodeado de húngaros y alemanes) ni que, en solitario, antes o después de Pressburger, hubiera merecido ser famoso sólo por El fotógrafo del pánico, The Edge of the World y por la inteligente elegancia de El espía negro (su primer contacto con Pressburger, autor del guion), Contraband o Los invasores (también con guion de Pressburger).
Tanto Powell como Pressburger eran personajes muy singulares; no es de extrañar, por tanto, que las películas de la pareja fueran únicas y excepcionales, de una inventiva narrativa, visual y sonora que desmiente los tópicos acerca del academicismo un tanto soso del cine inglés. Para colmo, lograron hacer películas que, al mismo tiempo que la quintaesencia de lo británico (en sentido amplio, es decir, incluyendo elementos irlandeses, galeses o escoceses), y no hay nada tan profundamente inglés como Peeping Tom, la muy compleja y emocionante The Life and Death of Colonel Blimp o —por mucho que la acción transcurra en la India— la más hermosa, Black Narcissus (basada, como El río de Jean Renoir, en una novela de Rumer Godden), tenían siempre un tono y un misterio, una audacia y una osadía formal que parecen procedentes del expresionismo alemán: como se ve, la misma insólita combinación que le daría a Hitchcock sus primeros triunfos.
Es posible que la asociación de Powell y Pressburger, tan fértil y dilatada, estuviese condenada desde el principio a no durar eternamente, y concluyó tras su primer fallo conjunto, I’ll Met By Moonlight; Pressburger sin Powell hizo pocas cosas interesantes (y fracasó en su única tentativa como director), y la fortuna de Powell en solitario se vio truncada por la violenta y ruinosa reacción hostil que desató la personalísima Peeping Tom (de ahí que en los últimos años sólo lograra hacer, tras muchas concesiones indignas de su talento, una película notable, Age of Consent). Triste destino final de una insólita alianza de complementarios, que juntos lograron darle al cine británico, al europeo y al mundial algunas de sus obras maestras más duraderas y asombrosas y muchas películas llenas de amenidad, imaginación plástica y hondo misterio, varias de ellas todavía pendientes de descubrir para muchos cinéfilos.
En "El Cultural", 19/09/2002
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