jueves, 16 de noviembre de 2023

Lancelot du Lac (Robert Bresson, 1974)

“Lancelot du Lac” (1974) constituye la vindicación del estilo de Robert Bresson, de un estilo tan radicalmente diferente a los demás que casi justifica la distinción que establece Bresson entre el cinematógrafo —escritura que se sirve de imágenes y de sonidos y que sólo él practica— y el cine —lo que hacen los otros directores—. Un film de Bresson sólo se parece a otro film de Bresson, sin que por ello se le pueda acusar de repetirse: contrariamente a un Jancsó, por ejemplo, Bresson no ha hecho de su escritura un método que aplica sistemáticamente a cualquier material instrumental (actores, paisajes, decorados) o narrativo, sino que es posible apreciar en su reducida obra un ininterrumpido proceso de perfeccionamiento: cada vez más depurado y coherente, su estilo es lo bastante flexible como para poder adaptarse a los diferentes temas y ambientes que exploran sus películas, a las diferentes épocas y mentalidades que evoca en ellas. “Lancelot du Lac supone la culminación del estilo de Bresson en cuanto que es su último film hasta ahora y el más minuciosamente preparado, meditado e imaginado de todos ellos: la idea de hacer una película inspirada en el ciclo arturiano, en la leyenda de la búsqueda del Graal por los Caballeros de la Tabla Redonda data de hace casi un cuarto de siglo. Viendo “Lancelot du Lac”, se tiene la sensación de hallarse ante el esplendoroso resultado de más de veinte años de convivencia con unos temas y unos personajes, de incontables horas de reflexión, y de diez películas que han constituido para Bresson otras tantas pruebas —como los trabajos que hubo de realizar Hércules, como las que debían superar los aspirantes a caballeros en la Edad Media— que le han permitido sentirse capaz de llevar a la pantalla la trágica y compleja historia del fin de un mundo (el de los caballeros andantes, el del amor galante y absoluto, el del honor y la armonía entre los hombres empeñados en llevar a cabo una misión imposible) con la máxima sencillez, con la más radical ausencia de efectismos retóricos, sin el fácil recurso al espectáculo de la violencia, evitando el peligro de dispersión que se cernía sobre un film que intentase abordar la caótica y oscura leyenda arturiana.

Lo que hace de “Lancelot du Lac” un film extraño, inexplicable e insólito es, precisamente, su sencillez. Tal vez sea Bresson el más elemental y el menos sutil de los directores. Nos presenta sus películas “en bruto”, sin reelaborar de acuerdo con un conjunto de convenciones y usos vigentes que facilitarían nuestro contacto y nuestra comprensión del film; en ese sentido, las películas de Bresson carecen de “arte”, entendiendo por arte “el pacto que liga al autor con la sociedad” (Roland Barthes, en “El grado cero de la escritura”). No van hacia el espectador ofreciéndole un espectáculo y las claves de su significado, sino que exigen de él un grado de interés, de curiosidad, de atención y de participación activa que el grueso del cine no sólo no reclama, sino que incluso impide. Bresson no muestra las cosas ya digeridas y explicitadas, no alude a las emociones consabidas, no presenta una interpretación psicológica de los actos de los personajes, sino que dispone ordenadamente ante la mirada inteligente del espectador una serie de datos, indicios, pistas o huellas a partir de los cuales éste puede reconstruir libremente —aportando sus ideas, sus experiencias, sus sentimientos— el sentido continuo del drama. En realidad, como todos sabemos, una línea no es sino una sucesión de puntos, la figura de un cuadro no es sino una serie de manchas de pintura dispuestas según una determinada estructura, la música no es sino una exposición sencilla de relaciones acústicas, de acordes sonoros que se suceden en el tiempo y que se desplazan en el espacio. En el cine de Bresson, cercano tanto a la pintura como a la música, el placer está en el proceso del entendimiento, en la actividad intelectiva que se desarrolla al relacionar entre sí las diferentes imágenes desnudas —no revestidas de significado— y los sonidos seleccionados que Bresson ha compuesto. Cómo dice Gerd Zacher, refiriéndose al trabajo de Bach en el Arte de la Fuga, “él compuso solamente la estructura desnuda. El proceso de componer tiene como fin la comparación, sólo de la cual surge un resultado imprevisible”. Comparar es cotejar, mirar una cosa poniéndola al lado de otra, relacionar, y este es el trabajo que el que contempla un film compuesto por Bresson debe llevar a cabo. Podría decirse que un film de Bresson tiene la muda y críptica desnudez de una partitura; para escuchar y sentir la música que lleva implícita, de la que es huella y signo a la vez que vehículo y programa, será preciso que la interpretemos, que la ejecutemos. En realidad, un film de Bresson no existe sin un espectador que lo complete. No basta con verlo y oírlo pasivamente, hay que escrutar cada una de sus imágenes y escuchar cada uno de sus sonidos, porque tales materiales —los de cualquier película, aunque en distintas proporciones y con diferentes intensidades— no son meros fenómenos físicos que remiten a un pensamiento, a una psicología, a una emoción, sino la materia misma —fragmentaria, seleccionada rigurosamente, desnuda— de la película. Contrariamente a lo que su reputación podría hacer pensar, no hay cine menos “espiritualista” ni más “materialista” que el cinematógrafo de Bresson: “Lancelot du Lac” es el ruido que hacen las piezas metálicas de una armadura al chocar entre sí, el sordo y seco fragor de un combate, la punta afilada de una lanza, el monótono trote de unos caballos cansados por el peso de sus férreos jinetes, la sangre que fluye abundantemente de una herida, el zumbido de una flecha que vuela hacia su blanco, el rostro claro y serio de Laura Duke Condominas (la reina Gueniévre), un escudo que se dobla al ser embestido por una lanza, un relincho o un ojo sanguinolento y asustado de caballo, el color de la divisa de un caballero, o la celada que oculta su rostro. La función de esas imágenes —o de los sonidos que, al hacerlas innecesarias, las reemplazan— no es referencial: su misión no es la de sugerir emociones, ni sentimientos, ni ideas, ni conceptos, que damos por supuestos y que integran un repertorio por todos conocido, sino, precisamente, la de impedir que nos limitemos a reconocer por la “parte” el “todo” sobreentendido. Ante un film de Bresson el espectador se siente desarmado, desafiado por un enigma que se le escapa y que le obliga —si tiene alguna curiosidad— a salir de su indiferencia y a realizar una labor, un trabajo de lectura al que no está acostumbrado.

