miércoles, 12 de marzo de 2025

El Gran Calavera (Luis Buñuel, 1949)

La persistente minusvaloración, cuando no menosprecio apriorístico o mero puro desconocimiento, de El Gran Calavera (1949), se debe hoy, me temo, a su escasa reputación crítico-historiográfica: para el saber convencional carece de importancia, no es preciso conocerla. Ni siquiera llega a plantearse el verdadero obstáculo: su "pinta", su aspecto visual, y su tono.

Es, y además lo parece, apenas lo disimula – no tendría con qué, ni por qué hacerlo –, una película pobre; para colmo, parte de su trama nos hace vivir entre gente de muy escasos medios, peor aún, venida a menos – al menos en apariencia – y sacada de su ambiente. Es decir, que El Gran Calavera carece por completo de glamour. No es que sea en ello una excepción en la muy productiva etapa mexicana de Don Luis, pero quizá sea, con El Bruto y Susana, uno de los casos más extremos, y menos "disculpables", pues no trata explícitamente de la miseria, como Los Olvidados, ni es realista, y menos aún naturalista. Pero hay más: en cuanto al tono – aspecto del que no se suele escribir nunca, pero al que el público es instintivamente sensible –, es patente e innegable que no es seria; lo cual, en un cineasta de la importancia/trascendencia atribuidas consuetudinariamente a Buñuel por los que carecen del sentido del humor y sólo se toman en serio a sí mismos, la convierte automáticamente en esa cosa tan rara que la rutina académica ha dado en llamar “una obra menor”; siendo mexicana y filmada por Buñuel en tiempo de necesidad, casi de penuria, suele calificarse condenatoria o despectivamente de “encargo”, como si tal circunstancia (común a muchas de las obras máximas de todas las artes, a lo largo de los siglos) la hiciese forzosa y automáticamente desdeñable, impersonal y mercenaria. Para rematar la maldición, además de poco (bueno, nada) solemne, El Gran Calavera es al mismo tiempo muy divertida y bastante inquietante, con una crítica tan aguda y certera como matizada y descarada de muchas conductas muy frecuentes tanto en 1949 como, seguro, en 2009 (es difícil que un solo espectador pueda darse por “no aludido”, salvo que sea un ególatra voluntariamente ciego y sordo).


La mala fama, pues, y la apariencia, son las dos endebles y escasamente fiables razones por la que muchos se siguen privando (porque quieren o son muy flojos, pues no basta para conformarse a ignorarla con que no la recomienden ( o incluso la desaconsejen) los muy poco fiables santones de costumbre) de uno de los máximos placeres que fabricó Buñuel, con la inestimable ayuda de un cómplice frecuente en los guiones pugnaces que aquellos primeros tiempos, un tocayo igualmente exiliado, Luis Alcoriza, que años más tarde se haría director.

Cabe añadir otra falsa razón más, quizá la más sorprende, ya que es una característica casi constante en la obra buñueliana: los siempre sorprendentes giros de la trama, los cambios constantes de tonalidad, la dificultad de adscribirla a un género concreto, dada su habilidad para moverse en las fronteras o los bordes de varios, descolocando al espectador de cualquier postura comodona. Tan pronto parece una sátira como una farsa, una comedia como un drama, un melodrama como un documento, una parábola como un juego de apariencias, y eso que en este caso no hay imágenes oníricas ni incisos surrealistas, aunque sí un cierto tono de chanza y provocación, de ruptura de las normas de buena conducta, sobre todo en los graciosísimos diálogos, que tiene bastante que ver con algunas de las iniciativas del grupo.

En Miradas de Cine nº 77 (agosto de 2008).

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