sábado, 25 de marzo de 2023

El ogro

The Night of the Hunter (Charles Laughton, 1955)

Acabo de ver en París un film célebre y misterioso, como todas las obras únicas. Como tantas otras, esta película no ha sido nunca estrenada en España, y me temo que siga sin serlo, por la ausencia de verdaderas salas especializadas, de cines que de «Ensayo» tengan algo más que el nombre. Porque este extraño film es uno de los más originales e innovadores que se hicieron en la década de los años cincuenta, un film «aberrante» que hace que no sólo sea el único que dirigió su autor, sino que sea algo único, una experiencia aislada en el interior del cine americano y del cine a secas.

Su autor es célebre en el mundo del cine, pero casi nadie sabe (ni vino en las notas cronológicas que se publicaron en 1962) que dirigió una película. Todo el mundo conoce su voluminosa silueta, sus gruesos labios, su mirada indolente, sus andares, pero pocos conocen su mayor creación. Algunas veces, por casualidad, como Marlon Brando con su admirable El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, 1960), una de las máximas expresiones del romanticismo cinematográfico americano, o tras años de laboriosa preparación, como John Wayne con su notable film épico El Alamo (The Alamo, 1960), un actor pasa al otro lado de la cámara, y, si a veces decepciona (Frank Sinatra), la experiencia suele ser apasionante y le hace a uno desear que Robert Mitchum o Audrey Hepburn dirigiesen una película. Pues bien, dejando aparte a Eric von Stroheim, Orson Welles, Jerry Lewis y algún otro, que son directores-actores habituales, de todas las incursiones esporádicas de un actor en la puesta en escena la más interesante que conozco es la de Charles Laughton, que a los cincuenta y seis años dirigió The Night of the Hunter (La noche del cazador, 1955), con guión del célebre critico americano James Agee, basado en la novela de Davis Grubb.



La historia es muy sencilla: un pastor (falso, probablemente) algo loco, Harry Powell (Robert Mitchum), recorre el sur de los Estados Unidos, de viuda en viuda y de cárcel en cárcel, especie de «Barba Azul» con «clergyman», que convence a todos con sus muy efectivos sermones, a base de hacer luchar su mano derecha con la izquierda, en cuyas falanges lleva tatuadas las palabras «AMOR» y «ODIO» respectivamente. En la cárcel conoce a un condenado a muerte por robo y homicidio, que ha escondido el dinero y hecho jurar a su hijo (Billy Chapin) que no dirá a nadie dónde está, pues lo ha robado para que él y su hermana «Pearl» no vivan en la miseria cuando sean mayores. Una vez ejecutado, el pastor Powell parte a la búsqueda y seducción de la joven viuda (Shelley Winters), y una vez casado con ella somete al niño a insistentes y malévolos interrogatorios (con esa extraordinaria voz y mirada burlona que tiene Robert Mitchum, en uno de sus más grandiosos personajes), con lo que se gana su odio, si bien fascina a la pequeña «Pearl». Total, que una noche mata a su nueva esposa (mientras reza en la cama) y justifica su desaparición como abandono, de modo que se gana la admiración del vecindario por su abnegación para cuidar a los niños, con los que en realidad juega al gato y al ratón, sobre todo desde que se entera de que tienen el dinero en una muñeca y se escapan. Y así, mientras los niños, en barca, huyen empujados por la corriente del río, a lo lejos se recorta la tranquila y negra silueta de un jinete que les sigue. Los niños, muy a lo Moisés, llegan a la casa de una anciana y bíblica señora (naturalmente, Lillian Gish), que les recoge, junto a otros cuantos huérfanos que ya había adoptado.

Y he aquí, junto a la genial (y también inédita) Moonfleet (1953) de Fritz Lang, y Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1965) de Mackendrick, la mejor película sobre el misterio y la infancia (o, si se quiere, el misterio de la infancia), a través de un estilo cuyos únicos precedentes en el cine americano son Citizen Kane (Ciudadano Kane, 1941) de Welles y los Ford más o menos «expresionistas» que van de El delator (The Informer, 1935) a Hombres intrépidos (The Long Voyage Home, 1940), pero que llega a una expresión totalmente original, consecuencia lógica de la exuberante personalidad de Laughton.

En efecto, a fin de cuentas, esta película es indefinible por cualquier tipo de referencias: de nada sirve la alusión a Welles ni al Ford de los años 30, ni decir que tiene una atmósfera parecida a La noche de la iguana (The Night of the Iguana, 1964) y Los que no perdonan (The Unforgiven, 1959), dos de las mejores películas de John Huston, ni que a veces evoque Duelo al sol (Duel in the Sun, 1946) de King Vidor, o, sobre todo, Griffith, mezclado a una serie de referencias literario-míticas: Walt Whitman, Mark Twain, R. L. Stevenson, Edgar Allan Poe, la Biblia, y una curiosa coincidencia con dos excelentes relatos de Truman Capote (The Grass Harp y The Tree of Night). No, todo esto no sirve para describir The Night of the Hunter, porque se trata de una obra aún más misteriosa, más fantástica, compuesta de extrañas e inolvidables imágenes poéticas, como ese río rodeado de ranas, tortugas, lechuzas, telarañas, por el que se deslizan dos niños bajo un cielo de estrellas pintadas (¿o sólo lo parecen?), entre canciones infantiles (nursery rhymes) y folklóricas, seguidos por un pastor demente, que pronuncia sermones herejes, atribuyendo a Dios sus propias ideas. Desde las primeras imágenes intuimos que el film que comienza encierra un misterio; nada en él está hecho como suele hacerse. Y por ahí Laughton enlaza con otro gran fantástico, Cocteau, siempre en lucha con el academicismo y la convención. Sobre un cielo estrellado aparece Lillian Gish, y en contraplano-encadenado (cosa rarísima) unos niños que en sobreimpresión sobre la Biblia y el cielo cantan Sueña, pequeño, sueña de Walter Schumann. Y, de la mano de Murnau y de Lang, nos adentramos en un mundo onírico, fantástico, de horror, en el que Robert Mitchum es el Ogro, el Coco de los cuentos de miedo y de los sueños de la infancia, pero que acabará, curiosamente, convertido en un sustituto del padre muerto cuando, al final, es detenido ante los ojos del niño, con la misma brutalidad policíaca con que lo fue su padre, pese a que, escopeta en mano, Lillian Gish hubo de pasar la noche montando guardia ante el acoso de Robert Mitchum.



Tras el juicio, para evitar un linchamiento, se llevan al pastor de la ciudad. Y en Navidad, Lillian Gish y los niños intercambian regalos, mientras al fondo, la nieve cae copo a copo y el film acaba.

La madurez de Laughton es un caso raro en una primera obra: la perfecta dirección de actores (curioso que él, tan histrión, no aparezca ante la cámara), la extraña e innovadora estructura, el ritmo, la utilización de la fotografía en blanco y negro de Stanley Cortez y de la música, y, sobre todo, la fuerza de ciertas —muchas— imágenes (como la de Shelley Winters, muerta, en un coche, en el fondo del río, y su melena ondulando entre las algas, movida por la corriente del río), sólo comparable a algunas de Franju y, sobre todo, de Jean Vigo (otro que trató con genio la infancia: Zéro de conduite, 1933), hacen de The Night of the Hunter una obra aún más alucinada que Una luz en el hampa (The Naked Kiss, 1964) de Samuel Fuller, y de Laughton uno de los grandes del cine americano.

Publicado en El Noticiero Universal (22 de mayo de 1968)

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