miércoles, 29 de marzo de 2023

El melodrama como tragedia actual

Fedra (Manuel Mur Oti, 1956)

Fedra constituye uno de los proyectos más osados y audaces que ha acometido Mur Oti, y probablemente el más arriesgado que ha logrado llevar con éxito a la pantalla. Y no me refiero, en modo alguno, a la idea de actualizar una tragedia clásica, porque, disimulada o expresamente, ni fue el primero - Mourning Becomes Electra (1947) de Dudley Nichols o el Orphée (1950) de Jean Cocteau son dos que se me ocurren ahora - ni iba a ser el único - la misma Phaedra fue modernizada en 1964, para mí catastróficamente, por Jules Dassin; Pasolini dió un prólogo y un epílogo contemporáneos a su versión de Edipo re (1967) -, y a fin de cuentas es algo que ya se había hecho con frecuencia en la ópera, sin contar con la frecuencia con que se ha pintado con ropaje contemporáneo a los seres mitológicos y a los personajes trágicos de la antigüedad.

La verdadera actualización de la tragedia de Séneca consiste en algo de lo que sólo un cineasta con respeto por el melodrama - como Frank Borzage, Max Ophuls, Orson Welles o Douglas Sirk - puede siquiera percatarse, y es que, al trasladarse a nuestra época, una tragedia se convierte, automáticamente, en un melodrama. Y eso es lo que es, de un modo quintaesenciado, liberado casi por completo del naturalismo, con una dimensión mítica innegable, la Fedra de Mur Oti, que pese a su sustancial fidelidad a Séneca no es - porque no podía ser - la del filósofo cordobés, que no era ya la misma que concibió Eurípides en su Hipólito, ni la de Jean Racine en Phèdre.



Una consecuencia de la época de realización - pese al obstáculo que suponía la cerril y estricta censura imperante en España en 1956 - es su inusitado (y no por poco explícito menos intenso) erotismo: de hecho, se tiene la impresión de que sólo la coartada de ser una adaptación de un clásico permitió que atravesara las sucesivas barreras existentes una película en la que se trasgredían numerosas prohibiciones no escritas: una mujer, Estrella/Fedra (Emma Penella), se casa con un hombre mayor y relativamente acaudalado y poderoso, "el patrón del Norte", Don Juan/Teseo (Enrique Diosdado), porque no le hizo caso un joven extraño, Fernando/Hipólito (Vicente Parra), que el mismo día de la boda descubre que es hijo del primer matrimonio de Juan, y que sigue rechazándola - y, para colmo, más bien porque no le interesan las mujeres que por “respeto filial” -; ella, despechada, pese a que, al ser la mujer de su padre, se ha convertido en su madrastra (una madre simbólica), le acusa entonces de tratar de forzarla, enemistándolo con su padre y causando (apenas indirectamente) su muerte; entonces Estrella, por desesperación más que por arrepentimiento, se suicida, y encima lo hace con testigos, delante de su marido, y hundiéndose abrazada al cadáver del hijo, es decir, de la manera más desafiante y destructiva imaginable. Para dar una idea del efecto que podía producir la película en aquellos tiempos, pues seguro que en España se escribieron cosas parecidas al respecto, me parece muy ilustrativo el "Juicio del CCOC (Centro Católico de Orientación Cinematográfica)" que publica - a renglón seguido de una crítica respetuosa y culta, pero cinematográficamente bastante ciega, y excesivamente condicionada por sus prejuicios puritanos, del Dr. Julio Morales Gómez, en la revista Cine Guía (nº 3, mayo de 1957), editada por la Acción Católica Cubana:

"El origen clásico elimina algunas dificultades morales del tema. Actitud reprensible que en todo momento se condena. El vestuario de la protagonista resulta inadecuado, inconveniente y excesivamente provocativo. Mayores con reparos."

