miércoles, 29 de marzo de 2023

La infausta noche del Duque de Uberville

Desenvainando la espada, atravesó de una limpia y certera estocada el corazón de su estupefacto adversario, que no tuvo tiempo para percatarse de la identidad de su ejecutor, mucho menos para encomendar su alma a Dios o al Diablo ni para siquiera amagar un gesto defensivo. El teniente Eclair se desplomó como un fardo, ignorando por qué moría y quién le daba tan inesperada muerte. Cuando ya la oscuridad más absoluta se cernía sobre él, ciego y sin aliento, se preguntó si existiría otra vida -como afirmaban sus padres- o todo acababa allí -como muchos de sus compañeros de milicia sostenían-, y si, de haber un más allá, viviría una vida muy diferente de la terrena o bien, por el contrario, una réplica menos intensa y dramática de la que había malgastado durante veintinueve años.

El Duque de Uberville limpió de sangre la hoja plateada de su arma contra la húmeda hierba del jardín, la enfundó en terciopelo granate y, sin ocuparse de verificar la defunción de su recién descubierto y liquidado rival, le arrebató el negro antifaz de raso que disimulaba su rostro. No le conocía, y no sintió por él ni curiosidad ni lástima, ni remordimiento alguno. Era joven, sí, y su edad tal vez excusase su notoria imprudencia, pero no bastaba para exculparle de las aviesas intenciones que el Duque le atribuía. Ningún sentimiento turbó su serenidad de duelista experimentado; si acaso, admiró la sólita habilidad y presteza con que se había deshecho de un obstáculo, y sonrió maliciosamente mientras se ponía el dominó negro que había pertenecido a su víctima.

Empujó con el pie el cadáver, hasta ocultarlo parcialmente entre unos rosales. Al ver que la luna lograba desasirse momentáneamente de las nubes que tamizaban su brillo, aprovechó la claridad que en su plenitud irradiaba el astro para situarse con precisión. No sin alivio, dedujo que se encontraba al pie de la ventana del dormitorio de alguna de las parejas invitadas al castillo por su esposa, y no, como en un principio había imaginado, bajo el que solía compartir, en los primeros meses de su matrimonio, con la Duquesa.

Guiado por un impulso que no se detuvo a analizar, no pudo desdeñar la ocasión que le brindaban su máscara, la noche nuevamente oscurecida, el teniente muerto y la ventana abierta de par en par, y trepó hacia el acogedor dormitorio donde una desconocida esperaba, sin duda con impaciencia, al misterioso visitante furtivo que ahora yacía, lívido e inerte para siempre, entre las flores del jardín francés.

La penumbra era casi absoluta. Ya en la habitación, el Duque se descalzó con sigilo, se despojó de la espada vengadora y del correaje que la sustentaba y, sin desnudarse completamente, atravesó de puntillas la distancia que le separaba del lecho. Al introducirse en él, notó que era amplio y que estaba ocupado: las cálidas sábanas y un leve perfume de violetas delataban la presencia de una mujer.

La durmiente no se inmutó. ¿Se habría cansado de esperar al difunto? ¿Acaso su víctima era un simple advenedizo que pensó aprovecharse de la incauta que dormía con la ventana abierta? ¿Esperaba ella a otro? Se acercó al cuerpo de la joven, y la tanteó acariciadoramente. Parecía bien formada. Su piel era suave e invitadora. De pronto, tal vez turbada por la atrevida mano que acariciaba sus senos casi descubiertos, la desconocida se dio la vuelta con un hondo suspiro de satisfacción, le abrazó con fuerza y siguió durmiendo. No roncaba, pero su respiración, honda, regular y pausada, indicaba que estaba acostumbrada a compartir el lecho con alguien a quien amaba.

