lunes, 27 de marzo de 2023

La Femme d’à côté (François Truffaut, 1981)

Por lo general, las películas de Truffaut son claras, tenues, suaves, frágiles, sencillas y pequeñas —no necesariamente menores:es una cuestión de formato y dimensiones, no de categoría artística; todas las de Bresson, por ejemplo, son «pequeñas»—. La Femme d'à côté (La mujer de al lado, 1981) es más clara todavía, pero además es seca, sobria y áspera, dura y elemental.

Casi siempre tienen atractivos suficientes —y variados— como para que cualquiera pueda hallar algo en ellas que le agrade, interese o conmueva; de la cantidad que encuentre, y de la que pida, depende el grado de satisfacción de cada cual. El caso es que desde tiempos ya lejanos, por lo menos desde Jules et Jim (1961), el cine de Truffaut apenas agita las aguas estancadas de una crítica y una afición en trance de desvanecimiento progresivo: difícilmente puede indignar y el contento que procura es más bien de carácter íntimo y recogido, del que apenas se siente deseo de comunicar a los amigos o de vocear en la calle (lo contrario que una obra tan viva, amplia, liberadora, expansiva y contagiosa como Hatari!, de Hawks, por citar la última que he vuelto a ver). Como son además narraciones pausadas y ordenadas, apacibles y moderadas hasta cuando su materia bordea el delirio, el vértigo, lo turbio, lo criminal o lo amatorio, choca la apasionada y decididamente sostenida tozudez con que, siempre de tarde en tarde y cada vez con menos asiduidad, se adentra Truffaut en las zonas de sombra de sus personajes, de los lazos que les atan y de los tajos o desenlaces que promueven el paso del tiempo, la acumulación de circunstancias, un suceso fortuito, un malentendido. Porque Truffaut sólo se atreve a cruzar la línea de penumbra cuando, cubierto por un gran éxito comercial anterior, se siente tan seguro de sí mismo que cede a la tentadora llamada de lo impenetrable, incluso para él; y en parte porque —lo sea o no realmente— así se lo exige su discreción, que entonces conduce no a la superficie o la apariencia, sino al misterio; su sumisión a la lógica le lleva, por otra parte, a una poco llamativa desmesura, y esa misma renuncia a la pretensión resulta provocadora. Por eso, películas como La mujer de al lado tienen la virtud de que cortan, dividen en dos bandos no ya irreconciliables, sino entre los que no cabe diálogo alguno: no han visto la misma película, o, mejor dicho, sí es la misma, pero unos la han visto y otros no han querido verla. Porque al contrario que, por ejemplo, El último metro (1980) —donde uno puede seleccionar las escenas y hasta los gestos que le gustan o interesan, contarlos y decidir si vale o no la pena—, La mujer de al lado constituye un bloque monolítico, que avanza indetenible según el rumbo fijado por su autor, que no es divisible y que incluso se resiste, denso, desnudo y opaco, al análisis crítico.



