lunes, 20 de noviembre de 2023

The Tamarind Seed (Blake Edwards, 1974)

LA SEMILLA DEL TAMARINDO

A pesar de estar protagonizada por una de las parejas menos atractivas que puedo imaginar — Julie Andrews y Omar Sharif—, de pecar levemente de “lelouchismo” —los inquietantes flashbacks virados en rojo o azul del comienzo, cierta tendencia al flou esteticista— y de respetar excesivamente algunas convenciones del género “espionaje”, The Tamarind Seed (1974) es una película mucho más seria y personal de lo que a primera vista parece; es más, su interés se acrecienta —ya conocidos sus defectos— a la segunda visión.

Por lo pronto, nos recuerda que Blake Edwards —pese a no encontrarse en su mejor forma, y a la desorientación creativa que acusa su obra más reciente— sigue siendo uno de los más sutiles y originales directores de actores surgidos en el cine americano desde 1955: prueba de ello es que ha conseguido hacer soportable y hasta creíble a Sharif —reduciendo el brillo lacrimoso de sus ojos—, y ha obtenido la mejor interpretación —junto a la de Darling Lili, 1969, pero en otro registro— de Julie Andrews, su actual esposa. No es que las virtudes de esta película en el terreno de la dirección de actores sean insólitas, ciertamente, pero no sé de ningún director español —salvo, tal vez, Antonio Drove: véanse ¿Qué se puede hacer con una chica? (1969) y Tocata y fuga de Lolita (1974)— capaz de realizar una escena tan sencilla, segura y espontánea como el paseo nocturno —en un largo travellingen que Julie Andrews y Sharif intercambian confidencias sobre sus vidas respectivas y sobre sus aspiraciones futuras. Escenas semejantes abundan en el film y poseen una frescura comparable a la que desplegaba Frank Capra en sus comedias “menores”, como Here Comes the Groom (¡Aquí viene el novio!, 1951).

La peripecia que en esta ocasión nos narra Edwards, deliberadamente convencional pero bastante ingeniosa, no tiene, en sí, demasiada importancia. Su función es la de un catalizador, o  mejor, la de un revelador de los sentimientos de los personajes, que se definen por su actitud frente a los obstáculos que se interponen a su amor y frente a los peligros —incluso de muerte— que se ciernen sobre Feodor Sverdlov (Sharif). Este “motor ” o “causa” de la acción reveladora tiene, además, tres virtudes no desdeñables —y que acreditan el talento de Edwards como guionista en solitario—: a) resulta más original que la oposición familiar, la discriminación racial, las diferencias de clase social, los desniveles económicos, la maledicencia de la sociedad provinciana o los propios traumas psíquicos de los amantes; b) es también más lógico —y no poco irónico— que Judith Farrow (Julie Andrews) y Sverdlov sean víctimas de “los gajes del oficio”, ya que, de no ser, respectivamente, la secretaria de un importante funcionario británico y un espía ruso, ninguno de los servicios secretos implicados trataría tan insistentemente de torpedear sus relaciones; y, c) tales sospechas y las consiguientes repercusiones hacen de su mera amistad un hecho irreversible, de cuyas irreparables consecuencias no pueden evadirse y del que se verán obligados a rendir cuentas. La vigilancia a que están sometidos les hace plenamente responsables de cada paso que dan, porque puede alterar —o interrumpir— el curso de sus vidas, y a partir de cierto momento no caben las medias tintas ni resulta posible echarse atrás; esto es, de hecho, lo que ocurre en cualquier verdadero enamoramiento, pero Edwards lo hace particularmente evidente y explícito al dramatizarlo mediante una intriga de espionaje, que además pone de relieve —mediante la intromisión de la actividad política subterránea en la privacidad de la vida personal— la imposibilidad o la inutilidad de toda tentativa de evadirse de la realidad, ni a solas —volcándose en el trabajo, entregándose a un ideal, encerrándose en uno mismo o en el pasado, aislándose de lo cotidiano en las Islas Barbados—, ni tampoco con la persona amada: Edwards parece advertir que no existe un paraíso, sino, a lo sumo, un exilio (al final, en Canadá).

Lástima que Edwards, que se ha acordado tanto de Hitchcock —no es casual que veamos parte de Foreign Correspondent (Enviado especial, 1940) en un televisor—, y que tanto nos hace pensar en el autor de Notorius (Encadenados 1946), North by Northwest (Con la muerte en los talones, 1959) o Torn Curtain (Cortina rasgada, 1966), no haya tenido tanta audacia como el maestro en Topaz (1969), y, tras lograr que The Tamarind Seed remonte progresivamente sus limitaciones iniciales, llegue a un fin sublime y aplastantemente lógico y de pronto, cuando uno está a punto de perdonarle sus coqueteos con la estética de moda, cometa el error de continuar la película hasta llegar a un final feliz. Y conste que no se trata de una oposición sistemática, por mi parte, al “happy ending”, al contrario, pienso que el de Breakfast at Tiffany’s (Desayuno con diamantes, 1961), que invertía el de la novela de Truman Capote, respondía a una cuestión de principios para Edwards y era coherente con el resto del film, lo mismo que el incierto y pesimista final de Days of Wine and Roses (Días de vino y rosas, 1962) garantizaba la honestidad de Edwards. Sin embargo, el final de La semilla del tamarindo hace que la última película de Edwards pierda relevancia, y resulta particularmente irritante que, habiendo filmado una escena que sería insuperable como cierre del film, no se haya atrevido a concluirlo en ella. Me refiero, evidentemente, a la admirable y sobrecogedora penúltima secuencia, en la que —cuando aún no hemos salido del asombro que nos ha producido la eliminación de Sverdlov mediante explosiones de nitroglicerina— Judith, sentada en una silla de inválido y aún convaleciente de sus quemaduras, contempla mentalmente cómo las ruinas de su futuro vienen a engrosar las decepciones pasadas que estaba empezando a superar y olvidar cuando Sverdlov voló por los aires. En esta escena vemos a Judith —Julie Andrews, absolutamente conmovedora— desmoronada, hundida, frágil y asustada, condenada a seguir viviendo cuando ya no puede esperar nada de la vida, y sentimos con una intensidad casi física hasta dónde puede llegar la desolación. De haber acabado con esta imagen, The Tamarind Seed hubiera resultado la más lúcida, terrible y conmovedora de las películas de Blake Edwards, superando en dramatismo incluso Wild Rovers (Dos hombres contra el Oeste, 1971) y Días de vino y rosas, a pesar de su apariencia de comedia y de la lujosa envoltura que le proporcionan la fotografía de Frederick A. Young y sus estrellas. Estrellas —Andrews y Sharif— que hubieran sido lo único “taquillero” de The Tamarind Seed si Edwards hubiera cumplido lo que prometía en la entrevista publicada en el número a él dedicado por esta revista (Dirigido por…, núm. 11, pág. 15): “ La conclusión será bastante dramática”. Algo me hace sospechar que Edwards, preocupado por el fracaso comercial de sus últimas películas, cambiase el final durante el rodaje. Y es una lástima.

En "Dirigido por" nº18, Nov-Dic 1974

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