Hay adaptaciones cinematográficas de novelas que —independientemente de su calidad— quitan las ganas de leerlas; otras, incluso sin ser buenas películas, incitan a la lectura de aquello que les sirvió de base. En ocasiones, la película es mala y la novela buena; también se da el caso contrario, y ni en éste ni en aquél hay relación alguna entre la calidad de las obras y su capacidad de estimular la lectura. Este es uno de los grandes misterios de la adaptación al cine de la literatura y, que yo sepa, jamás se ha intentado esclarecerlo, tal vez por pensarse que se trata de una cuestión puramente subjetiva, aunque no estoy muy seguro de ello: lo mismo que ciertos best-sellers garantizan el éxito de sus versiones cinematográficas, algunas películas hacen que las ventas de la novela en que se basan aumenten repentinamente, lo cual indica que tal fenómeno —aun descontando los efectos de la publicidad— es más general de lo que a primera vista parece.
La razón de este preámbulo es el tardío estreno de una película dirigida en 1970 por Vittorio de Sica, El jardín de los Finzi-Contini, basada en la novela del mismo título que publicó Giorgio Bassani en 1962, y que han adaptado para el cine Ugo Pirro y Vittorio Bonicelli. Teniendo en cuenta la extraordinaria calidad de la novela de Bassani, cabe decir, en favor de De Sica, que su pobre, afectada y limitada versión tiene, al menos, la virtud de no desanimar al posible lector de Bassani; de algún modo, se nota la incapacidad —el «quiero y no puedo»— de De Sica para llegar a lo que es la novela —el testimonio profundamente personal y sentido de una época, el recuerdo nostálgico de unas personas y una ciudad—, y se presiente que la novela de Bassani es algo más rico y más profundo que la historia que nos cuenta De Sica. En ese sentido, el film equivale a esos pequeños y esquemáticos resúmenes que pueden leerse en la solapa o la contraportada de algunos libros, que no intentan sustituir a la novela —sino todo lo contrario— ni aspiran a consideración artística alguna, pero que pueden tener sobre el que curiosea en una librería un efecto estimulante. Lo malo del film de De Sica es que, precisamente, aspira a ser considerado como una obra de arte, al mismo nivel que la escrita por Bassani: la esteticista y elaborada composición de cada plano y cada encuadre; el «lirismo» a base de flous y movimientos indecisos e impresionistas de la cámara; la «nostalgia» y el «aire de época» que intenta comunicamos desaturando el color hasta que la película parece una colección de fotos en blanco y negro amarillentas y desvaídas, cuando no coloreadas a mano como las antiguas tarjetas postales, lo atestiguan insistentemente. Por si fuera poco, es difícil disipar la sospecha de que De Sica ha intentado seguir las huellas de Valerio Zurlini cuando, con gran penetración y sutileza, adaptó en 1962 la Crónica familiar de Vasco Pratolini; pero a De Sica le falta el rigor del que Zurlini supo dar prueba en aquel film, que sentíamos como personal y vivido; De Sica realizaba, en la época de la acción (1938-1943), «comedias de teléfonos blancos», una de las más típicas manifestaciones cinematográficas de la Italia fascista, y uno no puede evitar la molesta sensación de artificiosidad que emana toda la película. Encima, parece como si De Sica hubiese buscado inspiración en la obra maestra de Luchino Visconti, Vaghe stelle dell'Orsa... (1965), con la que la novela de Bassani tiene ciertos puntos de contacto que ya se le echaron en cara al autor de El Gatopardo en su momento), ya que la elección de Helmut Berger y el tono ambiguo dado a la relación de Alberto Finzi Contini con su hermana Micòl tienen más que ver con Visconti que con Bassani. Tal vez este injustificado «añadido» —dentro de una fidelidad a la «letra» de la novela bastante considerable— sea el que motivó las protestas de Bassani, aunque no es el único desplazamiento del centro de interés que De Sica y sus guionistas, sin enriquecer ni profundizar, han operado: casi todos estos leves cambios de énfasis parecen responder a imperativos más o menos comerciales, ya que suelen tender a enfatizar, subrayar, dramatizar o sensacionalizar aspectos que —como la persecución de los judíos o la triste suerte de los Finzi Contini— existe en la novela con el peso que les corresponde y con una intensidad potenciada por la poca insistencia del autor. Ello se debe, sin duda, a que la experiencia y el recuerdo de Bassani han ordenado desde un punto de vista personal los hechos que era pertinente narrar, mientras que De Sica y sus colaboradores han leído la novela superficialmente, en busca de escenas más o menos dramáticas o espectaculares, dilatándolas o amplificándolas sin otra motivación que la de construir un relato más o menos coherente, atractivo y dinámico; es decir, que su criterio selectivo ha seguido las pautas que habitualmente —y no siempre con razón— se atribuyen a los artesanos de Hollywood, y que sin duda muchos se negarían a admitir en un director que pasa por uno de los «creadores del neorrealismo» simplemente porque tuvo la astucia de realizar en el momento oportuno (1946 y 1948) sendos films (El limpiabotas y Ladrón de bicicletas) que se acogían a los principios estéticos más superficiales del neorrealismo, logrando así engañar a muchos críticos (incluso a André Bazin) y consiguiendo un inmerecido prestigio (pues tales films no eran ni siquiera realistas, y además estaban viciados por su sensiblería demagógica y la pésima dirección de «no actores» de que presumían) en cuyos laureles se durmió De Sica y de cuyas rentas vive todavía artísticamente en el corazón de los defensores de una concepción del cine tan vieja como inoperante. Lo único que podemos elogiar en De Sica es que a veces, cuando se lo propone y cuenta con actores profesionales y poco dominantes, sabe dirigirlos, y que gracias a ellos (especialmente la maravillosa Dominique Sanda) la película consigue que su discreción no resulte aburrida, y que los personajes de Bassani, en cierta medida, cobren vida en la pantalla y logren transmitirnos algo de lo que recrea la novela de Giorgio Bassani.
En Nuevo Fotogramas (5 de agosto de 1973)
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