Todo comenzó con un conciso relato de Hemingway en el que un hombre apodado el Sueco espera inmóvil, sin tratar de escapar, que suban a matarle sus ejecutores. Hasta el que no ha leído Los asesinos (1927) conoce la película The Killers filmada en 1946 por el alemán Robert Siodmak (Forajidos) o su “remake” por Don Siegel de 1964, inicialmente destinado a la TV, Código del hampa, y seguramente Out of the Past (Retorno al pasado, 1947), dirigida por el francés Jacques Tourneur, cuyo arranque parece inspirado en la misma situación.
Jean-Pierre Melville, admirador del clasicismo americano, aclimató estas ideas a la dinámica europea, con una óptica muy francesa, en una serie de películas memorables cuya culminación estilística es la depurada, lacónica y desnuda Le Samouraï (1967), conocida aquí como El silencio de un hombre, con la carambola final de que, 32 años más tarde, el americano franconiponófilo Jim Jarmusch devuelva la pelota al otro lado del charco, como acaba de hacer en Ghost Dog.
Jef Corey (Alain Delon), lo mismo que sus antecesores Swede (Burt Lancaster o John Cassavetes) y Jeff Bailey (Robert Mitchum) y su excéntrico pero no menos sosegado descendiente Ghost Dog (Forrest Whitaker), ni se queja ni se pone histérico. Hace tiempo que dejó de correr y sobrevive sin equipaje, dispuesto a jugar su última partida antes de que termine para siempre el juego.
La diferencia entre Melville y sus idolatrados “americanos” estriba en que en él es consciente y deliberado lo que para ellos resultaba convencional o natural, y que la reflexión se impone a la acción, lo cual no es inadecuado en un filme sobre la espera, en el que lo importante no es su fin previsible, sino lo que sucede mientras llega la muerte. Paradójicamente, la de Melville es la más opaca y la menos explícita de estas películas emparentadas por el fatalismo de sus protagonistas. Es también la más seca y externa, la que menos nos cuenta verbalmente, dejando la información a nuestras dotes de observación y a la atención que le prestemos.
Y no quiero dar a entender que se trate de una película oscura, intelectualizada, estática, esteticista o aburrida. Todo lo contrario. Es un trabajo de estilización enormemente coherente, de una gran belleza visual, en tonos de color más bien mate, muy sobria; carente de esa artificiosa “espontaneidad” que tanto agrada a los cineastas de la escuela naturalista, y demuestra una exigencia formal cercana hasta cierto punto a la de Robert Bresson, que no es incompatible con momentos de tensión magistral —o secuencias enteras, como la persecución en el metro— aunque quizá poco explotada en su dimensión espectacular, o de emoción soterrada —toda la relación con la pianista del club, prácticamente muda y sin contacto físico—, que se extiende a las escenas en que asistimos a la solitaria existencia del profesional, o vemos cómo toma precauciones o se cuida las heridas.
Esto significa que casi todo descansa en Alain Delon —que nunca estuvo mejor, ni más sobrio—, en el tratamiento plástico a lo Michel Utrillo de las calles de París que caracteriza a Melville en sus mejores momentos y en su capacidad de contar desde fuera, con claridad y minuciosidad de estratega, la intrincada trama de trampas y deslealtades que tejen las últimas horas de un frío pero no insensible asesino a sueldo que, a pesar de su soledad y su silencio, sabe demasiado.
Es, además de una lección de estética y dramaturgia europeas, que nada deben en esos terrenos al thriller americano, una vindicación de la ética recóndita que puede presidir, al menos en la ficción, la conducta y las actitudes de los situados al margen de la ley. Lo cual no es malo, en tiempos como los que corren, en los que empieza a sorprendernos como algo excepcional y heroico un detalle moral, y no ya entre los delincuentes, sino incluso entre los que defienden o imparten esa ley.
En "El Cultural", 05/07/2000
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