jueves, 13 de marzo de 2025

Gösta Berlings Saga (Mauritz Stiller, 1923/4)

Introducción

Conviene aclarar acerca de esta, en tiempos, muy famosa película algunos equívocos frecuentes, que pueden originar innecesaria confusión.

La primera es que su título español, cuando se estrenó en nuestro país en los años 20, era –con rara fidelidad al original– La saga de Gösta Berling; su traducción, del todo exacta, por La leyenda de Gösta Berling sirvió como título en los países hispanoamericanos, y se usó asimismo en su pase televisivo y en alguna edición videográfica. Una saga, como por entonces al parecer era de público y general conocimiento, y hoy por lo visto no, además de una hechicera o fingida adivina (de acuerdo con la acepción primera, de etimología latina), es una leyenda (del alemán sage), específicamente de las que se refieren a la antigua mitología escandinava de las Eddas; también, por extensión, puede aplicarse a la historia de una familia a lo largo de varias generaciones, significado este que, sospecho, sea el primero en el que se piense en España desde la emisión televisiva de la serie La saga de los Forsythe, basada en la novela de John Galsworthy The Forsythe Saga. Referida a Gösta Berling, que no es –como algunos han pensado, e incluso escrito- el personaje encarnado por Greta Garbo, ni siquiera una mujer, sino el representado por el entonces y todavía durante algunos años más muy célebre actor Lars Hanson, no cabe la primera interpretación, y sí las dos segundas, y más exactamente la primera, aunque esté trasladada a la Suecia de comienzos del siglo XIX y no a la antigua Escandinavia. El protagonista obvio de la película es, por tanto, desde el mismo título, este actor, y ni siquiera entre las principales figuras femeninas parece del todo justo destacar a la todavía incipiente Greta Garbo, que entonces ni era célebre ni había adquirido aún el misterio ni la estilizada imagen que la harían mundialmente famosa sólo tres años más tarde, y durante toda una carrera americana que terminaría exacta e inexplicablemente en 1941.

Las circunstancias

Dado que tras el rodaje de Gösta Berlings Saga tanto Mauritz Stiller (1883-1928) como, por insistente recomendación del director, Garbo y Hanson partieron rumbo a Hollywood, donde el actor tuvo éxito, la actriz se convirtió en una estrella de primera magnitud todavía hoy recordada con devoción, y en cambio el director, en principio el llamado por Hollywood, fracasó estrepitosamente -vio sus proyectos frustrados o interferidos, enfermó y regresó a Suecia para morir poco después-, puede decirse que se trata de la fortuita culminación de la obra cinematográfica de Stiller, cuando menos de su última obra maestra. Y aunque Stiller sea hoy un cineasta olvidado, y en general desconocido, como la mayor parte de los que no llegaron a hacer películas sonoras, conviene recordar que en aquellas fechas era, junto a Victor Sjöström, el más grande de los cineastas suecos, y que Suecia había sido, entre 1913 y 1923 –en 1924 son contratados por Hollywood tanto el uno como el otro-, uno de los centros de creación cinematográfica más avanzados e importantes del mundo, sobre todo desde un punto de vista no cuantitativo, sino artístico.

Vista hoy, en la versión casi íntegra de más de tres horas de duración, tal como fue restaurada en 1975 por el Svensk Filmarkivet (la filmoteca adscrita al Svensk Filminstitutet), La saga de Gösta Berling hace pensar, indefectiblemente, a mi entender, y sin hacer esfuerzo alguno para asociar ambas formas artísticas, en una ópera; su melodramático y prolijo argumento, adaptado de una novela de la premio Nobel Selma Lagerlöf, hasta cierto punto comprimido y condensado en la película muda por el propio Stiller en colaboración con Ragnar Hyltén-Cavallius y la novelista, podría servir de libreto a una ópera romántica. Incluso podrían encontrarse paralelismos entre determinadas escenas y las arias -o los duetos- de muchas óperas, mientras otras son de naturaleza inequívocamente coral, y las más centradas en la acción desempeñan una función muy semejante a las partes meramente instrumentales, sin intervención de los cantantes. Aunque tal comparación pudiera, a primera vista, resultar chocante, ya que parece que un film mudo es, en teoría, casi lo contrario que una ópera, lo cierto es que en una película sin recurso a la expresión oral, y que había de dosificar los rótulos, la imagen cobraba tal importancia que, por razones dramáticas y de eficacia narrativa o claridad expositiva, el ritmo interno de cada plano y la construcción y modulación de cada secuencia se hacían tan esenciales como no volverían a serlo hasta que el cine asimiló por completo el sonido y pudo servirse de él en lugar de ponerse al servicio de la espectacular novedad.