Desde el impresionante texto inicial, dicho en off con solemnidad imparable por una voz que podría ser la de Mur Oti hace 36 años, comprendemos que la película va en serio, ya que proclama:

"Esta tragedia es tan vieja como el Mar Latino. Hija del mito, rueda por el mundo desde que Eolo movió el primer grano de arena, o azuzó los caballos de una nube sin hermana en el cielo. Todas las caracolas la cantan incansables en su rumor sin pausa. Para aquellos que no entienden la palabra eterna del mar, nos asomaremos a una playa cualquiera del Levante español. Los hombres y las cosas han cambiado, pero el amor, el deseo, el pecado y la muerte siguen teniendo el prestigio dramático y bello de los siglos de Ulises. Como el mar y el viento, como el sol y el cielo, como lo eterno."

Este texto, de tono y estilo típicamente murotianos, constituye una enunciación de los elementos fundamentales del melodrama - incluidos los meteorológicos -, que casualmente son, en buena medida, los de la tragedia: sólo los hombres y las cosas cambian de una época a otra, sólo la parte de responsabilidad que se atribuye a los dioses, al destino y a la fatalidad diferencia en realidad un género de otro. La Fedra de Mur Oti se sitúa en el límite de ambos planteamientos, en la frontera entre el naturalismo y la abstracción, en la zona de confluencia entre la actualidad y la leyenda, un poco como Pandora and the Flying Dutchman (1950) de Albert Lewin o The Barefoot Contessa (1954) y Suddenly, Last Summer (1959) de Joseph L. Mankiewicz.

No creo ocioso que el comentario inicial insista en la eternidad de la tragedia que va a narrarnos, ni que sitúe la acción, un tanto al azar, en "una playa cualquiera" del Levante español. Podría ser Grecia o Roma, y suceder en la Edad Media o en la Antigüedad, lo mismo que Rosa (Porfiria Sanchiz) es una furia exterminadora, una bruja, una arpía puritana arquetípica, semejante a la Mercedes McCambridge de Johnny  Guitar; en el fondo, todos los personajes son a su vez ellos mismos y una proyección mítica o simbólica, que actúa en la película no como clave, sino como sugerencia, como puerta abierta a un "más allá" del aquí y ahora, como liberación del localismo: así, no deja de ser curioso que el padre de Estrella, Pedro (Rafael Calvo), sea farero - encargado de guiar a los navegantes iluminando la noche - y esté ciego hasta el punto de creer que es de noche cuando brilla un sol abrasador; tampoco significa nada en particular que Estrella deteste a los caballos ("bestias repugnantes" y "animales estúpidos"), mientras reprocha a  Fernando que no la haga caso y les preste más atención a ellos, sin darse cuenta de que a Fernando no le interesan las mujeres, lo mismo que odia el sol, el aire, la arena y el mar que tanto ama Estrella, pero son pistas, datos o insinuaciones que contribuyen a dar a la historia una aureola de misterio, de predestinación, de fatalidad, y le permiten adquirir un tono de fábula enigmática que aleja del drama todo riesgo de caer en el naturalismo o en el pintoresquismo localista.



Película extremadamente luminosa y diáfana, en la que se combinan hábilmente el sol y el resol mediterráneo que tan bien supo captar Sorolla - pintor al que siempre alude Mur Oti cuando se refiere al director de fotografía Manuel Berenguer, también valenciano - con la negrura punteada por antorchas amenazantes o por fuegos artificiales, se caracteriza Fedra por su estilo depurado y conciso, por su seguridad y fluidez, por su ritmo sostenido, que hace avanzar ineluctablemente la acción hacia su desenlace, que esta vez resulta natural, sin el menor signo de vacilación o precipitación. Ni el menor asomo de gratuidad tampoco: está claro que tenía que terminar tal y como acaba.

