“Extraños en un tren” cumple cincuenta años
Eran, realmente, otros tiempos. Si se piensa que este año 2001 cumplen medio siglo películas como El río (Renoir), Le plaisir (Max Ophüls), Cantando bajo la lluvia (Kelly & Donen), Candilejas (Chaplin), Meshi (Naruse), Musashino fujin (Mizoguchi), Oyu-sama (Mizoguchi), El mayor espectáculo del mundo (DeMille), La mujer pirata (Tourneur), People Will Talk (Mankiewicz), David and Bathsheba (King), Cielo negro (Mur Oti), La Poison (Guitry), Hakuchi (Kurosawa), Horizontes lejanos (A. Mann), Journal d'un curé de campagne (Bresson), Extraños en un tren (Hitchcock), Los cuentos de Hoffmann (Powell & Pressburger), Bakushu (Ozu), I’d climb the highest mountain (King), Japanese War Bride (K. Vidor), El desterrado de las islas (Reed), Due soldi di speranza (Castellani), Alicia en el país de las maravillas (Geronimi, Luske & Jackson), Tambores lejanos (R. Walsh), La Reina de África (Huston), Roma Ore 11 (De Santis), Ivanhoe (Thorpe), Lucha a muerte (Toth), Esa pareja feliz (Bardem & Berlanga), Más allá del Missouri (Wellman), The Tall Target (A. Mann), Subida al cielo (Buñuel), Casco de acero (Fuller), Umberto D. (De Sica), Caravana de mujeres (Wellman), Der Verlorene (Peter Lorre), The Red Badge of Courage (Huston), Fixed Bayonets (Fuller); El gran carnaval (Wilder), Surcos (Nieves-Conde), Cartas envenenadas (Preminger) —y me atengo a las que yo prefiero de las hechas en 1951; algunas más se estrenaron al año siguiente, lo mismo que en 1951 se distribuyeron también algunas más, terminadas en 1950—; da lo mismo que sus gustos vayan en otra dirección que los míos: encontrar otras tantas que se ajusten a sus criterios de excelencia. Lo más curioso es que las películas que entonces tenían medio siglo a sus espaldas eran casi prehistóricas —en 1901 no había rodado Porter Asalto y robo a un tren, ni Méliès su Viaje a la luna—, mientras que las que este año alcanzan esa edad están todavía completamente vigentes, por mucho que haya en ellas —y no en todas— algún aspecto “anticuado”, por otra parte testimonio de los gustos y las creencias vigentes en la época.
Un buen ejemplo de este tipo de vigor es Extraños en un tren, que acabo de ver por decimoquinta vez, en los 36 años transcurridos desde su muy tardío estreno en España: una de las cosas que sucedían por entonces, como ahora, pero por causas distintas, es que apenas llegaban con un mínimo de puntualidad tres quintas partes de lo mejor que se hacía. Cuando nadie conocía a la hoy célebre Patricia Highsmith, Alfred Hitchcock descubrió en su primera novela a uno de los mejores “villanos” de toda su carrera, el prototipo quizá —en más psicópata— de su Ripley: parece claro que era la idea inicial del encuentro casual (del hambre y las ganas de comer, o de la oferta y la demanda, según se quiera ver) y el personaje de Bruno Anthony lo que fascinó a quien ya era conocido como “el mago del suspense”, ya que de la laboriosa adaptación —en la que intervino, insatisfactoriamente, el mismísimo Raymond Chandler— el resto salió muy modificado y, diría yo, “hitchcockizado”. Se le criticó a Hitchcock, en un momento dado, haber “omitido” los rasgos posiblemente homosexuales de Bruno; de haberlos subrayado —ahí están, bien evidentes para quien quiera verlos— se le hubiera acusado de psicologismo barato, y últimamente, sospecho, de homofobia.
Ceo que una de las virtudes de la película es precisamente la ambigüedad absoluta del personaje, tan loco como inteligente, tan agobiante como no carente de simpatía, tan inconstante como insistente, lo que permite que resulte atractivo y hasta inquietantemente fascinante, sin por ello dejar de resultar ominoso ni de suscitar cierta compasión.