El Duque de Uberville se sintió inmovilizado. Los brazos y las piernas de la joven le impedían cualquier movimiento, tanto de avance amoroso como de retirada. Si aquella deseable mujer no aflojaba su abrazo, no podría ni poseerla, como cada vez le parecía más oportuno e incluso urgente, ni tampoco escapar con la prontitud necesaria a un adúltero, caso de que llegase a ser precisa la huida. La idea de disfrutar de sus favores sin que ella fuese consciente no le hubiera desagradado del todo, aunque tal vez su orgullo se inclinase por el halago verbal que sólo despierta podría susurrarle la dama, pero estaba casi impedido, atado de pies y manos por los de su compañera, y juzgó necesario lograr que se desvelase. Estirando, no sin esfuerzo, el cuello, trató de besarla, mas no consiguió alcanzar los prometedores labios de la joven, que la luna, de nuevo liberada de las nubes, reveló poseedora de una singular belleza. La excitación del deseo redobló, sin éxito, los esfuerzos del Duque. Tras una nueva tentativa de beso, también fallida, optó por sacar la lengua y lamer la mejilla de la empedernida durmiente. Sin despertarse, la dama sintió un húmedo cosquilleo, y se rió suavemente. Era una risa cristalina, leve, incitante. Esperanzado y encendido por el deseo, el Duque repitió la maniobra. Una risa franca, complacida, casi infantil, respondió a su nuevo avance lingüístico. Pero la joven no se despertó. Por tercera vez, y casi descoyuntándose las vértebras cervicales, ya sin suavidad, con furia incluso, pasó su lengua el Duque por el cuello de la jovencita, que prorrumpió en estruendosas carcajadas, mientras le apartaba de un manotazo, exclamando entre dientes: “¡Quieto, señor!” y, con un bostezo que al frustrado conquistador se le antojó el colmo de la coquetería, “No sé qué os pasa esta noche … os noto travieso … a vuestra edad. No debéis olvidar el estado de vuestro corazón ni los consejos del galeno: calma y nada de emociones…” El Duque se quedó petrificado: la joven estaba casada, sin duda, con un señor mayor y de salud quebrantada, y creía hallarse en compañía de un esposo con el que compartía castamente el lecho conyugal. Como ningún marido legítimo y en su sano juicio acude al dormitorio de su esposa enmascarado y penetrando por la ventana, y su víctima le pareció joven, el Duque se vio asaltado por el temor de que el amo y señor de su compañera de sábanas pudiese en cualquier instante, concluida una inocente partida de damas, abrir tranquilamente la puerta y encontrarse con él, y no con el teniente que, sin duda sin la complicidad de la joven, pretendía aprovecharse de la ventana abierta. Por vez primera, el Duque lamentó haber caído en la tentación de suplantarle. Un sudor frío empezó a correrle por la frente cuando se le ocurrió la posibilidad de que si, por ventura -o más bien desventura-, el muerto estaba predestinado a morir aquella noche, muy bien pudiese tocarle ahora a él la misma suerte.

Necesitaba, pues, desasirse del férreo y cálido abrazo que le mantenía inmóvil. Para ello no le quedaba otro remedio que insistir, volviendo a despertarla con las cosquillas que su lengua provocaba en ella. “Suerte”, pensó, “que la tengo bastante larga”. Pero esta vez el éxito superó su propósito. Las carcajadas de la joven se le antojaron verdaderamente escandalosas, estridentes, histéricas casi, y fueron acompañadas de un abrazo entusiasta y lleno de gratitud, sellado éste con un beso que le enmudeció por completo. Estaba totalmente desarmado: los esfuerzos denodados de su lengua encontraban la amorosa respuesta de otra lengua, no por tentadora menos desesperante, y de una boca que no lograba separar de la suya. El abrazo apasionado que le aprisionaba, pese a la suave ternura que demostraba y al embriagador aroma que emanaba del cuerpo apenas cubierto de la joven, se le antojó al Duque tan mortal como el de un oso.

Le pareció escuchar pisadas en el pasillo, y trató de desprenderse de los ardientes brazos de la muchacha; pero ella, sin duda creyendo que era el suyo un gesto fingido, de coquetería, se arrojó sobre él con los ojos cerrados, cubriéndole de besos y frotando todo su cuerpo contra el del Duque, al tiempo que se desprendía del camisón transparente que la envolvía y dejaba caer al suelo las sábanas, la colcha y el edredón de plumas. El Duque se vio sometido a la insostenible presión de dos sentimientos contradictorios: tenía un miedo cerval, un pavor desconocido ante la inminencia del desastre, que le incitaba a huir; al mismo tiempo, se sentía incapaz de oponer resistencia al cuerpo que con tal pasión y tantas caricias se le ofrecía. En ese momento, se abrió la puerta, cayó sobre la cama el rayo de luz temblorosa y dispersa de un candelabro y apareció en el dintel la silueta armada de un hombre que, bramando de celos y sin pedir explicaciones, ensartó de una certera estocada al desdichado Duque de Uberville y a su inocente y frustrada amante, hincándose con tal fuerza que atravesó el colchón y dejó la punta del sable clavada en la madera del suelo, que poco a poco, gota a gota, se fue tiñendo de bermellón.

Cuento publicado en el nº 2 de Revista Hiperión (otoño de 1978)

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