No repetiré las palabras de José Andrés Dulce, que suscribo íntegramente, en su presentación del Concierto-Proyección de La Passion de Jeanne d’Arc de Carl Theodor Dreyer en el programa de la temporada 2005-2006, pero invito a releerlas al eventual espectador de la proyección con acompañamiento musical en directo de Gösta Berlings Saga, ya que encuentro igualmente adecuadas y pertinentes sus muy razonables observaciones acerca de la necesidad u oportunidad de añadir música a películas mudas, así como sobre la conveniencia, en su caso, de no interferir con ella la melodía interna que se desprende de su desarrollo en la pantalla, proyectada a la velocidad de paso adecuada. Con una sola matización, quizá, que obedece a la diferente posición de sus respectivos directores en el momento de realizar sendas películas, y a la distinta naturaleza de una y otra en su contexto histórico: ha de tenerse en cuenta que, si bien La Passion de Jeanne d’Arc, que data de 1927, es una película que aspiraba, en su tiempo, a la modernidad, y que puede considerarse todavía como una obra única y excepcional, tanto en la carrera de su director como en el conjunto del cine de su tiempo, y que, además, se encuentra precisamente situada en la encrucijada entre el cine silencioso y el hablado, cuando éste ya existía pero estaba lejos aún de generalizarse y de convertirse en la norma, la de Stiller elegida para esta temporada, aunque sólo anterior en cuatro años (se filmó en 1923 y se estrenó en 1924), se inscribe en el clasicismo ya alcanzado hacía tiempo por el cine mudo, que todavía no se veía amenazado ni creía estar llegando a su término, y bordea varios géneros, todos ellos asiduamente cultivados por las cinematografías de casi todos los países y, en particular, junto con la comedia, por Mauritz Stiller. Esto implica que un cierto tipo de música, que pudiera sintonizar con la película de Dreyer, correría el riesgo, en cambio, de resultar disonante aplicada, muchas décadas después, a Gösta Berlings Saga. No es el caso, por cierto, afortunadamente, de la modesta y apropiada partitura camerística –esencialmente de cuerda- compuesta y dirigida por Matti Bye para la restauración del Filmarkivet, que es la incorporada como banda sonora en la reciente edición en DVD de Kino, Inc., que acaba de poner en circulación Gösta Berlings Saga junto a otras dos grandes películas de Stiller, Herr Årnes pengar (El tesoro de Arne, 1919) y Erotikon (Erotikon, 1920).


Grandiosidad e intimismo

La saga de Gösta Berling arranca con una breve presentación del escenario del drama, hecha desde el presente, con ayuda de planos generales y breves rótulos: la región de Värmland –con suntuosos y soleados planos de praderas, bosques, ríos con cascadas-, el lago Löfven, la mansión de Ekeby, hoy como cualquier otra –se nos explica- pero cien años antes el refugio de doce caballeros sin tierra.