Por eso, a pesar de ciertas poses ingenuamente eróticas de Emma Penella - salvaje y descalza, como Jennifer Jones en Duel in the SunGone to Earth y Ruby Gentry - que no carecen de atractivo, pero delatan la fecha de realización y hoy resultan anticuadas, Fedra es una película que se mantiene sin una arruga y que resulta todavía resueltamente moderna, además de conservar una notable carga de erotismo, posiblemente más franco y constante que en ninguna otra obra de Mur Oti, pese a que este rasgo sea una constante que nos sorprende en cualquier época - incluso en las menos propicias - y con cualquier actriz, por improbable que parezca (véase el caso de Ana Mariscal en Un hombre va por el camino, o el aún más notable de Aurora Bautista en Condenados). Viendo cualquiera de estas tres películas, no cabe sino lamentar la falta de libertad que se padeció en España durante los años de mayor actividad de Mur Oti, porque parece evidente que - siempre dentro de los límites del buen gusto y con una economía visual que es consustancial con el auténtico erotismo cinematográfico, que debe sugerir y dejar que la imaginación del espectador participe, lo mismo que puede servirse casi tanto del sonido como de la imagen - obligó a desaprovechar una parte del talento y del atractivo de muchas actrices, y no permitió que Mur Oti expresase cuanto tenía que decir sobre una cuestión tan interesante como el deseo y el amor físico. Aunque Mur Oti mantenga que, aparte de alguna discusión, de la que casi siempre logró salir bien parado, apenas tuvo conflictos con la censura, yo creo que hubiera actuado con mayor libertad sin una actitud tan histérica por parte de las autoridades, porque, quiérase o no, era inevitable un cierto grado de autocensura, y en nuestro país los límites de lo permisible estaban muy por debajo de lo que se autorizaba en países no particularmente liberales al respecto, como los Estados Unidos. En cualquier caso, Fedra demuestra que, a condición de saber algo acerca de la cuestión y tener alguna idea de cómo expresarlo cinematográficamente, además de ser capaz de dirigir en ese sentido a los actores, era posible hacer una película auténticamente cargada de erotismo y fundada en el deseo, con censura y todo. Produce cierta indignación histórica comparar el auténtico erotismo que emana de Fedra en todo momento con la fría, aburrida, falsa e insulsa - cuando no simplemente ridícula, además de carente de pasión - Et Dieu… créa la femme (1956) de Roger Vadim, que por entonces se quiso presentar como el colmo de la audacia y la cumbre del erotismo en el cine, y que dudo mucho que hoy sea capaz de excitar o emocionar a nadie, pese a contar con la jovencísima Brigitte Bardot y disfrutar de una libertad que Vadim no supo aprovechar, probablemente porque filmaba con indiferencia, sin pasión alguna, y desentendiéndose de la absurda peripecia en que se veían envueltos, como puro pretexto, unos personajes vacíos y carentes de interés, realmente inexistentes como tales.

Fedra es también la película más atrevida de Mur Oti en el terreno de la representación. Nunca - hasta Morir... dormir... tal vez soñar, pero en otra dirección - fue tan original e innovador, ni se acercó tanto a un estilo original al que poco a poco parecía irse aproximando, en un proceso acelerado de depuración que muy pronto se vería interrumpido (Fedra es sólo su quinta película, pero parece que también la última rodada con total independencia, libertad de iniciativa y control). Es una película íntegramente construida sobre un hervidero de pasiones: ni siquiera los personajes más marginales y episódicos - el tendero Vicente (Raúl Cancio), que arde de deseo por Estrella - pueden permanecer indiferentes, en seguida se ven envueltos y arrastrados, como si un viento dionisíaco soplase en esa playa, como si la tentación llamase desde las caracolas (un objeto que reaparece en Morir... dormir... tal vez soñar) que Estrella recoge y con las que hace collares que Vicente le compra - aunque no los venda - para verla, y en las que su padre el farero escucha el mar que ya no puede ver.

