viernes, 28 de marzo de 2025

El tajo de la pasión

¿Qué tienen en común las distantes -en el tiempo y el espacio- y muy distintas películas que se proyectan agrupadas bajo el lema Amor a vida o muerte -escogido un poco en homenaje a dos alocados británicos, uno de nacimiento y otro de adopción, a quienes no fueron ajenas estas preocupaciones-, y siempre a título de muestra casi aleatoria, como trazos discontinuos que hay que enlazar para recomponer la figura oculta, en tanto que huellas aisladas y dispersas de una obsesión compartida, como señales de dirección, rumbos posibles meramente apuntados al espectador, y sin ánimo alguno, por tanto, de cubrir, ni siquiera de explorar en su totalidad un territorio, un campo de interés tan vasto que podría considerarse casi ilimitado, y en todo caso de fronteras anchas y más bien difusas?

Son varios los puntos de contacto, de confluencia, de tangencia al menos que las enlazan entre sí. Para empezar, todas cuentan, como es obvio, lo que se suele llamar, de forma muy genérica y simplificadora, historias de amor. Aunque no sean parecidas ni las vicisitudes que relatan, ni el accidentado camino que suelen verse obligados a recorrer sus protagonistas, ni la meta finalmente alcanzada, ni siquiera el amor sea para todas esas películas lo mismo. Son, dentro de las historias de amor, un poco especiales.

Son también, inevitablemente, algo que hoy se ha hecho lo bastante desusado como para que tenga sentido señalarlo, y que en otro tiempo hubiera sido absurdo apuntar, porque se daba por supuesto, por sentado: películas de personajes. Porque, claro está, el amor requiere de personas, sólo existe realmente entre ellas. De ellas nace, entre ellas se establece y en ellas fracasa, triunfa, enferma, se debilita, decae o muere, antes o después, o bien dura hasta que mueren esas personas a las que habita y en las que reside, hasta si a veces es más bien el ideal del amor, o un concepto de ese sentimiento más o menos exigente y extremado, quizá incluso surrealista o romántico, el que usurpa su lugar, el del amor a secas (el verdadero, el humano, el resistible, el vivible), casi siempre, tristemente, con consecuencias desastrosas. Pues este sentimiento, íntimamente tan inexplicable como incontrovertible y hasta inescapable (cuando da miedo, y a menudo causa pánico a quienes se descubren enamorados, a veces incluso a los que se sienten amados) es peligroso, entre otras cosas porque encierra en sí mismo un grave riesgo de fracaso, y también porque obliga a tomar decisiones que pueden costar la vida, o al menos esa misma felicidad que el amor promete y para cuya consecución parece la mejor vía, si no la única, y sin el cual, una vez que surge, ya nada vale como antes y ya no son posibles ni el triunfo absoluto ni la felicidad total.

Y son también, puesto que esa es la materia con que se hace el cine, películas de actores, en las que importan, a veces de modo más decisivo que la historia literaria que les sirve de punto de partida o el guión, sus caracteres y aureolas míticas, sus rasgos físicos, su manera de ser, de mirarse, de tocarse, de moverse ante la cámara. No amarán ni se dejarán querer del mismo modo, ni con la misma pasión ni con el mismo estilo, ni con las mismas palabras ni con los mismos silencios, y tampoco con la misma fuerza, fragilidad, decisión o angustia, Jean Gabin y Laurence Olivier, ni Gary Cooper y Clark Gable, ni John Gavin y Clint Eastwood, ni Cary Grant y John Wayne, ni Rock Hudson y Kirk Douglas, ni Orson Welles y Robert Mitchum, por poner algunos ejemplos entre los hombres, ni Gene Tierney y Katharine Hepburn, Jennifer Jones y Deborah Kerr, Cyd Charisse y Kyo Machiko, Ingrid Bergman y Nina Pens Røde, Marlene Dietrich y Ava Gardner, Dorothy Dandridge y Vivien Leigh, Greta Garbo y Jane Wyman, Kim Novak y Lauren Bacall, Rita Hayworth e Irene Dunne, Audrey Hepburn y Joan Fontaine entre las mujeres.

