sábado, 25 de marzo de 2023

Isn't Him Romantic?

Billy Wilder

No es casualidad, y sí una clave, que la célebre y maravillosa canción de Richard Rodgers y Lorenz Hart Isn't It Romantic? [¿No es romántico?] sea el insistente leitmotiv de Sabrina, probablemente la primera de las películas de Billy Wilder como director en que revela, para sorpresa de muchos y apenas disimulada decepción de algunos, su lado profundamente romántico, que hasta entonces había ocultado en lo más hondo de obras de apariencia dura y seca, y de tonalidad escéptica, irónica e incluso pesimista y misantrópica, que le han labrado una persistente reputación de cineasta cáustico y amargo, cuando no cínico, fama críticamente rentable, ya que a mucha gente le divierten las actitudes cínicas.

Lo que sucede, creo yo, es que Wilder, como buena parte de los románticos de corazón, y muy particularmente los más tardíos, los que han nacido a destiempo (en general, demasiado tarde, muy raramente antes de lo debido) y han tenido que sobrevivir este siglo, no tiene nada de optimista, ni encuentra motivo alguno para serlo, sino que sabe muy bien, por experiencia propia y ajena, lo difícil que resulta que las cosas acaben como uno querría, y lo peligroso que resulta soñar y confiarse a la suerte y a la bondad de los demás, sin olvidar el riesgo de que, encima, se rían de uno en su desdicha. Como dice otra gran canción, Smoke Gets in Your Eyes, "Ahora, los amigos se ríen, burlándose de las lágrimas que no puedes ocultar". Así que, prudentemente, el romántico actual suele pasarse a la clandestinidad, y procura disimular, además de protegerse de sí mismo con buenas provisiones de escepticismo, porque, sospecha, más le vale no hacerse demasiadas ilusiones. Lo que le hace, en realidad, desesperadamente romántico, es decir, doblemente romántico, porque su esperanza se basa no en la experiencia sino en los principios; podría decir, como otra estupenda canción, "I'm incurably romantic" [Soy incurablemente romántico], porque considera que es una enfermedad y que no tiene remedio.


Que Sabrina sea una película considerada menor por muchos de los fanáticos de Wilder, lo mismo que otra de sus obras menos vistas y más confesionalmente románticas, Ariane, no deja de ser revelador: prueba que Wilder no andaba descaminado al estimar que en los cincuenta, después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el romanticismo no se llevaba y llegar a la conclusión de que enseñar demasiado su intimidad equivalía a poner en peligro su independencia. La situación no iba a mejorar, ciertamente, en las décadas siguientes, así que Wilder siguió disimulando, una y otra vez, para que no se advirtiese, por lo menos a simple vista, cuán románticas, idealistas, morales, melancólicas y sentimentales son, en el fondo, comedias alocadas o ferozmente sarcásticas como Con faldas a lo loco, El apartamento, Irma la Dulce, Bésame, tonto, En bandeja de plata... Sólo al final de su carrera, cuando se creyó invulnerable (tras varios grandes éxitos seguidos de público y crítica) o pensó que ya nada tenía que perder (tras varios estrepitosos fracasos sucesivos), se ha permitido Wilder mostrar su romanticismo a cara descubierta: La vida privada de Sherlock Holmes, Avanti! (no usaré el largo trabalenguas irrecordable que le impusieron en España) y Fedora; que tampoco se contaron, por cierto, entre sus grandes éxitos, ni de crítica en general ni, y eso fue lo más grave, de taquilla.

