En pocos de los grandes pioneros abundan como en Walsh los finales trágicos, las muertes de protagonistas. No es raro, pues, que llegase a ser un maestro de la despedida. Recordemos no sólo su impetuoso adiós al cine, (Una trompeta lejana), sino, sobre todo —tal vez las más hermosas escenas de su dilatada carrera— el del nuevo campeón y el derrotado John L. Sullivan en Gentleman Jim y el de Custer y su esposa —«Pasear a su lado por la vida fue muy agradable, señora»— en Murieron con las botas puestas, escenas sutiles y delicadas, prodigios de ritmo y modulación dignos de Ford o Mizoguchi.
Murieron con las botas puestas representa en toda su espléndida plenitud una época del cine americano en la que la épica era reina y el entusiasmo, la vitalidad y el humor se aliaban, sin esfuerzo aparente, con la lucidez, la amargura y la tragedia. De este cine fue Raoul Walsh uno de los máximos paladines, pues creía en la posibilidad del triunfo moral más allá de la muerte. El Custer de Walsh no es el general George Armstrong Custer de la historia ni el de la leyenda, menos aún el de la rencorosa desmitificación, sino un rostro más del héroe pícaro que encarnó como nadie ese actor menospreciado que fue Errol Flynn. Entre Homero y Jenofonte, Walsh nos invita a asistir a la subida y caída de un caballero del Sur y farsante, de un soldado de la Unión tan indisciplinado como atrevido, de un defensor de los indios, que murió matando sioux por culpa de los especuladores y los corrompidos, que fue noble enemigo y amigo insobornable, y que halló la gloria cinematográfica cabalgando al galope hacia la muerte.
No es raro que un filme tan lleno de vigor y energía, de entusiasmo y espíritu aventurero, de aliento épico y picardía, de sentido narrativo y belleza plástica, se cuente entre los más calumniados de la historia del cine.
En “Casablanca” nº2, feb-1981
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