No es Leo McCarey un típico director de screwball comedies, si es que existe tal animal, mineral o vegetal (pues ni siquiera Preston Sturges lo es, y eso que es de los pocos que casi no hicieron otra cosa). De hecho, tampoco se le puede confinar en la comedia en general, pues, como se sabe, ni tampoco se confinó en el otro con el que se le suele asociar, el melodrama. Además, al menos en principio, su sereno y reposado clasicismo le aleja tanto de la farsa y de la comedia delirante y enloquecida como del romanticismo —pese a la reputación de An Affair to Remember (Tú y yo, 1957) en ese aspecto, y que yo circunscribiría a uno de sus personajes, el secundario pero crucial de la abuela de Cary Grant— y del folletín desmelenado y barroco, al que son más propensos por naturaleza casi todos los otros grandes realizadores de auténticos melodramas.
VARIEDAD DE TONOS Y RITMOS
Aunque McCarey no hizo un gran número de películas, si se compara su filmografía con la de coetáneos como John Ford, Allan Dwan o Raoul Walsh, la variedad de tonos y ritmos que se encuentran en su obra es considerable; y si tendió más bien a confundir y combinar, de un modo único y nada convencional ni imitable, los dos géneros básicos mencionados —hacia los que sentía, sin duda, mayor inclinación— que a explorar a fondo uno de ellos o recorrerlos todos —si se piensa un poco, es sorprendente el número de los que nunca abordó, entre ellos varios de los más característicos del cine americano de su época: aventura, guerra, thriller, musical puro, western—, lo cierto es que fue, si no uno de los inventores —mérito que podría recaer conjuntamente en él, Ernst Lubitsch, Gregory La Cava, George Cukor y Frank Capra, con posibles antecedentes en Cecil B. DeMille tan chalada como Madam Satan (1930)—, sí uno de los fundadores de la screwball comedy.
Antecedentes, experiencia y munición no le faltaban, pues, a McCarey, ya que no sólo contribuyó a formar y catapultar a la fama a la pareja Laurel y Hardy, para los españoles el Gordo y el Flaco, sino que la guio a menudo —como director, gagman, guionista y supervisor—, y además pilotó una parte sustancial de la fugaz carrera estelar de ese olvidado gran cómico mudo que fue Charley Chase (muy próximo ya a la alta comedia, algo así como el puente entre Harold Lloyd y Cary Grant); además, a mediados de los años treinta había dirigido también a otros varios cómicos del sonoro, de Eddie Cantor y el citado Harold Lloyd a W. C. Fields y Mae West, y muy especialmente a los Marx, y nada menos que en Duck Soup (Sopa de ganso, 1933), precisamente la que algunos consideramos la película más homogénea y perfecta (y a pesar de ello la más divertida) de los alocados e incontenibles hermanos.
De modo que no es de extrañar que, tras tres o cuatro comedias que bordean o prefiguran la variante del género que nos ocupa en este número de NICKEL ODEON —como Part Time Wife, Let’s Go Native, Wild Company (las tres de 1930), Indiscreet (1931), Six of a Kind (1934) y una parte, aunque sólo una parte, de Ruggles of Red Gap (1935)—, McCarey nos diese, con The Awful Truth (La pícara puritana, 1937), la película que puede considerarse, si no la mejor, cuando menos la más representativa de las screwball comedies —la que podría elegirse si hubiera que dar un solo ejemplo— que dominaron la segunda mitad de los años treinta y los comienzos de la década de los cuarenta: suficientemente temprana para haber tenido una influencia decisiva en —por lo menos— otras de sus grandes cimas, como Holiday, Bringing Up Baby, Four’s a Crowd, His Girl Friday o The Philadelphia Story, y ya lo bastante madura como para que no se limite a ser un esbozo parcial de este subgénero, que en sentido estricto está históricamente circunscrito a los tres mandatos seguidos del presidente Franklin D. Roosevelt.
CINEASTA DEL INSTANTE
Hay que reconocer que la actitud, la conducta fuera del plató, el carácter y, sobre todo, el método de McCarey se prestaban a la perfección —como el de Gregory La Cava, y mucho más que los respectivos de Frank Capra, Hawks, Lubitsch o George Cukor, y no digamos el que se le atribuye a Curtiz, de reputación prusiana, pese a su origen húngaro— a la introducción de este viento de locura —de dobles raíces, mudas y burlescas— en las aguas más bien plácidas y relajadas de la comedia elegante sonora, por lo general de inspiración escénica.