Retrospectivamente, no es difícil ver lo que hay de romanticismo en algunos de sus guiones para Mitchell Leisen (como Si no amaneciera), por supuesto; pero también en Perdición, en Días sin huella, en El vals del emperador, en Berlín-Occidente, en El crepúsculo de los dioses, en El gran carnaval, en La tentación vive arriba y hasta en Testigo de cargo. Es decir, en casi toda su filmografía, con muy contadas excepciones absolutas (como Traidor en el infierno). Su caso, por cierto, no tiene nada de único: piénsese en otro cuarteto de supuestos cínicos ilustres del cine, Josef von Sternberg, Alfred Hitchcock, Max Ophuls y Joseph L. Mankiewicz, cada uno a su manera. Mal que les pese a los que sólo quieren ver la cara visible de Wilder, que les resulta más cómoda y les parece más vigente o más fácil de tratar de remedar, y que niegan incluso, en algunos casos, la mera existencia —no digamos la importancia y la sinceridad— de la oculta, creo demostrable que el verdadero Wilder es, en el fondo, el más grave, serio e idealista, y que los restantes rasgos aparentes de su carácter como cineasta no son sino caretas o barreras protectoras frente al doloroso desengaño que puede producir todo aquello sobre lo que uno, si se descuida, llega a hacerse ilusiones, sea el amor, la familia, los amigos, los ideales, la política, la vida de sociedad o el mismísimo ser humano.

No está bien visto, en casi cualquier sociedad de este siglo, por ejemplo, ser honrado, que no es —ciertamente— una tentación frecuente entre los personajes wilderianos; menos todavía la figura del habitualmente ridiculizado buen samaritano, que es, a su pesar, la que acaba encarnando el inicialmente más bien interesado, codicioso, egoísta y poco o nada escrupuloso ejecutivo C. C. Baxter (Jack Lemmon) de El apartamento, y que se convierte, para mí, en la parte final de esta conmovedora obra maestra, en uno de los seres cinematográficos más admirables como persona de toda la historia del cine, frente al cual, de hecho, encuentro mezquinos y fatuos a casi todos los protagonistas —próceres, santos, artistas, héroes, mártires— de las películas hagiográficas. Romántica encuentro, y como pocas, la fantasmal relación que brota entre Pamela Piggott (Juliet Mills) y el muy reticente, convenientemente puritano y vulgar Wendell Ambruster Jr. (Lemmon de nuevo) en Ischia, en esa comedia de ambiente y tono totalmente funerario que es Avanti! Románticas en grado sumo me parecen la amargura y la postración casi suicida de Sherlock Holmes (Robert Stephens), que nos revela póstumamente sus recuerdos guardados durante cincuenta años en La vida privada de Sherlock Holmes, y que iluminan verosímilmente algunos aspectos controvertidos y enigmáticos de esta figura literaria tan resistente a la muerte y al olvido, pese a la incesante sucesión de generación tras generación de lectores. Románticas son, creo yo, las verdaderas razones de lo que sucede bajo el aparente vodevil picante y de mal gusto que cuenta Bésame, tonto, de superficie áspera y basta y corazón elegante y sensible, y en especial las dos entrañables figuras femeninas que componen la siempre exquisita y discreta Felicia Farr y esta vez la vulgar y llamativa Kim Novak, más carnal aquí que nunca, pero en el fondo tan soñadora y sensible como en Vértigo.


Es más, quizá lo más extraordinario del romanticismo de Wilder es que carece de su aureola artificial más ostentosa y evidente, lo mismo que algunos de los grandes poetas logran prescindir por completo tanto de las palabras (ruiseñor, alba, ocaso, etcétera) como de los giros gramaticales considerados poéticos. En Wilder surge el romanticismo —el amor, la pasión, la fidelidad, el sacrificio, la locura— donde menos se espera, entre las personas más prosaicas o mediocres a primera vista, en el terreno menos propicio y más baldío en apariencia, y se permite, para colmo, no presentarse como algo heroico, sino simplemente como un sentimiento irremediable. Ya dijo René Char: "Ante el infortunio, el poeta responde con salvas de felicidad", y creo que Wilder no hace otra cosa.

Publicado en el nº 10, dedicado a Billy Wilder, de Nickel Odeon (primavera de 1998)

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