En una película llena de momentos mitológicos o cargados de resonancias, cabe destacar varias escenas muy diferentes entre sí, particularmente misteriosas e insólitas, siempre relacionadas con la perturbadora irrupción repentina de personajes forasteros o con los ritos y costumbres de las familias de pescadores que habitan el pueblo costero de Aldor. La llegada de Juan - un personaje de otra época, rodeado de una aureola de señorial grandeza, serenamente melancólico, caballeroso y digno, interpretado sobria y conmovedoramente por Enrique Diosdado, que una vez más demuestra, como en Orgullo, ser un actor de la talla de Claude Rains, Herbert Marshall o Pierre Brasseur -, que tras catorce años de viudo se enamora inmediatamente de Estrella, introduce una tensión adicional, en un ambiente cerrado donde ya las mujeres de los pescadores, por celos y miedo a que les quite a sus maridos, la odian, y de manera especial Rosa, la hermana de Vicente, que la maldice e insulta, tratándola de bruja y agitando en su contra a las demás. La elegancia y el respeto con que, a distancia, sin meter prisa ni ejercer presión, sin prepotencia, corteja Juan a Estrella - y que resume una frase que le dice, cuando la invita a entrar en su casa, aunque estén solos: "No te hace falta nadie: de mí te defiendo yo" - resultan conmovedoras, pero hacen presentir que no logrará conservarla, sobre todo una vez que la indiferencia de Fernando - que manifiesta una falta de entusiasmo a la que ella, que tiene que soportar a diario el acoso, las indirectas y los piropos de todos los pescadores, y el rencor envidioso y maledicente de las mujeres, no está habituada - hace que cobre conciencia de su cuerpo, que pierda la inocencia y quiera por vez primera ser deseable y ponerse atractiva: en este sentido, es patética la ingenuidad que demuestra cuando va a la playa, tocada con un ancho sombrero de pescadora y manteleta anudada bajo la barbilla, y calzada con unas feas alpargatas con las que apenas sabe andar, para que la vea Fernando, que le ha reprochado que vaya descalza y despeinada por el viento. La llegada a la playa de los caballos que cuida Fernando; la fiesta de la boda de Estrella y Don Juan, con fuegos artificiales y baile en torno a las hogueras, donde se quema en efigie a la Bruja de Aldor, "porque es la enemiga del amor"; o la noche trágica en que las mujeres cercan con antorchas a Estrella, que cae por el barranco y que, malherida, saca fuerzas de la desesperación y nada hacia el cuerpo sin vida de Fernando para enlazarse a él y sumergirse, son otras tantas manifestaciones de frenesí y fanatismo, que contribuyen a mantener alta la temperatura de esta película particularmente enfebrecida, pero en la que ni el dramatismo ni la histeria de los personajes se contagian en ningún momento al realizador, que mantiene una visión serena y sabia, aunque no por ello distante ni desapasionada.



Se ha insinuado en alguna ocasión que Mur Oti era incapaz de contener la propensión al excesivo histrionismo de sus intérpretes; pocas cosas me parecen tan falsas y carentes de justificación. Pese a la condición de estrellas que tenían en aquellas fechas tanto Ana Mariscal o Aurora Bautista como Emma Penella, las tres están perfectamente controladas y retenidas, al mismo tiempo que han recibido impulsos en una dirección y un registro que no eran los acostumbrados. Emma Penella, por ejemplo, hace en Fedra el mejor trabajo de toda su carrera, pese a que no era empresa fácil conciliar erotismo a flor de piel con dignidad, inocencia con furia, desesperación con deseo. De hecho, la estrategia de Mur Oti con sus intérpretes tiene una de sus más curiosas muestras de astucia en Fedra, con el tratamiento de Vicente Parra: para eludir la caricatura o un planteamiento explícito que podría topar con la censura, Mur Oti recurrió a la caracterización, y tuvo la ocurrencia de teñir de rubio a Vicente Parra, lo que le da un aire extraño y ambiguo, en contradicción con sus ojos negros; además, le obliga a pasar de una altiva y distante indiferencia a una exasperación febril y sudorosa, agobiado por el viento, la noche, el sol, el calor, la arena, casi todo le molesta y pone nervioso, y encima Estrella le acosa y aguijonea con provocaciones y reproches, su padre se enfada con él, y no puede explicarse ni justificar su afán de irse. Si recordamos lo antes dicho acerca de Enrique Diosdado, se apreciará que cada actor, según su orientación, su imagen habitual, su carácter, su estilo y su técnica, y también en función del personaje que encarna, está dirigido de una manera distinta, que Mur Oti ha logrado integrar y ensamblar perfectamente, probablemente gracias a una planificación anticonvencional, que rechaza la rutina y la facilidad para conservar la unidad dramática y espacio-temporal de cada escena, ya que siempre ha sido consciente de que todos los elementos que intervienen en una película han de ser homogéneos y proporcionados.

Capítulo del libro “Manuel Mur Oti: las raíces del drama = Manuel Mur Oti: as raíces do drama” de Miguel Marías. Cinemateca Portuguesa, mayo de 1992.

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