Corps à coeur (1979)

Pero eso ocurre, desde luego, poco más o menos, aunque quizá con menor intensidad y trascendencia, de manera algo menos importante, en todos los géneros, o casi, y de hecho no hay que olvidar que este impulso amoroso exacerbado y, hasta bajo su apariencia más tranquila y serena, arrasador y potencialmente tan destructivo como creador, los atraviesa todos, a la luz del sol, al aire libre, o soterradamente, en la penumbra o en las tinieblas, en paz o en guerra, hoy o hace mil años, y va, por tanto, más allá de las convenciones de las épocas y de las tradiciones de los cines nacionales -cuando estos existían con rasgos definidos-, de los estilos personales o colectivos, de las casas productoras y sus "marcas de fábrica" icónicas o decorativas, y de los intérpretes que más fielmente acertaron a encarnarlos, o que más a menudo vieron depositar sobre sus hombros esa preciada carga.

Lo que une, en el fondo, todas estas películas, de coloración, tono, ritmo, actitud, ambientación, época histórica, postura moral, exigencia artística, coherencia plástica tan distintas, de concepciones y expectativas tan variadas y hasta contrapuestas o contradictorias acerca de su propia materia constitutiva, de su misma sustancia, es decir, del amor mismo y de su poder para durar o traspasar las fronteras difusas de la vida y la muerte, de la vigilia y la ensoñación, de la llamada realidad y esa parte de la misma que se suele menospreciar y considerar menos sólida y que se denomina "fantasía" o "imaginación", cuando no "delirio", es la idea del tajo, del corte brutal y terminante, que secciona en dos las vidas respectivas de los amantes.

En todas ellas, la irrupción brutal del amor, inesperada hasta cuando se tiene la esperanza de lograrlo alcanzar un día, cuando se ansía o se busca activamente, supone una ruptura total, que modifica la vida de los personajes, que altera transitoria, duraderamente o para siempre sus biografías, que arrastra a los que lo sienten a un fin prematuro o llena sus días de argumento y de sentido mientras dura, dejando a su alrededor, muy a menudo, ruinas y cenizas de la vida anterior, que ha quedado caduca. No es un fenómeno ajeno a la vida cotidiana ni un recurso dramático propio de la tragedia griega o de la novela romántica: basta que cada cual recuerde su pasado, diría que por breve que sea, o que piense en películas más o menos recientes y de diversas procedencias, como Corps à coeur, The Bridges of Madison County, La buena estrella...

The Bridges of Madison County (1995)

No todos los amores, no todas las pasiones, producen este efecto radical, grave y decisivo cuando no definitivo. Ni los mismos sentimientos, por fuertes que sean, tienen una hoja igualmente cortante, hiriente y afilada, ni dejan idéntica huella en todas las personas, ni desvían el rumbo de sus vidas o lo modifican en la misma medida, ni acarrean parecidas consecuencias para sus allegados ni, aciagas o felices, para los propios protagonistas. Son, por tanto, películas bastante excepcionales, una minoría dentro de las que se centran en los sentimientos, porque confluyen en ellas unas nociones del amor, unos rasgos anímicos de sus personajes y unas consecuencias de la combinación explosiva de esos elementos que no se dan con tanta frecuencia ni en la vida cotidiana ni en la ficción.

Son, por eso, porque hay que ir a buscarlas, y no todas las que en apariencia llegan esos extremos mantienen hasta el final tal grado de exigencia, películas de procedencia muy variada, con cierta abundancia relativa (y podría haber sido mayor) del periodo mudo y, en general, del cine del pasado, y una correlativa menor presencia cuantitativa de la producción de los últimos decenios, aunque no por aisladas sean estas muestras recientes de menor intensidad (como Corps à coeur, L'Amour à mort y Los puentes de Madison permiten comprobar). Algunas son relativamente célebres, aunque casi siempre por otros motivos, como piezas maestras de otro tipo de cine: Johnny Guitar debe su prestigio a la personalidad de su autor, Nicholas Ray, y a su condición de western anómalo y muy especial, más que a la causa profunda de su excepcionalidad dentro de dicho género, que es precisamente la que le da su puesto en este ciclo; se piensa en Brigadoon como en uno de los últimos grandes musicales de la época dorada de la Metro, sin reparar en su inusitada densidad narrativa, en su coherencia como leyenda acerca del tiempo y la muerte, en su carácter mítico y en que cuenta, en el fondo, una historia de reencarnación y fantasmas que se salda con el enamoramiento de dos seres separados por la muerte y el tiempo, como The Ghost and Mrs. Muir de Mankiewicz y algunas otras de las películas aquí convocadas, a veces bajo la bandera de otro ciclo, como Vertigo de Hitchcock, por lo que esta reunión del Doré tiene algo de aquelarre fantástico.