Como cualquiera de sus obras permite deducir, McCarey no era el equivalente cinematográfico de un novelista, sino más bien un narrador de anécdotas, chistes e historias cortas. No le interesaban gran cosa las biografías, la historia o los argumentos férreamente construidos. No era tampoco un estratega del relato —como su amigo Hitchcock, o su precursor y maestro Fritz Lang—, sino que mostraba cierta inclinación a desentenderse alegremente de la línea narrativa y a holgar, es decir, a practicar gozosamente, y con la mayor tranquilidad —como John Ford, como Renoir, sus afines— el discreto y menospreciado arte de la libre digresión, que otros cineastas sólo se han atrevido a abordar tardíamente, hacia el final de sus carreras (el Hawks de Hatari!, incluso el último Hitchcock).
No son las películas de McCarey ríos anchos y caudalosos, sino más bien arroyos o riachuelos que discurren plácidamente, distrayéndose en los meandros. Como al vagabundo rural y al clochard urbano, le interesaban más el camino y sus etapas que el trayecto hacia la meta o el mismo objetivo final. No en vano se le ha llamado “cineasta del instante”, como escribió Miguel Rubio en Film Ideal hace ya más de treinta años. No es el arco sostenido de la historia contada lo que interesa a McCarey, sino cada uno de los momentos en que los personajes que la viven se revelan mutuamente ante la cámara, y por tanto también ante nosotros, los espectadores.
GUION E IMPROVISACIÓN
El tema recurrente, el único constante, de McCarey es la persona, más allá de los variados argumentos que trata y de los diversos géneros que bordean sus películas o incluso cada una de ellas en su poco apresurado fluir. Ésa es la clave de su cine, el punto común de todas sus películas, desde las primeras a las últimas, la justificación de su estilo, invisible y aparentemente sencillo y neutral como pocos.
Sus herramientas básicas eran, por eso mismo, los personajes y los actores que habrían de darles cuerpo y alma, más que una cámara que nunca adquirió protagonismo ni se movió más de la cuenta —es decir, que sólo se desplazaba cuando era de verdad imprescindible—, y más, mucho más, por supuesto, que el guion, para él sin duda un mero borrador, y como tal necesario a modo de entrenamiento o calentamiento previo, como un elemento más de la preparación, un instrumento útil de reclutamiento de actores, y también, secundariamente desde su punto de vista, para organizar un poco la producción; pero del que parecía olvidarse en cuanto llegaba el momento ansiado de ponerse a rodar, entregándose a la más arriesgada improvisación, con no poca inquietud de sus productores e incluso —por lo visto, aunque no deje de resultar sorprendente y hasta, en algunos casos, decepcionante— de la mayor parte de sus intérpretes (incluso los que, al ver uno las películas terminadas, parecen sentirse más a gusto y más relajados, y que uno imaginaría entusiastas cómplices del director, pero que por lo visto no siempre disfrutaban con la libertad que McCarey les daba y les obligaba a tomarse).
COMEDIA ‘RARA’ Y ADMIRADA
En 1937, el cine de McCarey era, pues, campo abonado para que brotara en él esa comedia tan divertida, tan profunda y tan rara —si se analiza un poco y se restituye a su momento: no olvidemos que, si hoy nos parece incluso típica y clásica, es precisamente por lo mucho que se han copiado o prolongado, incluso exagerándolos hasta el frenesí, muchos de sus rasgos más originales y distintivos, los que en su momento llamaron la atención— que es The Awful Truth, probablemente la razón fundamental de la permanente admiración que espontáneamente han proclamado siempre, cuando nadie se acordaba de McCarey ni les preguntaba qué opinaban de él, directores tan prestigiosos y distintos entre sí como Hawks o Cukor, mientras que sus otros fans —Ford, Renoir, Ozu— se fijaron más, sin duda, en la otra película —su complementaria para entender cabalmente a McCarey— que realizó ese mismo año, Make Way for Tomorrow.
El programa esquemático de La pícara puritana, que asumieron luego —casi como una fórmula segura, y además muy flexible— otras muchas comedias de los cinco años siguientes, es muy simple, pero hacía falta que se le ocurriese a alguien, y que al ponerlo en práctica funcionase, como sucedió: tomemos una serie de personajes típicos de la alta comedia, hagámosles divorciarse (caben variantes múltiples: desde la amenaza de separación al divorcio consumado) e ideemos cómo se las ingenia el ex marido (Cary Grant) para recuperar a su mujer (Irene Dunne) justo antes de perderla definitivamente, como ocurriría si, como ella planea, además de no vivir con él, se casa con otro (Ralph Bellamy, a quien Hawks asignó idéntico papel frente a Cary Grant en la trama muy similar en que convirtió The Front Page al hacer His Girl Friday, aunque sustituyendo a Hepburn por Rosalind Russell). Este esquema es también el de The Philadelphia Story, y a grandes rasgos, el de Holiday y Bringing Up Baby —aunque sin divorcio por medio: aquí es una primera boda del protagonista con otra la que acaba por evitar, casi sin proponérselo, la chica, en ambos casos Katharine Hepburn. Como para confirmar la contigüidad, casi consanguinidad, entre las obras maestras de este subgénero, en Four’s a Crowd reaparece Rosalind Russell.