La película nos hace, pues, retroceder un siglo hasta esa época aún no demasiado remota, pero ya mítica, y nos va presentando a los caballeros –en general, aventureros, nobles venidos a menos, proscritos por una u otra causa, “ovejas negras” de buenas familias, descastados, marginados-; se trata de un lugar no muy diferente del famoso rancho Chuck-A-Luck, al que alude el título original de Rancho Notorious (Encubridora, 1951), el afamado western de Fritz Lang. Asistimos, para empezar, a una escena sorprendente, inicialmente situada –al menos en apariencia- en los confines de lo fantástico, en la que el protagonista, del que aún poco más sabemos que el nombre, convoca –casi invoca- al decimotercer huésped de la mansión, sea del cielo o del infierno, y sale del fuego de la chimenea un diablo a la vez ridículo e inquietante, que poco después, y tras haber provocado cierto revuelo y alguna disensión entre los doce caballeros residentes, unos recelosos, otros prestos a brindar con Satanás, se revela como una broma, de la que somos objeto tanto los caballeros de Ekeby como nosotros mismos, los espectadores: es uno de ellos disfrazado. Desde ahí, tras esta doblemente sorprendente obertura, que tiene la virtud de mantener aún en suspenso la naturaleza, el género y la tonalidad de la película, al tiempo que despierta nuestra curiosidad y nos invita a desconfiar de las apariencias, volvemos a retroceder en el tiempo, para saber cómo llegó a ser uno de estos doce malfamados proscritos el predicador Gösta Berlings.

Que es, naturalmente, un clérigo revocado, y no tanto por un tribunal episcopal al que casi había convencido, como a buena parte de sus feligreses, con la elocuencia de un sermón arrepentido, sino por la reacción airada que provoca entre sus parroquianos al acusarles del propio vicio del que a él le acusaban: tener la bebida por único dios y darse a ella en demasía. Este arrebato, más de orgullo que de sinceridad, revela ya el carácter imprudente, poco diplomático y hasta temerario de Gösta Berling, y su propensión a desperdiciar cada una de las ocasiones de felicidad o salvación que le proporcionan las circunstancias, el azar o su propio poder de seducción, según la película casi ilimitado.

Tras el clímax violento de la furia colectiva, en pleno templo, de los respetables vecinos de Berling, pasamos al primero de los frecuentes “solos” de la película: vemos al expredicador caminando solo por los caminos, bajo la nieve, y contemplamos –en una escena que puede evocar una de las primeras de la estrictamente contemporánea Greed (Avaricia, 1923/4) de Erich von Stroheim– cómo recoge y da calor con su aliento a un pajarillo aterido por el frío.

A partir de ese momento, las andanzas de Berling se nos irán presentando elípticamente, con frecuentes interferencias de las sucesivas relaciones femeninas que constituyen su vida, pese a que él no se muestre casi nunca como un conquistador, ni oponga excesiva resistencia a las fuerzas externas –maridos o padres– que se interponen entre ellos. Se trata de un héroe, conviene señalarlo, predominantemente pasivo, y más tendente a reaccionar que a actuar por propia iniciativa.

La película es, así, una galería muy amplia de personajes, de los cuales una buena porción son varias de las mejores actrices –conocidas o no, veteranas ya o aún principiantes– del cine sueco: Ellen Hartman-Cederström, Mona Martensson, Greta Garbo, Gerda Lundeqvist, Jenny Hasselqvist, Karin Svanström, Hilda Forslund.

Este amplio repertorio de figuras es reunido en varias ocasiones –fiestas, banquetes y bailes, ataques de castigo, incendios, persecuciones-, mientras que en otras se nos presenta a alguno de los personajes en solitario o agrupados en parejas o tríos, introduciendo una suerte de subterránea dinámica de variaciones en una trama que, de otro modo, corría el riesgo de dispersarse y de caer en la monotonía, ya que, sistemáticamente, uno tras otro, casi todos los personajes se convierten en proscritos, expulsados de su casa o de su refugio temporal, y obligados a vagabundear como almas en pena por el paisaje. Resulta curioso que una de las obras cumbre del cine mudo sueco, Berg-Ejvind och hans hustru (1917), es decir, “Berg-Ejvind y su mujer”, sea mundialmente conocida como Los proscritos, título que hubiese casado perfectamente con Gösta Berlings Saga.


Texto preparatorio para la presentación de la película en la Fundación Juan March. Escrito el 28 de diciembre de 2006.

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