lunes, 13 de noviembre de 2023

The Longest Yard (Robert Aldrich, 1974)

ROMPEHUESOS

El penúltimo film de Robert Aldrich, “The Longest Yard” (1974), conocido también como “The Mean Machine” (en Inglaterra), y rebautizado aquí “Rompehuesos”, podría servir como muestra de la relatividad de la labor crítica. En efecto, nada más fácil que proceder tranquilamente a la demolición de esta película, mediante la simple acumulación de una serie de adjetivos que, además, se le pueden aplicar con toda justicia: tosca, brutal, esquemática, hiperexplícita, ambigua (en el sentido de la palabra que no presupone riqueza y complejidad, sino duplicidad y confusión), maniqueísta, explotadora de la violencia, derrotista…

Sin embargo, aunque todo esto es verdad, no es toda la verdad, porque la película de Aldrich es algo más compleja de lo que presupondría esa enumeración de calificativos, a los que, por lo demás, se podrían añadir otros tantos, a menudo contradictorios de los primeros, pero igualmente justos y, curiosamente, coexistentes, y más compatibles de lo que parecería lógico. Esta paradójica combinación de elementos, posturas y métodos es, precisamente, lo que hace de “Rompehuesos” una película ciertamente discutible, pero también bastante interesante y personal, muy representativa de los vicios (puesto que no son simples “fallos”, “defectos” o “errores” de un director inexperto y sin poder de control sobre la producción, sino opciones deliberadas, conscientes y no poco astutas de un hombre que lleva 22 años haciendo cine) y las virtudes de Robert Aldrich, cineasta excesivamente apreciado en los años 50, tanto por Cahiers du Cinéma como por Positif, y hoy olvidado —pese a su incesante actividad— o infravalorado, precisamente cuando la decadencia del cine americano ha hecho que su nivel relativo ascienda sensiblemente: en sus fechas respectivas, muchas películas americanas superaban “Vera Cruz” o “Apache” (1954) en todos los sentidos, mientras que pocas son sensiblemente mejores que “The Grissom Gang” (1971), “Ulzana’s Raid” (1972), “Emperor of the North Pole” (1973) o, incluso, “The Longest Yard”.