ACTORES Y ACTRICES: NEXO COMÚN
Puede sorprender que directores, guionistas y productoras muy diferentes (aunque fueron Columbia, R.K.O. y Warner las que iniciaron el estilo screwball, hay que decir que luego se sumaron prácticamente todas, no sólo las menos poderosas de las majors, como Paramount, ni las más favorables a Roosevelt, sino hasta la misma MGM) generasen en unos cuatro años las seis películas que he enumerado, estrechamente vinculadas entre sí pero cuyo nexo común más decisivo no es, por supuesto, el más evidente, el argumental —pues casi son variaciones sobre un mismo tema, con un esquema básico muy semejante—, ni siquiera la intervención de determinados escritores —aunque algunos tiendan a repetirse, a menudo de los que luego investigaría y perseguiría el Comité de Actividades Antiamericanas del Senado que presidió Joseph McCarthy—, sino, creo que muy significativamente, la presencia de unos pocos actores y actrices.
Lo que hace que esas seis magistrales películas, cuatro de ellas reconocidas como tales, una olvidada y otra simplemente ignorada, hasta por los supuestos estudiosos de Curtiz, sean a la vez la cumbre y el origen inmediato (ahora dirían el núcleo duro, aunque nadie sepa muy bien lo que puede significar semejante expresión) de la screwball comedy como subgénero es el carácter alocado y carente de respeto a las convenciones (y hasta, en ocasiones, de miramientos, de educación y de escrúpulos: creen firmemente que “todo vale en la guerra y el amor”) de los empeñados en recuperar o conquistar a su pareja: da lo mismo que sea una mujer (Katharine Hepburn casi siempre) o un hombre (casi sin excepción Cary Grant). Actores varias veces emparejados, como para corroborar la afinidad fundamental y profunda que existe, a veces tan honda que no se ve ni funciona sin una complicidad entre los dos integrantes de la pareja que uno de ellos trata de negar, y el otro de prolongar o revivificar.
LOCURA CONTAGIOSA
Y cuando acaban de conocerse, y no podría hablarse en propiedad de comedia de reconquista —que es como yo trasladaría a nuestro idioma lo que Stanley Cavell (1) denomina comedies of remarriage, y que tiene prolongaciones no screwball tan evidentes como The Grass Is Greener (Página en blanco, 1960) y Two for the Road (Dos en la carretera, 1966)—, no importa: es un tipo de locura alegre e incontenible que resulta simpática y fundamentalmente sana, y que se revela altamente contagiosa (precisamente porque es divertida, como confiesa el tímido profesor encarnado por Grant en Bringing Up Baby, pese a que la irrupción en su vida de Hepburn ha destrozado todos sus planes y sus expectativas). De hecho, la noción de contagio es esencial, y parece una traslación a la esfera de la vida privada de un proceso que sirvió de base a McCarey en varios de sus más célebres cortos con Laurel y Hardy, como Big Business, Putting Pants on Philip y The Battle of the Century.
También el hecho de que McCarey sea uno de sus creadores puede aportarnos una pista decisiva sobre el origen de este personaje: es una fusión de los tres grandes hermanos Marx (descartado el soso Zeppo de los primeros años), con los impulsos instintivos del alocado Harpo, la picardía cazurra y obstinada del aparentemente tonto Chico y el deslumbrante cinismo y la palabrería persuasivamente camelística del astuto Groucho. Es evidente que contra esa trinidad marxiana encarnada en un solo hombre (o una mujer) nada pueden un ingenuo apocado y sin imaginación ni un palurdo prudente dominado por su madre como los que encarna Ralph Bellamy, ni las mujeres apagadas y sin personalidad que les sirven de contrapartida, y a las que, naturalmente, la impetuosa Katharine Hepburn arrolla sin dificultad. Obsérvese que, a falta de Hepburn, siempre se elige otra actriz enérgica y con sentido del humor, como Rosalind Russell, y que para reemplazar a Cary Grant el subvalorado Curtiz tuvo a su disposición otro pícaro arrobador, el mítico aventurero (en la pantalla) y proverbial juerguista (fuera de ella) que era Errol Flynn. Esto, dentro de este pequeño grupo de seis películas formado por The Awful Truth y las más próximas a ella; pero algo parecido podría decirse de las restantes, añadiendo actrices como Barbara Stanwyck, Jean Arthur, Joan Crawford, Myrna Loy, Loretta Young o Claudette Colbert, actores como James Stewart, Henry Fonda, Joel McCrea, Gary Cooper, William Powell, Spencer Tracy o Clark Gable.
