Aparte de cinco de los siete cortos y mediometrajes que ha hecho —y de los que prescindiré no por su brevedad, sino por falta de espacio y porque son sintomáticos pero irrelevantes—, la filmografía del “joven Scorsese” —es decir, el anterior a su consagración mundial, a los 38 años, con Raging Bull (Toro salvaje, 1980)— comprende siete largometrajes de los veintiuno que lleva realizados. Son dieciséis años de carrera frente a veintitrés.
Es tremendo, pero el hace poco prometedor director ronda ya los 60 años, los que tenía Hitchcock cuando hizo Con la muerte en los talones; a la edad que Scorsese tiene ahora, Ford había hecho El hombre tranquilo, Walsh Pursued y Visconti El Gatopardo, y no cito a estos cuatro sin intención; sin que apenas nos demos cuenta, lleva casi cuarenta años haciendo cine.
Es curioso, pero en ese primer periodo está, aparte, claro, de la primera que llamó la atención sobre él, Malas calles, la que quizá siga siendo su película más famosa y discutida, Taxi Driver… pese a Toro salvaje, Uno de los nuestros, la insólita La edad de la inocencia o Casino, que también tienen sus partidarios acérrimos.
No deja de sorprenderme que ninguna de las películas más celebradas de Scorsese se cuente entre las que yo prefiero: encuentro mucho mejor que Malas calles (y más intensa y brutal que ninguna otra) la inmediata anterior, Boxcar Bertha, producto de la “factoría Corman” poco conocido y nada valorado, pero que considero al mismo tiempo su película más violenta y la más seca y concisa; de esa primera etapa (en concreto, de su final) proceden las dos películas suyas que yo más aprecio, El último vals y New York, New York, las más musicales de un director ciertamente influido e interesado por varios tipos de música, si no todos.
Y de la segunda etapa casi me quedaría con las comedias agobiantes y terribles, o más bien, pesadillas en clave de comedia, es decir, El rey de la comedia y After Hours (no seré yo quien repita su soez título hispano), ambas de la primera mitad de los 80, y quizá luego la aún reciente Al límite.
Estas predilecciones un poco a contrapelo me indican que, pese a ser uno de los directores americanos post-clásicos que más estimo, algo en él no acaba de convencerme. Probablemente, encuentro su obra todavía inmadura y desequilibrada, con una preocupante tendencia al exceso cuya “ejemplaridad” encuentro dudosa, cuando es uno de los cineastas actuales que cuentan con más admiradores y discípulos entre sus colegas, mucho me temo que atraídos, sobre todo, precisamente por lo que menos me agrada de él, por lo que me inspira desconfianza y reservas: la combinación de cinefilia vocinglera y un tanto arbitraria, de recursos estilísticos heterogéneos y muy llamativos, y una tendencia desmedida a abusar del movimiento no siempre justificable de la cámara y de los golpes de efecto, tanto dramáticos como de montaje, enfermedades juveniles del cineasta de las que podría haberse purgado con sus primeros cortos, pero que parecen vivas todavía a finales de los años noventa.
Puedo comprender que Scorsese se sienta atraído por tipos de cine muy distintos, aunque a primera vista parezcan incompatibles: qué aficionado no dogmático se ha librado de una esquizofrenia semejante. Lo que ocurre es que una cosa es ver películas y otra muy diferente realizarlas, incluso para los que se empeñan en hacer las que querrían ver.
Y cuando esa nostalgia se debe no a que nadie las hace así ni se interesa por esas cuestiones, sino a que ya casi nadie (salvo Clint Eastwood) es capaz de hacerlas como antes, encuentro que el cineasta en cuestión corre un grave peligro del que, al menos, le conviene ser consciente: puede ser su destino el de la mujer de Lot, convertida en estatua de sal por mirar hacia atrás.
Dado que los tiempos han cambiado, y con ellos el cine y los espectadores, parece más oportuno buscar nuevas formas de comunicación que tratar de que el antiguo “abracadabra” vuelva a funcionar, simplemente por repetirlo insistentemente y de forma más ostensible y llamativa, gritando la fórmula mágica, antaño susurrada, al máximo volumen: no es así como funcionaba, y no es previsible que el exceso sirva para recuperar el contacto perdido; si acaso, permitirá sacudir y desvelar momentáneamente a los adormecidos, aunque arriesgándose, por falta de sentido de la medida, a agobiarlos y fatigarlos al poco rato e incitarles a “desconectar” de nuevo.
Es también una lástima que a Scorsese se le noten tanto las referencias incongruentes —Pickpocket de Bresson en Taxi Driver, Jules et Jim de Truffaut en The Age Of Innocence, Le Mépris de Godard en Casino— y que sean tan deliberadas; ya que carece de elegancia para emular a Visconti y de complejidad para aproximarse a Powell & Pressbuger, no me explico que se arriesgue a parecer unas veces James Ivory y otras John Boorman, en lugar de centrarse más en la eficaz y explosiva vulgaridad de Robert Aldrich y Frank Tashlin: la combinación de Kiss Me Deadly y Artists and Models (ambas de 1955) sería un buen objetivo ideal para Martin Scorsese.
En "El Cultural", 12/06/2002
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