miércoles, 29 de noviembre de 2023

Epopeya intimista

Pocos podían imaginar, cuando se estrenó Espartaco, que el cine clásico americano estaba tocando a su fin. Por eso, quizá, llamaron la atención sus novedades. Abandonada por Anthony Mann, por discrepancias con el protagonista y productor Kirk Douglas, fue reemplazado por un cineasta mucho más joven, Stanley Kubrick, de 32 años y con sólo cuatro largos en su haber.

Además, era un primer desafío a las listas negras, con Éxodo de Otto Preminger, que también osaba acreditar como guionista a Dalton Trumbo, uno de los diez de Hollywood que más padecieron la persecución del senador McCarthy.

Por la personalidad de sus autores –Trumbo adaptaba una novela del sospechoso Howard Fast, uno de los favoritos de John Ford– se supuso que no sería una superproducción más, ni una más de romanos. Se polemizó acerca de su sentido: claramente contrario a la dictadura (en Roma), a la esclavitud (en general), y favorable a la resistencia (por desesperada que sea) y a la lucha por la libertad (aunque sea al precio de la muerte); todo ello ejemplar e irreprochable… aunque hoy, me temo, demasiado idealista e ingenuo como para que no resulte anacrónico.

Seres creíbles

Porque, 40 años después, todo eso es agua pasada. Hoy se ve Espartaco como una de las últimas muestras puras del gran cine clásico americano, con lo que tenía de maestría narrativa, de sentido dramático, a menudo de generosidad y decencia, de afán justiciero y de aliento épico. Pese a ser una película comercial, que debía recaudar más de lo mucho que necesariamente costó hacerla, era también seria, inteligente, responsable, y no sacrificaba las ideas que defendía a la lógica del happy ending ni la reflexión y el análisis moral y político al espectáculo o el efectismo. Aprovechaba su duración para remansarse donde era preciso profundizar en las relaciones de los personajes, que no eran estos símbolos esquemáticos, emblemas de ideas o funciones, sino seres creíbles, comprensibles, interpretados con naturalidad, sutileza, matices y complejidad. Para abreviar, basta Gladiator –que recicla bastante de Espartaco– como muestra de a lo que ha llegado el cine americano y de lo que no es, por fortuna, la película de Kubrick.

Espartaco es una obra rara en la carrera de Kubrick; no era un proyecto suyo e intervino poco en el guion o el reparto. Por primera vez disponía de un gran presupuesto y rodaba en Scope; hay algo en la respiración y fluidez de la película que quizá se deba al descubrimiento de la horizontalidad. Y es mucho menos fría y más emocionante de lo habitual en este director: la de Varinia (admirable Jean Simmons) y Espartaco es una de las últimas grandes historias de amor.

Es posible que, en última instancia, el autor de Espartaco sea más bien Kirk Douglas, ya que es el que promovió y controló la película, con su amigo y socio Edward Lewis como productor, él mismo de productor ejecutivo y con su propia compañía, Bryna, distribuyéndola a través de la Universal, aunque algunos atribuyen el mérito a Trumbo. Desde luego, a partir de lo que la película permite apreciar, es un buen guión, pero Espartaco es grande por su puesta en escena, y ya era muy buena la historia que narraba Fast, y temo que se ha sobrevalorado a Trumbo por su condición de víctima: la mayoría de los guiones en que intervino desde 1935 a 1947 son lamentables, con pocas excepciones; sus mejores trabajos son posteriores a su retorno: Éxodo, Espartaco, El último atardecer de Aldrich, Johnny cogió su fusil (basado en su novela y dirigido por él mismo)…

Pero entonces la máquina todavía funcionaba, y era posible que proyectos complicados salieran adelante y además muy bien. Alex North compuso una de sus mejores partituras, Russell Metty hizo una espléndida fotografía, y todos los actores hoy parecen perfectos en sus papeles. Y (en inglés) suenan maravillosamente: aparte de los admirables diálogos de Varinia y Espartaco, o las discusiones políticas entre Laurence Olivier, Charles Laughton y John Gavin, habría que resaltar la prodigiosa escena en que, tras reivindicar las artes del juglar y el ilusionista, Tony Curtis recita poemas ante la multitud de esclavos fugitivos embelesados, en una de las más auténticas e impresionantes muestras de la accesibilidad de la cultura que he visto, y con la que Kubrick acaba de restituir a los esclavos todo aquello de lo que habían sido privados: la libertad, la dignidad, la amistad, la confianza, el futuro, la esperanza.

En "El Mundo", 01/03/2002

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