LA ‘LÓGICA’ DE CARY GRANT
Si la conducta de Cary Grant en The Awful Truth —cuyos únicos continuadores fuera de la screwball comedy son, curiosamente, algunas de las criaturas buñuelianas— no nos sorprende hoy demasiado es porque casi estamos acostumbrados a verle actuar de esa manera. Pero conviene recordar que tanto Holiday como Bringing Up Baby —en las que es contagiado por Katharine Hepburn—, tanto His Girl Friday como The Philadelphia Story —en las que pasa a ser el elemento perturbador y screwball—, son posteriores a La pícara puritana y están claramente influidas por el éxito de McCarey.
Lo que divierte tanto del personaje de Cary Grant (da lo mismo su nombre: es siempre, en gran medida, Cary Grant) no es lo que su comportamiento pueda tener de disparatado, ni de absurdo, sino precisamente la lógica implacable y llevada a sus últimas consecuencias que preside sus actos, por mucho que suelan ser producto de la improvisación. Nada le detiene o refrena, hace lo que en cada momento le parece más acertado, sin preocuparle las consecuencias ni las complicaciones que puede suponerle —y que ya tratará de arreglar en su momento, llegado el caso—, improvisando sobre la marcha al ritmo que le impongan las circunstancias.
Y esa libertad de acción resulta embriagadora para los espectadores, tan estimulante y contagiosa que aseguró el inesperado pero inmediato éxito comercial y profesional que obtuvo McCarey con esta película. También explica, en el fondo, su éxito artístico y su duradero y reactualizado prestigio: de hecho, resulta todavía moderna, y no porque hayamos vuelto a una situación semejante o paralela a la que pudiera vivirse a finales de los años treinta —aunque es posible que algo de eso suceda en algunos aspectos— ni porque la película sea lo bastante abstracta y estilizada —que lo es, también, aunque no más que otras que hoy no tienen tanta vigencia ni se conservan tan frescas—, sino porque su planteamiento de los personajes y las relaciones que se tejen entre ellos es tan profundo que, en esencia, permanece inmutable, e incluso ha ampliado su alcance, ya que conductas y actitudes que entonces eran inusuales y hasta excéntricas hoy han dejado de ser excepcionales, minoritarias o anómalas, y resultan más comprensibles y aceptables para el público en general.
PERSONAJES AUTÉNTICOS, CÁMARA ATENTA
Las restantes comedias de McCarey no pertenecen a esta breve pero decisiva fase de la evolución histórica de la vertiente cinematográfica de este género. En parte porque se pasó su época antes de que McCarey, nunca excesivamente prolífico desde que emprendiese la etapa más personal e independiente de su carrera como director, abordase nuevamente la comedia pura, aunque no falte humor en Make Way for Tomorrow, y la primera versión de Tú y yo, Love Affair (1939), lo sea durante parte de su metraje. En parte, también, porque la screwball comedy tiende a derivar indefectiblemente hacia limitaciones tan poco características de McCarey como la caricatura, la locura generalizada de los personajes —véanse las reservas al respecto manifestadas por Hawks a propósito incluso de Bringing Up Baby— y la progresiva deshumanización procedente del dibujo animado o cartoon, y McCarey estuvo siempre más cerca de las personas que de los objetos, de las relaciones entre los personajes que de las trayectorias y los mecanismos, de Chaplin y Keaton que de Tashlin, Edwards, Jerry Lewis y Tati.
Pero esta muestra, aunque sea una pieza casi única y solitaria en la obra de McCarey, al menos con ese grado de pureza y perfección, es de un valor histórico tan incalculable como su capacidad perenne para divertir, sin por ello renunciar a investigar a fondo la naturaleza y los rasgos de sus personajes principales. Criaturas divertidas pero auténticas, de las que no hablaré, porque ya se revelan con elocuencia ellas mismas ante la cámara atenta y antiintervencionista de McCarey, y no requieren de glosas ni explicaciones adicionales. Todo lo que yo podría añadir sería pura literatura, en el mal sentido de la expresión, que es algo totalmente ajeno al cine de McCarey —incluso cuando parte de malas novelas o se le atribuyen mensajes más o menos deplorables o píos—, o caería en los campos respectivos del psicologismo y el sociologismo, que son terrenos que McCarey nunca se permitió pisar.
(1) En Pursuits of Happiness (The Hollywood Comedy of Remarriage), Harvard Film Studies, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts (EE.UU.) y Londres (Reino Unido), 1981.
En "Nickel Odeon" nº6, Primavera 1997
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