Peter Ibbetson, Yokihi, 7th Heaven, Street Angel, Smilin' Through -estas tres de Borzage-, por ejemplo, también bordean con ayuda del amor las fronteras supuestamente definitivas e intraspasables de la vida y la muerte. La mujer de al lado, Duelo al sol, I've Always Loved You, juegan con otra frontera, a veces demasiado fácil de cruzar, tanto que a menudo repite movimientos de ida y vuelta: la del amor y el odio, distintas reacciones a una misma pasión, según el giro que tomen los acontecimientos, según el grado de compatibilidad que exista entre los que se atraen, según haga mella en ellos el despecho o predomine el afán de posesión sobre el de entrega.

Smilin' Through (1941)

Muchas de estas historias son efímera y fugazmente felices, algunas lo son, y muy intensamente, precisamente por eso: arden rápidamente, pero con un brillo especial; otras culminan en la tragedia, o en formas más modestas y quizá más evitables del fracaso; sólo algunas parejas se atreven a creer en un final feliz, en el que siempre resulta arriesgado depositar demasiada confianza; otras se ven obligadas a aplazarlo a la esperanza de otra vida. Los obstáculos son siempre numerosos, y no siempre externos. La presión social, la ley, los convencionalismos, la moral dominante, la intransigencia religiosa, las diferencias de clase y de fortuna, la reputación de uno de los amantes, sus ataduras familiares, la distancia geográfica, la edad, la enfermedad, la ceguera, la revolución, la guerra, pueden interponerse con mayor o menor dureza entre dos seres que aspiran a unirse y compartir la vida, y a menudo lo hacen con encarnizamiento: A Farewell to Arms, Three Comrades, The Mortal Storm, Colorado Territory, Chikamatsu monogatari, Johnny Guitar, Magnificent Obsession, All That Heaven Allows, Interlude, A Time To Love and A Time To Die, Party Girl, Corps à coeur o The Bridges of Madison County. A veces los amantes tienen energía para superar estas murallas, y hasta el obstáculo les estimula; otras no aguantan el esfuerzo, o uno de ellos finalmente flaquea, o perece en el intento. Pero en otras ocasiones, su amor está minado, condenado a muerte desde dentro de uno de ellos o desde la pareja imposible que han tratado de formar, lo mismo que otras veces, ya más infrecuentes, ni siquiera la muerte de ambos puede con su amor.

Por eso fueron estas historias, potencialmente trágicas, desiderativamente dichosas y triunfales, uno de los terrenos de predilección de los románticos, y lo siguieron siendo de sus epígonos de otras épocas, así como de los personajes fantasiosos y novelescos que no se conforman con la época prosaica que les ha tocado vivir, entre los que se han reclutado a menudo no sólo los espectadores, sino también los protagonistas de estas películas. Víctimas ocasionales o contumaces de espejismos ilusorios, inconscientes de la irrealidad de sus aspiraciones y de la dificultad de alcanzarlas, viven grandiosas historias de amor fantástico y se proyectan sin base suficiente hacia una felicidad quimérica. Como la desconocida que en su lecho de muerte escribe una carta a su inconsciente y frívolo amado, para que el olvido no borre toda huella de ese sublime y tenaz amor no correspondido, que ha quebrado su vida varias veces, sin saber que el inconstante amante tiene también, cuando al fin la vislumbra en un rincón de su memoria, las horas contadas, y que sólo el talento de Stefan Zweig, Max Ophuls, Joan Fontaine y Louis Jourdan, exiliados en Hollywood en 1948, lo harán memorable e imperecedero entre miles de cinéfilos desconocidos, que compartirán sus penas e ilusiones un siglo más tarde.