Naturalmente, un rechazo de la retórica tan radical y extremado como el de Bresson corre el peligro de erigirse en una nueva retórica, en una retórica distinta, si se quiere en una antirretórica que sería forzosamente partícipe de la naturaleza de lo que combate. Este peligro acecha incesantemente los films de Bresson situados en nuestro tiempo, en los que el realismo esencializado de las imágenes choca con la estilización “antinatural” de las voces de los intérpretes, con la lentitud ritual de sus ademanes y movimientos. Este choque, siempre provocador, produce en ocasiones un distanciamiento enojoso y perturbador, que interrumpe y dificulta el proceso de intelección de la película. Sin embargo, en “Lancelot du Lac” —más aún que en “Procès de Jeanne d’Arc” (1962)— la atonalidad, la monotonía, la falta de inflexiones con que recitan sus diálogos —casi monólogos intercambiados— los intérpretes no es nunca un defecto, no llama la atención, no parece una figura de estilo, sino que resulta perfectamente funcional y coherente con los demás elementos de la película, ya que parece lógico, desde cualquier punto de vista, que unos personajes legendarios (Lancelot, Gueniévre, el rey Artus, Gauvain, Mordred, Lionel) y medievales nos resulten irremisiblemente ajenos y remotos. Por primera vez, además, el tema y el ambiente de “Lancelot du Lac” daban ocasión a la inclusión de escenas espectaculares y violentas —luchas, torneos, ejecuciones—, hasta ahora simplemente ausentes de las películas de Bresson, motivo por el cual su rechazo de las posibilidades espectaculares de la imagen en movimiento nos permite concentrar nuestra atención no en el rito novelesco del combate ni en la trepidante emoción del peligro, sino en las verdaderas causas y consecuencias del choque entre dos jinetes armados, en las insuficiencias protectoras de una coraza, un casco o una cota de mallas —siempre existe un resquicio por el que penetran las lanzas, las flechas, las espadas, y por el que brota la sangre y se escapa la vida—, es decir, nos permite ver algo nuevo, nos permite descubrir algo que hasta ahora se nos había ocultado. Estos factores y otros muchos que creo ocioso enumerar, todos ellos producto de la intransigencia y de la integridad de Bresson, hacen de “Lancelot du Lac” —como de “Pickpocket”, “Au hasard Balthazar” o “Quatre Nuits d'un rêveur”, pero aún más— una experiencia nueva e insólita, que no podemos reducir a la agradable sensación de reconocer lo real —ese “así es” o “es verdad” que, por algún motivo, tanto nos satisface y tranquiliza— ni a la ilusión de comprender que suscita la representación de unos actos o unos gestos que forman parte de un código conocido —en el fondo, un repertorio de convenciones que también reconocemos—, sino que nos enfrenta directamente con lo desconocido y con la necesidad del conocimiento.

En unos años como los que llevan transcurridos de la década de los 70, el cinematógrafo de Bresson tiene una saludable función purificadora, pues tiene la virtud de denunciar —con su desnudez y su coherencia, con su negativa a recurrir a fáciles efectismos sensacionalistas— la falsedad y la insignificancia del grueso del cine actual, y de elevar un nivel de exigencia que la poca calidad de casi todas las películas que vemos nos lleva insensible e inconscientemente a rebajar cada vez más. Frente a un cine cada vez más desorientado y confundido, el cinematógrafo de Bresson nos propone un criterio.

En "Dirigido por" nº 24, jun-1975

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