A principios de 1987, poco después de asumir la dirección de la Filmoteca Española, acepté una invitación a una muestra de cine chino reciente en Pekín (ahora Beijing), aunque iba fundamentalmente para entrevistarme con el director de la filmoteca de aquel país y cerrar un amplio ciclo de cine chino que llevábamos tiempo intentando organizar junto con la Cinemateca Portuguesa. Entre las muy interesantes películas recientes a mí me impresionó sobre todas una a la que los críticos o directivos de festivales expertos en cine chino u oriental en general no me pareció que prestaran mucha atención. Se titulaba “Qiutian li de chuntian” (1985/6), que daban como equivalente de “Primavera en Otoño” y su sinopsis hacía pensar que se trataba de un melodrama, como ha sido frecuente en todos los cines chinos de cualquier época, género (o más bien, visión del mundo) que, como cualquiera que me conozca un poco sabe, goza de todo mi respeto y de mis simpatías.
Cuando salí, perplejo y emocionado como pocas veces - como tras ver por vez primera “Ugetsu monogatari” de Mizoguchi, “Ordet” de Dreyer o “Wagon Master” de Ford - por la que me pareció ya (y me sigue pareciendo, tras casi 30 años y unas 200 películas chinas más) la mejor película china, pregunté a mi intérprete por su director, y me presentó a un señor más bien bajo de estatura y que me pareció muy viejo (yo aún no tenía 40 años, pero él tenía sólo 65), de aspecto tan fatigado como modesto y amable, que se prestó a un breve diálogo dificultoso (mi intérprete no sabía mucho castellano y ninguno de los dos tenía idea de inglés o francés).
Como su película me había parecido inesperadamente cercana a “All that heaven allows”(1955) de Douglas Sirk, que no era probable que hubiese visto, se lo comenté; pero ni la película, ni Douglas Sirk, ni Rock Hudson ni Jane Wyman parecían serle nombres conocidos, sus ojos no revelaban ni que le sonasen vagamente. Resultó que había logrado hacer muy pocas películas, que había pasado muchos años apartado del cine, trabajando en el campo - fue una de las muchas víctimas absurdas de los excesos delirantes de la llamada “Revolución Cultural” -, y que acababa de regresar a su oficio verdadero con la película anterior, “Da qiao xia mian”(“Bajo los puentes”, 1983/4), que acabo de ver ahora, y que me parece otra obra maestra del melodrama; a la espera de lograr volver a ver con subtítulos “Primavera en Otoño”, no sé ya cuál prefiero de las dos, las únicas de Bai Chen que he visto (y probablemente veré), pero suficientes para considerarle como un grandísimo cineasta, de la estirpe de Frank Borzage, Henry King y Leo McCarey, emparentable con el mejor John M. Stahl y Gregory LaCava, con Satyajit Ray o con los grandes japoneses Mizoguchi, Naruse, Tanaka Kinuyô, Ozu, Goshô, Shimizu, Shimazu, o Kinoshita.
Lo primero que me ha llamado la atención de “Bajo los puentes” ha sido reconocer la misma estructura narrativa “abierta” y nada rígida: sin introducción ni presentación de los personajes, nos incorporamos in media res a una historia en marcha, que acabaremos descubriendo que tiene dolorosas y ocultas raíces en el pasado. No abundan los “villanos” - como sí en tantos melodramas de otras latitudes o también chinos de otras fechas - ni las personas verdadera, deliberada o interesadamente malvadas, aunque sí los cotillas y maledicentes, los prejuiciados y malpensados, los puritanos y pacatos (sí, también en la antigua China comunista), que hacen daño casi inconscientemente, por ociosidad, irresponsabilidad o aburrimiento. De esas actitudes provincianas serán víctimas los personajes centrales de las dos películas suyas que conozco, en particular, ¡cómo no!, las mujeres. La principal de “Bajo los puentes”, Nan (Gong Xue, además de encantadora una excelente y sobria actriz), no es, sin embargo, ni la única que sufre ni la única gran intérprete; sean jóvenes o viejas, y sin que sean en modo alguno débiles o inadecuados - al contrario - los actores masculinos, se puede suponer que tal vez Bai Chen fuese, sobre todo, un gran director de actrices.
Pero era también, claro está, un cineasta con tanto sentido del ritmo (pausado, modulado, sin acelerones bruscos pero permanentemente tenso) como del espacio y de la mirada. Su aprovechamiento de habitáculos estrechos y reducidos, su modo elegante de mostrar una actitud o una reacción a través de un movimiento o un gesto físico natural, su capacidad para captar y combinar en elocuente diálogo silencioso las miradas hacen pensar, inevitablemente, en cineastas como Borzage, F.W. Murnau, Josef von Sternberg, D.W. Griffith o John Ford, pero también en otros más modernos, como Roberto Rossellini, Raffaello Matarazzo, Nicholas Ray o Sirk.
Quiero con esta observación apuntar que entre los rasgos (aparentemente, dado lo poco que abarco de su exigua obra) distintivos de Bai Chen estaría también uno no tan frecuente en el melodrama: la elegancia. Siendo como es un género propenso al énfasis e inclinado a la acumulación excesiva y a los tormentosos clímax finales (recuérdense los de Sirk o Vincente Minnelli), es relativamente excepcional que domine en sus mejores muestras más bien la serenidad, la contención, la calma conquistada (como la “aceptación” que corona “The River” de Jean Renoir); pues bien, esto es justamente lo que sucede en las dos grandes películas de Bai Chen que he conseguido ver, y que, entre otras cosas, se niegan a aceptar, a pesar de todo, el pesimismo y el desánimo como formas de enfrentarse al futuro.
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