Cuando pienso en la carrera de un actor, cineasta y productor (y ocasional compositor) llamado Clint Eastwood, no puedo evitar acordarme de la irónica y magnífica canción de Georges Brassens, La Mauvaise Réputation. Pocos han sido víctimas de su mala fama hasta tal punto, y menos todavía han tenido suficiente confianza en sí mismos para no rendirse a ella. Hay que reconocer, claro, que los antecedentes de Clint no eran precisamente de los que consagran o predisponen a favor entre los “intelectuales” americanos, ni siquiera entre los europeos. Un actor de televisión, que ni siquiera había logrado hacerse famoso, que recala ya con cierta edad en Europa y, entre Italia y Almería, interpreta con inverosímil hieratismo varios spaghetti-westerns (género bastardo y corrupto donde los haya), y que corona definitivamente la cima del estrellato con un personaje de policía de gatillo fácil y tan políticamente incorrecto como el llamado, nada menos, Harry el Sucio, todo le señalaba —hacia 1971, para colmo— como el “blanco” favorito, casi ideal, de la crítica “de izquierdas” más esquemática, esa para la cual toda película sobre la policía era propaganda enemiga, porque era incapaz de enterarse de lo que verdaderamente decía o mostraba.
Justo en 1971 a ese actorcillo de gran estatura —del que lo mejor que se decía es que era “inexpresivo”; reproche del que, por lo demás, se han librado pocos de los grandes actores verdaderamente cinematográficos, no teatrales— le entró el capricho (bastante frecuente entre los que, ganando mucho y cobrando un porcentaje sobre la recaudación de películas muy taquilleras, se convierten, casi sin querer, en productores) de dirigir, pretensión por la que en general fue objeto de burlas y desdén, sin fijarse en que Play Misty for Me (Escalofrío en la noche) era una impresionante “opera prima”, en cuya fuente bebería en años sucesivos (por supuesto, sin reconocerlo jamás) una buena porción del cine americano. La segunda, High Plains Drifter (Infierno de cobardes), y la quinta, The Outlaw Josey Wales (El fuera de la ley), fueron despachadas como imitaciones de Sergio Leone, director entretanto rehabilitado y hasta convertido en “autor de culto” en América. La tercera, que fue la primera en la que no intervino como actor (el protagonista era William Holden), Breezy (1973), un noble melodrama sentimental, sigue siendo ignorada (por eso luego pudo sorprender en él Los puentes de Madison, sobre todo porque casi nadie parece haber visto su magnífico telefilm de 1985 Vanessa in the Garden, producido, como la película que se apresta a rodar, por Spielberg).
Pero Clint era un tipo —bastaba verle actuar en las películas, propias o ajenas— tranquila y silenciosamente persistente, y seguía haciendo más o menos una película al año como director, casi siempre, qué remedio, actuando como protagonista, y casi sistemáticamente alternando —la supervivencia de su compañía, Malpaso, lo exigía— películas muy personales con otras más comerciales, más de acción, más tributarias de la estética de la época, a veces no demasiado distintas de las que realizaban para él otros directores.
En 1982 seguían sin tomárselo en serio, razón por la que muchos aún no han visto la que quizá aún prefiero de toda su filmografía, Honkytonk Man (El aventurero de medianoche), la primera que testimonia su afición musical, y un prodigio de intimismo, emoción contenida y sensibilidad; sólo el escaso interés suscitado por el muy original western Pale Rider (El jinete pálido, 1985) explica que tantos se sorprendieran ante Unforgiven (Sin perdón, 1992). Aunque muy discutida en su momento, y poco comercial sin duda, su decimoquinta película (contando el ya citado telefilm y alguna no firmada por él pero patentemente suya, y al parecer efectivamente terminada o rehecha por Eastwood), Bird (1988) fue la primera que la gente empezó a tomarse en serio; parece difícil no hacerlo con un proyecto tan arriesgado como la biografía musical del saxofonista Charlie Parker, en tres horas, con una estructura muy audaz, con la fotografía más oscura del cine americano, con un final ineludiblemente infeliz, con un tema tan minoritario como el jazz y un reparto casi totalmente negro, y sin el salvavidas taquillero de la presencia del propio Clint en la pantalla. Con Sin perdón llega la unanimidad; de repente, la gran mayoría “descubre” a Eastwood como director, y de golpe reconoce su valía interpretativa. Llueven los óscares, resuena la taquilla y Clint pasa a ser “la gran esperanza blanca” del cine americano. Un poco tarde, y exagerando; se trata de la más sobrevalorada de sus grandes películas, e incluso se le atribuye en vano (y hasta retrospectivamente, cuando consta que no es cierto) la “resurrección” de un género, el western, que sigue bien difunto. Como todas las rehabilitaciones tardías y apresuradas, la de Eastwood fue superficial y olvidadiza. Ya al año siguiente —con Eastwood de actor sólo secundario, y el poco apreciado Kevin Costner de protagonista— la muy superior y altamente conmovedora Un mundo perfecto es patéticamente incomprendida, como lo es (pese a su éxito) Los puentes de Madison, sin duda una de las obras máximas de la década, y lo son sucesivamente las posteriores, ya excelentes todas, sin los altibajos del decenio precedente. Sólo Mystic River y Million Dollar Baby han sido suficientemente valoradas, con notoria injusticia para con varias otras, en especial Space Cowboys y Deuda de sangre, menos sensacionales pero quizá más hondas y más serenas y relajadas.
En cualquier caso, y en los peores años del cine americano, muertos John Cassavetes y Sam Peckinpah, inactivos Paul Newman, Michael Cimino, Jerry Lewis y Francis Ford Coppola, Eastwood aparece hoy como el único director activo en Hollywood cuya siguiente obra se puede esperar con confianza e impaciencia. Sin esforzarse laboriosamente ni imitar a sus precursores, ha conseguido convertirse en un moderno clásico, el único que le queda al cine de su país. Tal vez no tenga la profundidad y la complejidad de un Anthony Mann, un Nicholas Ray, un John Ford o un Howard Hawks, es posible que cuanto haga ya lo hubiesen hecho —antes y mejor aún— los maestros de antaño, pero Clint Eastwood es hoy el único que no nos hace añorarlos, y al mismo tiempo ha conseguido, con la edad, que casi todo el mundo le acepte, por fin, como un gran actor.
En "El Cultural", 6/10/2005
No hay comentarios:
Publicar un comentario