Al acierto genial de elegir para ese papel a Robert Walker se sumó un posible error —o una elección subconsciente— al optar por los muy correctos pero fríos Farley Granger y Ruth Roman como la pareja cuya felicidad —y algo hace que huela a matrimonio de conveniencia entre un tenista de origen modesto y aspiraciones políticas y la hija aburrida, elegante y ociosa de un rico senador— pone en peligro la asombrosa oferta de Bruno, que el superficial Guy no se toma en serio, pese a que es un intercambio bastante razonable —estoy seguro de que se ha llevado a la práctica en multitud de ocasiones—: dos desconocidos pactan matar cada uno a la persona de la que el otro quiere verse libre, de modo que el beneficiario puede tener una coartada perfecta y el posible sospechoso carecería de motivo y hasta de conexión con la víctima.
El resultado es que el personaje de Bruno absorbe y concentra todo el interés de la película, que sólo muy de tarde en tarde es apasionante si él está ausente de la pantalla, pese a los esfuerzos de Hitchcock, que prodiga lecciones de técnica narrativa y de creación de suspense, con más frecuencia de lo normal, como la partida de tenis, con un uso de montaje paralelo que lleva a su culminación sonora los planteamientos clásicos de Griffith; la pelea final de ambos antagonistas a bordo de un tiovivo enloquecido cobra emoción —a pesar de ser previsible el desenlace— debido precisamente a que a los espectadores —y sospecho que al mismo Hitchcock— nos deja del todo satisfechos la idea de que el falso, oportunista y débil Guy triunfe sobre el loco pero mucho más divertido y auténtico Bruno, en el fondo, sospechamos, víctima de un padre que —por lo entrevisto— parece tan odioso como dice su hijo, y de una madre —como tantas en la obra de Hitchcock— totalmente desequilibrada y, para colmo, dominante, de la que ha heredado los rasgos más negativos de su carácter y que habrá minado y destruido a conciencia lo poco sano que quedase en él, fomentando, en cambio, sus caprichos más enfermizos.
Prueba de que, a pesar del esfuerzo invertido en la elaboración y estructuración del guion, algo falló en la preparación, parece también el relieve desproporcionado que cobran multitud de personajes poco relevantes —a veces meros comparsas sin apenas diálogo—, como el profesor borracho que no puede atestiguar de la presencia de Guy en el tren, el encargado del embarcadero del parque de atracciones, la Sra. Cunningham que presta a Bruno su cuello, los dos encargados de vigilar los pasos de Guy, el padre (Leo G. Carroll) y la hermana (Patricia Hitchcock) de Anne (Ruth Roman), o Miriam (Laure Elliott), la mujer de la que Guy querría divorciarse para casarse con Anne.
También parecen obedecer a esa misma sensación de inseguridad tanto el empleo de ciertos efectos de montaje (un puñetazo sencillamente deplorable), probablemente por primera y desde luego por última vez, así como de algunos absurdos y afectados encuadres con la cámara inclinada, quizá influidos estos últimos por el reciente éxito de El tercer hombre, de Carol Reed, y que tienen un carácter verdaderamente excepcional en la obra entera de Hitchcock: se cuentan entre los escasísimos —por no decir únicos— artificios técnicos que, por muchas explicaciones que les busque, no encuentro justificables.
Pasa Extraños en un tren por ser el comienzo del “periodo de madurez” de Hitchcock, sin duda porque el arranque —esos pies destinados a cruzarse— y la idea argumental de partida son fascinantes, casi tanto como el diabólico tentador Bruno; yo creo que, aunque sea una película apasionante, contiene errores suficientes como para que haya que postponer ese momento a La ventana indiscreta; tres años después, o más bien a Pero ¿quién mató a Harry?, verdadero inicio de una serie ininterrumpida de diez obras maestras.
En "El Cultural", 18/07/2001
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