Más allá de oscuros rencores personales, que hagan que unos detesten al personaje principal femenino y otros al masculino, si no a ambos por igual y de paso a los secundarios, creo que esa dureza compacta de la película es lo que la hace odiosa para sus detractores. La mujer de al lado se presenta, desde su arranque de urgencia, como un misterio, anunciado por una toma aérea —de ojo omnisciente— y una voz en off que nos conduce al pasado. Lo grave es que cuando concluye la película el misterio permanece: la vuelta al punto de vista elevado no presupone ya sabiduría y amplitud panorámica, sino distancia infranqueable, impotencia ante lo ajeno, limitación insalvable de la perspectiva exterior. Cierto que la narradora, Odile Jouve (Véronique Silver), nos ha referido parte de la historia de Bernard (Gérard Depardieu) y Mathilde (Fanny Ardant), pero a través de sus comentarios nos ha revelado menos acerca de ellos que sobre sí misma. No podía ser de otro modo, pues la pasión que realmente padecen —como una enfermedad incurable y propensa a las recaídas— los amantes, pese a su reticencia o contrariedad inicial o posterior, prematura o tardía, hasta que logran que se consuma —por falta de materia combustible, no de fuego— es estrictamente incomprensible desde fuera de ellos para los demás e incluso, mientras arden con ella, para ellos mismos, que están fuera de sí, pero son reincidentes y saben que no se trata de arriesgarse a ver el fin, acaso feliz, de un encuentro que puede ser aciago, sino del remake o la repetición —sin rectificar nada— de una relación condenada a acabar mal. Se trata, pues, de dos amantes malditos, pero de verdad: «La culpa no está en las estrellas, sino en nosotros mismos», vino a decir Shakespeare, y aquí vemos que no son los remordimientos, la culpa, la moral, la religión, la familia —bien comprensivos y civilizados se muestran los respectivos cónyuges cuando llegan a enterarse: no se trata de un drama de adulterio, ni de triángulo, ni de amores culpables—, la sociedad, la economía, la guerra, una catástrofe, la divergencia de ideas o culturas o edades, la locura, el azar o el destino, qué va: la de Bernard y Mathilde es una relación maldita, porque se son funestos el uno al otro y, sin embargo, poco pueden —en los momentos que quieren— resistirse: ni para sustraerse a la atracción que sobre cada cual ejerce su pareja, ni para, una vez reunidos, soportarse. Porque no es que sean incapaces de vivir a solas o con otros —ninguno de sus matrimonios parece brillante, pero tampoco insufrible; ni siquiera consta que antes de reencontrarse como vecinos se recordasen o echasen de menos—, sino que algo falla en ellos, en su relación. En cuanto transcurren unas horas su mezcla da lugar a una combinación inestable, que pronto se deteriora, se pudre, se hace explosiva; tal vez su error estribe en aspirar a la unión permanente, a lo definitivo, al «para siempre»; tal vez han tenido la mala suerte de enamorarse de quien no debían, de cruzarse antes con el doble oscuro de la persona destinada.



Es esta historia, ante todo, lo que perturba, desasosiega y fastidia a muchos. Además, les irrita que no sea «de época» o irrealista, que no se adelanten explicaciones psicológicas o sociales ni se detecte un barniz «romántico» o «poético» que justifique tal carencia o que «sublime» el mortal fracaso del segundo intento de vivir tan elemental relación. Todo esto, que ya agrava el malhumor de quien siente que le cierran el paso —porque no es asunto suyo— al corazón de los hechos, resulta especialmente molesto para el crítico que tiene que definir la película y se encuentra con que su colección de etiquetas no le sirve, de modo que opta por acusar a Truffaut de no haber hecho ni un melodrama, ni una tragedia, ni una crónica social, ni un retrato psicológico, ni… (al final, el crítico en cuestión rompe los papeles furioso). Lo que sucede es, sin embargo, muy simple: que para narrarnos una de sus historias más simples, inquietantes y confidenciales —Los 400 golpesTirez sur le pianisteFahrenheit 451La sirena del MississippiDiario íntimo de Adèle H.El amante del amor, no todas de las más logradas, y sospecho que las inéditas La Chambre verte y L'Amour en fuite, ambas inéditas en España—, Truffaut se ha servido, como en La piel suave (que seguía siendo hasta ahora su obra más madura, aunque no la mejor), de la precisión quirúrgica, de la dureza, del despojamiento —de personajes, de detalles, de anécdotas, de decorados— y de la fijeza de que permiten dominar plenamente el tiempo y el espacio de una película desde que empieza hasta que termina. Por eso esta película, que me hizo pensar en la sublime obra repudiada por Dreyer, Tva människor (1944), acaba por acercarse al Hitchcock más profundo y peligroso, aunque ni un solo encuadre acuse el influjo del maestro; le faltan carnalidad, crudeza y sexualidad para parecerse de verdad a Pialat, pero no sería imposible que llevase la savia subterránea de No envejeceremos juntos o Loulou, lo que situaría a Truffaut más cerca de lo que él cree, o quiere, de Sauve qui peut (la vie). Eso sí, creo que La femme d'à côté permite reírse no ya de El imperio de los sentidos, sino de Last tango in Paris, que a su lado se me antojan pintorescas y melodramáticas.

Publicado en el nº 17 de Casablanca (mayo de 1982)

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