Destino, pues, el de estas historias y los fantasmas que las habitan, no menos trémulo y precario, no menos conmovedor y exaltado que el de sus amores, y tanto da que sean estos -en última instancia- tentativas fallidas o triunfales, porque el impulso amoroso se autoalimenta hasta tal punto que no es tan finalista como en un principio creen los que lo sienten, y tan a menudo el apasionante recorrido compensa de no alcanzar la meta como las dificultades atravesadas y las angustias sufridas se ven premiadas por la recompensa.

Piénsese que toda comedia, si se prolongara más allá del abrazo, del beso, de la reconciliación, del reencuentro, de la boda que las cierra, se convertirían, desde la mañana siguiente, en una historia de "suspense": ¿resistirán nuestros héroes, provisionalmente victoriosos y felices, los embates de la convivencia, del tiempo, de la penuria, del trabajo cotidiano, de las frustraciones que puede proporcionarles el resto de su vida, lo que no se ciñe a su amor, lo que no se termina en ese instante sino que suele aspirar a eternizarse? Surge la incertidumbre, con toda verosimilitud les acecha el drama, que puede ser insuperable, y quién sabe si la tragedia.

No se confunda la pasión con el sexo. A menudo hacen buenas migas, se alimentan mutuamente, se complementan, pero no es sólo el deseo sexual el motor de estas películas. Por eso requieren historias, y personajes y actores. Aunque muchos han tratado de demostrar, simplistamente, que el amor es una cuestión reductible al instinto animal, o producto de reacciones químicas, si nos circunscribimos a ese aspecto parcial no serían Ray, Murnau, Borzage, Sirk, Stahl, Vidor, Minnelli, Cukor y compañía lo más capacitados para filmarlo, ni siquiera, probablemente, los más inclinados a hacerlo, sino los equivalentes o continuadores de Félix Rodríguez de la Fuente y otros documentalistas que han filmado muy bien, desde fuera, por supuesto sin explicarlo realmente ni hacérnoslo compartir, el comportamiento sexual de los animales no humanos y hasta sus ritos de cortejo, sus maniobras de seducción y de acoso. Y es que, en el fondo, entre los seres racionales, los humanos, el amor empieza muy probablemente por los ojos, más aún que por los restantes sentidos, que suelen ir entrando en funcionamiento después, una vez que la atracción inicial incita a aproximaciones sucesivas, de donde inmediatamente va pasando a la cabeza, y hasta cuando no permanece exclusivamente en el territorio de lo mental, discurre en buena parte en ella y sólo secundariamente en los órganos múltiples conectados al cerebro y que de él reciben información, impulsos, instrucciones. Por eso tienen tanta fuerza en las relaciones amorosas los traumas y los complejos, los ideales, las mitomanías, los sueños, las fantasías, las obsesiones, las proyecciones positivas o negativas del futuro, los temores, los presentimientos, los recuerdos, los fantasmas, los celos, las sospechas, las tentaciones incluso cuando son resistidas. Tanto lo que sucede como lo que meramente se imagina.

Metel (1964)

Por eso el sentimiento amoroso se presta más a la novela, y ha sido más a menudo investigado por la literatura que por el cine, a menudo incapaz de ir más allá de lo visible, y que rara vez, sin recurso excesivo a la palabra (que, una vez pronunciada, es siempre demasiado consciente, excesivamente precisa). También por eso el cine de amor parte de la novela, aunque es raro que llegue a donde el autor inicial logró adentrarse (aunque sí Vladimir Basov con Pushkin en La borrasca), no digamos sobrepasarlo (quizá Bresson con Dostoievskií en Quatre Nuits d'un rêveur).

Al final, estas películas, algunas de ellas muy ilustres, pero la mayoría sin un puesto reconocido en la Historia del Cine, aspiran quizá, sobre todo, más que a la grandeza y al reconocimiento artístico, a algo no sé si más modesto o, en el fondo, mucho más ambicioso: a conmover, a hacer llorar -o reír y llorar-, a dar sin embargo ánimos, y a despertar el afecto y la gratitud de algunos espectadores afines y cómplices, que se ocuparán de mantener vivo su recuerdo y de renovar su vigencia en el rito secreto de su contemplación silenciosa, a oscuras entre otros desconocidos que quizá compartan los mismos sentimientos o se esfuercen por lograr creer en ellos y en su fuerza.

Presentación del ciclo “Amor a vida o muerte”. Hojas de la Filmoteca (mayo de 1998).

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