sábado, 25 de marzo de 2023

Southern Comfort (Walter Hill, 1981)

El título original, Southern Comfort, es irónico. Y es una lástima que no se limite a parecerlo hasta los últimos veinte minutos, porque en ellos se juega la película, a mi modo de ver, su valía. Mientras se asemeja a una versión desorganizada e inexperta del avance de las tropas por Errol Flynn en Objetivo: Birmania (Raoul Walsh, 1945), La presa puede prescindir de cualquier alusión, por velada y tangencial que sea, a la guerra de Vietnam, porque da igual, no hace falta: si se suprimiese el rótulo, impreso en los primeros planos, que nos sitúa en «Louisiana, 1973», pensaríamos automáticamente que todo acontece donde realmente sucedieron hechos semejantes a los parabólicamente descritos —más que narrados— por Walter Hill.

La presa es, por tanto, durante cerca de ochenta minutos, una admirable explicación (complementaria de la ofrecida por Coppola en Apocalypse Now) de la «intervención» en Vietnam. La presentación —sumaria si se quiere, pero eficaz, y no tan simplista como se ha dado a entender— de los personajes y de la acción nos coloca, por supuesto, a favor de los indígenas cajun, habitantes residuales de los pantanos de Louisiana, descendientes francófonos de inmigrantes canadienses; de la patrulla intrusa de la Guardia Nacional, apenas dos integrantes —Keith Carradine y Powers Boothe— parecen salvables: el resto son unos chuletas belicosos de mala muerte, cuando no fanáticos o retrasados mentales que ocultan sus taras bajo un uniforme o que enarbolan la lucha por la supervivencia como pretexto para dar gusto al gatillo, probar no se sabe a quién su muy dudoso valor o satisfacer sus «instintos» adquiridos (fauna que en España conocemos mejor de lo que a muchos nos gustaría, pues abunda y cuenta con algunos ruidosos partidarios que actúan tan impunemente como sus patrocinados por el permanente acobardamiento de gente no muy convencida de la conveniencia de los derechos que dice propugnar o que tiene el deber de proteger). Así que, tal como se plantea la película, cuesta creer que algún espectador medianamente sensato se sienta demasiado apenado por la venganza —ciertamente excesiva, pero no del todo injustificada— de los cajuns, que van eliminando uno a uno, cuando no por parejas, a los miembros del comando, en una variante del viejo mecanismo de Agatha Christie en Diez negritos, consistente en aplicar la fórmula del cazador cazado.


Poco antes de que termine la película, los dos únicos supervivientes de la patrulla desembocan en una especie de Arcadia del pantano, una aldea cajun cuyos pobladores, felices y tranquilos, celebran una fiesta y les atienden, pese a las dificultades lingüísticas y a que van armados y con el uniforme hecho un asco, con amabilidad y deferencia. Parece entonces que la película va a revelar la paranoia que se vislumbra hasta en los dos personajes más apreciables, y que todo va a terminar, lógicamente, con el final de una pesadilla. Lástima — por lo menos para mí— que Walter Hill haya decidido, a última hora, demasiado tarde, sorprendernos con un final «no convencional» y que los simpáticos lugareños tengan que comportarse como criminales sedientos de sangre, porque entonces ya no me creo nada, y sospecho que, en el fondo, Hill tampoco: parece significativo que una película seca, fluida y desnuda, concisa y dominada durante casi hora y media caiga luego en una orgía de cámaras lentas, congelados de imagen y otros vulgares efectismos, para concluir con un clímax artificial que queda, por colmo, tramposamente «en suspenso» mediante detención en foto fija de tres series de imágenes.

Publicado en el nº 18 de Casablanca (junio de 1982)

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