jueves, 16 de noviembre de 2023

Pilgrimage (John Ford, 1933)

PEREGRINOS

Cuando se empiezan a conocer las primeras películas sonoras de Ford, en las que se encuentran entremezcladas algunas menores, puramente artesanales, muy bien ejecutadas pero no particularmente interesantes, con otras de las mejores, lo que más abunda son las sorpresas de todo tipo, pues es uno de los periodos de mayor hiperactividad de su carrera, y todavía uno de los menos o peor conocidos. Una de las mayores sorpresas la proporciona Pilgrimage, totalmente opuesta a lo que harían esperar ciertas visiones un tanto simplistas y tópicas de su obra que han circulado durante mucho tiempo y que la pereza permite aún que subsistan, siquiera marginal y minoritariamente, y ya no como ideas dominantes, pero que pueden disuadir de explorar esa etapa o falsear la naturaleza y el alcance de muchas de esas películas, en general carentes de prestigio y de renombre casi todas las anteriores a 1935 e incluso varias posteriores.


Una de esas ideas recibidas, enlazada a la falacia de que el que el cine de Ford carece de figuras femeninas de relieve, es que para Ford las madres son sagradas. Naturalmente, se nos vienen a la memoria de «inmediato –sin remontarnos a las de Mother Machree (1927/8) o Four Sons (1928)–, la Jane Darwell de The Grapes of Wrath (1940), la Sara Allgood de How Green Was My Valley (1941) o la mucho más tardía Flora Robson de Young Cassidy (1965). Pero se nos olvidarían –de conocerlas– otras madres que más bien parecen hitchcockianas, posesivas, represivas, manipuladoras, chantajistas y dominantes hasta resultar odiosas, como la sumamente antipática Mary Forbes de The Brat (1931) o la verdaderamente terrible Henrietta Grosman de Pilgrimage (1933), que es como podríamos imaginar a la Sra. Bates, la madre de Norman (Anthony Perkins) en Psycho (Psicosis, 1960).

Es esta una de las madres más terribles que recuerdo haber visto en una película. Desde el primer plano de ella que vemos, en el que mira a su hijo con ojos de loca, de posesa, nos alarma. Poco después, concluida su jornada laboral como agricultor, y mientras la madre se dispone a hacer la cena, advertimos que Jim escapa, un tanto furtivamente, y que su madre lo nota, furiosa, para acercarse a ver a su vecina novia Mary. Pronto sabremos que Hannah Jessop padece alguna suerte de delirio de grandeza aristocrática –parece que sin fundamento– por el que desprecia, desdeña y veta las relaciones de su hijo con una joven que puede que sea algo más pobre pero en modo alguno parece una pecadora, como la  posesiva y celosa madre insinúa con citas bíblicas. Ni no creyente ni descocada o ligera, la pobre. Furiosa porque su hijo no cede en su propósito y no renuncia a Mary, además de decir que lo prefiere muerto que casado con ella, lo hace reclutar para ir a luchar, ya hacia el final de la I Guerra Mundial, y en Francia muere. Mientras, Mary ha tenido un niño al que Hannah se ha negado a ver.

Terminada la guerra, Hannah van con otras madres de caídos a Francia, con la idea de ser homenajeadas como madres sacrificadas, visitar los cementerios y de paso hacer turismo; pero sigue tan enfadada con su desobediente y desagradecido muchacho que no se siente a gusto entre madres tan elogiosas de sus vástagos, a los que tiene idealizados, y se va a pasear por la ciudad, donde se topa, en un puente del Sena, con un joven americano borracho y desesperado, de aire vagamente suicida, con el que habla y al que, con sus habituales modales autoritarios, interroga y lleva a su hotel, le da de desayunar y se entera de que está así porque su madre se niega a dejarle casarse con una chica francesa a la que quiere, y llega ese día para hacerle volver a Estados Unidos. La madre del joven se revela otra orgullosa mandona de armas tomar, pero Hannah logra finalmente hacerle ver que está cometiendo el mismo error que a ella le hizo perder a su hijo, y todo se arregla. A su regreso a Arkansas, Hanna pide perdón a su nuera y a su nieto.

Contada así, esquemáticamente, adquiere un aire de parábola un tanto esquemática y con happy ending, pero no parece nada de eso mientras se contempla la película. Gracias no solo a una historia original y bastante audaz –seguro que asociaciones de madres de soldados se sintieron aludidas y ofendidas–, y a un guion sobrio, elíptico y muy bien construido, sino, sobre todo, a una excelente dirección de actores, no solo la impresionante Henrietta Grosman, sino de todos y cada uno de los que salen en la película, aunque sea un instante. Es una de las marcas distintivas de Ford, y lo era ya en 1933.

En “El universo de John Ford”, editorial Notorious (2017)

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