Rompehuesos” es, como casi todas las películas de Aldrich, un combate, un enfrentamiento. No es, propiamente, una narración, sino más bien el espectáculo del enfrentamiento, lo que le interesa de verdad a Aldrich, que sólo recurre al relato —muy primario— para presentarnos a los contendientes o antagonistas e involucrarnos emocionalmente en el choque. Este enfrentamiento suele tener un carácter ritual, y por eso el duelo suele constituir la culminación dramática de las películas de Aldrich. Esta confrontación, excepto en los films de guerra y en el que nos ocupa, suele ser individual, lo que se llama un “combate singular” (y es muy raro que Aldrich no haya hecho todavía un film sobre el boxeo, habiendo sido ayudante de Robert Rossen en “Body and Soul”, y habiéndose ocupado del baseball y de esa variante corrompida y brutal del rugby que es el football americano). Tanto “The Last Sunset” (1961) como “Emperor of the North Pole” son ejemplos típicos, resultando especialmente significativa la comparación entre esta última película y la siguiente, “The Longest Yard”, puesto que la posición social de los antagonistas es muy semejante y su estructura dramática es prácticamente la misma. Basta con sustituir al vagabundo interpretado por Lee Marvin por el preso que encarna Burt Reynolds y al revisor de tren Ernest Borgnine por el alcaide de la Citrus State Prison, Eddie Albert, para constatar cuanto se parecen ambas películas, y cuanto más ilustrativas de la actitud de Aldrich resultan sus diferencias. El terreno de juego no es ya un tren en movimiento, sino el estadio de una prisión; no es una lucha a muerte, sin cuartel, y con libertad absoluta de armas y métodos, sino un juego deportivo con unas reglas —bastante tolerantes para con la violencia, pero reglas al fin—, un árbitro, un público multitudinario que ha pagado por ver un partido de football americano, y un cinturón de guardianes armados que impedirían, además de la fuga, el que la lucha llegase a sus últimas consecuencias. Además, y esta diferencia es fundamental, la pugna entre los antagonistas individuales (Reynolds y Albert) no tiene lugar en el terreno físico, sino que se presenta como un conflicto de voluntades entre el rebelde, fuera de la ley, perdedor, dominado, y el representante de la autoridad, la legalidad, la represión y el poder, que tiene además la sartén por el mango; el enfrentamiento físico, en cambio, adquiere un carácter colectivo y generalizado de evidentes resonancias sociales; el partido de football americano entre un equipo formado por presidiarios (blancos y negros, incluso un indio) y otro compuesto por guardianes de la prisión (carceleros y policías exclusivamente de raza blanca, hecho que no puede ser casual, dada la abundancia de policías de color) sugiere que el verdadero tema de la película no es el football americano (aunque sea un útil reclamo, ya que es el segundo deporte más popular de Estados Unidos y puede considerarse, pertinentemente, como una versión más laxa y violenta del rugby inglés), sino el enfrentamiento controlado —algo así como la “guerra limitada"—entre los oprimidos de América y sus opresores. Naturalmente, aunque la postura de Aldrich es favorable a los primeros, la conclusión no puede ser más pesimista, ya que la pírrica victoria moral (por un punto) del equipo prisionero no mejora en lo más mínimo su situación (si acaso, empeora la de su reticente cabecilla, Reynolds). Aldrich parece advertir que la victoria es posible en el terreno individual (Marvin mata —aunque en la versión española no llegue a tanto, gracias a una voz añadida que resucita a Borgnine— a su opresor y queda en libertad al final de ”El emperador del norte“), pero no en el colectivo, ya que lo que en ”Rompehuesos“ está en juego —es decir, lo que el poder finge arriesgar, aunque se cubra las espaldas con sobornos y chantajes, con provocaciones, castigos y agentes infiltrados— no es la libertad, sino una simple victoria deportiva, que no alterará en nada la situación. Es también relevante el que ninguno de los presos intente siquiera escapar (pese a que Albert, al prevenir esa tentativa, nos hace esperarlo), y que el partido sea para ellos, más que nada, un desahogo inútil.

Este final, más bien descorazonador, tiene un efecto frustrante para el público, ya que Aldrich, con mucho maniqueísmo, se ha ocupado de identificar al espectador con los presidiarios: no sólo Reynolds es la estrella de la película (y se le sigue casi constantemente), sino que, además, sus compañeros de cárcel nos son presentados como víctimas (más o menos inocentes) de unos guardianes sádicos e incomprensibles psíquicamente sin recurrir a la patología, y sus crímenes —que podrían distanciar de ellos al respetable— son omitidos, vagamente sugeridos, o, como el del protagonista, bastante veniales. Este procedimiento, tan clásico como discutible, tiene la virtud de exponer claramente la actitud de Aldrich, al igual que el paralelismo entre el football americano y los Estados Unidos como país, muy explícito, desde el principio del film, mediante una frase rimbombante de Eddie Albert que su secretario graba en cinta magnética, tiene la ventaja de poner en evidencia el sentido de la película. También resulta interesante señalar que toda la primera parte (cerca de hora y media) juega con las expectativas de violencia del público —estimulando un ansia revanchista que acoge con indudables muestras de regodeo—, para luego frustrarlas, ya que el partido resulta mucho menos brutal de lo esperado y que los presos salen peor parados que los carceleros. Naturalmente, la "frustración” viene al final, mientras que los “estímulos” tienen lugar durante toda la película, por lo cual cabría decir que Aldrich explota la violencia, aunque luego la critique; es decir que, como de costumbre, el grueso Bob está jugando con dos barajas.

En "Dirigido por" nº 26, sep-1975

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