A Time To Love And a Time To Die (Douglas Sirk, 1958)
Hay películas con las que se establece una sintonía muy especial: uno se encuentra sorprendentemente reflejado en la pantalla, o bien se identifica con el pensamiento implícito del autor, con la forma de mirar los seres y las cosas del cineasta. Se tiene la impresión, siempre grata, de comprenderlo todo, de no encontrar un reparo serio que ponerle - y no me refiero a minucias como deficiencias técnicas o carencias de producción, de las que ninguna se salva -, porque, para nuestro gusto, ni exageran o subrayan lo que quieren dar a entender ni eluden tampoco enfrentarse con las dificultades mediante una cómoda elipsis o deteniéndose justo cuando lo interesante sería seguir adelante con la escena o con la historia, y ver qué pasaba.
Desde la primera vez que la vi, hará unos 34 años, Tiempo de amar, tiempo de morir - o mejor, A Time To Love and A Time To Die, es decir, “Un tiempo para amar y un tiempo para morir”, ya que el título español confunde o asimila, como si fuese lo mismo, lo que el original separa, por decisión expresa de Sirk, que cambió el nombre alemán de la novela de Erich María Remarque en que se basa, sustituyendo además “vivir” por “amar” - es, sin duda, una de ellas, y eso que este tipo de obras no abundan ni son tampoco muy semejantes entre sí.
Mi conocimiento de la carrera de Douglas Sirk era por entonces fragmentario y desordenado. Ignoraba si podría considerársele - cuestión por entonces importante - un “autor”: aunque todas las películas suyas que había visto presentaban rasgos estilísticos y temáticos comunes, también es cierto que se inscribían en un mismo género - el melodrama - y estaban sin excepción producidas por la Universal. Hoy, cuando conozco casi en su totalidad la amplia y variada filmografía sirkiana, con sus dos periodos alemanes y el largo y básico intermedio americano que constituye su cumbre, sigue siendo la que prefiero, la que – a mi entender - mejor le representa, pese a ser, en cierta medida, atípica, por mantenerse totalmente ajena a la sociedad americana de los años 50 - la llamada “era Eisenhower” – que tan penetrante y críticamente analizó, sin proclamarlo abiertamente, en el grueso de su obra.
Los intérpretes no son tampoco los más habituales, los que sin vacilación asociamos al cine de Sirk - Rock Hudson, Dorothy Malone, Robert Stack, Jane Wyman, George Sanders, Barbara Stanwyck, Barbara Rush, Agnes Moorehead -, sino un joven que la Universal trataba de “lanzar”, sin éxito excesivo, al estrellato, y que, tras la siguiente obra maestra de Sirk, Imitation Of Life (Imitación a la vida, 1959), e intervenir en Psycho (Psicosis, 1960) de Alfred Hitchcock, acabó de embajador de su país en México, y una atractiva muchachita alemana, casi desconocida, Lilo Pulver, que, casi irreconociblemente convertida en opulenta rubia platino - una especie de sucedáneo germánico de Marilyn Monroe -, sólo volvió a destacarse en One, Two, Three (Uno, dos, tres, 1961) de Billy Wilder. El relativo anonimato de los actores, su aspecto poco extraordinario, hace que no los veamos como tales, sino simplemente como los cuerpos de los personajes, lo que hace más creíble y compartible su historia.
El más inolvidable de los perfectos secundarios (americanos y alemanes mezclados, siempre en su lugar y creíbles: piénsese en los funcionarios, los soldados convalecientes, los atemorizados ciudadanos en el refugio) no es un actor profesional, sino Erich Maria Remarque, el autor de la excelente novela que le sirve de punto de partida; se trata de un escritor al que mi desconocimiento del alemán me impide valorar con precisión, pero que, en el peor de los casos, debiera pasar a la historia como un gran proveedor de argumentos cinematográficos, pues ha inspirado durante decenios - desde los 30 a los 70, de Frank Borzage a Sydney Pollack - algunas de las más conmovedoras películas americanas.
A Time To Love and A Time To Die es, quizá, el mejor melodrama, la mejor película de guerra y el más penetrante retrato de la Alemania nazi que ha dado el cine (y no siento la tentación de añadir “hasta ahora”, como sería teóricamente prudente: ¿de verdad cree alguien que el cine puede dar más de sí en el futuro, o que va a ocuparse con mayor seriedad de cualquiera de estos asuntos?).
Y no es, pese a ello, como pudiera pensarse, una obra “híbrida”, en el sentido negativo de la palabra, sino tan coherente y tan sencilla en apariencia que su complejidad no se advierte a simple vista. Puede no parecer gran cosa, ni nada que se salga de lo corriente. No es espectacular ni grandiosa o llamativa, carece de enfatismo y no exhibe pretenciosamente su gran ambición. Por eso, mi párrafo anterior puede parecer una exageración. Con un sentido de la medida y una discreción verdaderamente inusuales hasta en su época, que era más modesta y elegante, la película consigue conmover sin forzar al espectador y sin que resulte previsible de su desarrollo más que el inevitable y pesimista final, sentimentalmente insatisfactorio, arriesgadamente anticlimático, pero más verosímil y amargamente veraz que el halagador “happy ending” con que fácilmente nos podría haber obsequiado, mucho más rentable.
Es larga - algo más de dos horas - y de ritmo pausado, y pese a ello consigue trasmitir con asombrosa viveza la sensación de precariedad, de angustia ante una prórroga excesivamente breve, que exigía la historia de amor efímero pero intenso y feliz que cuenta Tiempo de amar, tiempo de morir.
Conciliar la máxima intimidad con la radiografía moral de todo un país, hacer la crónica de un amor y al mismo tiempo narrar la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, lograr que ni por un momento dudemos de un enamoramiento que es a la vez repentino y firme, sereno y apasionado, prometedor y condenado a no durar, frágil y lleno de esperanza, son objetivos que Sirk difícilmente podía proponerse alcanzar, porque parecen imposibles y hasta incompatibles. Había obstáculos internos de los que quizá ni tuvo tiempo, saltando de una película a otra, para darse cuenta; de ser plenamente consciente de los problemas narrativos y dramáticos que debía superar, quizá hubiese renunciado, o se hubiese conformado con menos.
Es posible que el escéptico Sirk, simplemente, creyese en sus personajes y en el amor naciente que ilumina brevemente su desesperanzada situación, en medio de un país desmoralizado que se derrumba, en el que - de momento - sobreviven y por el que Graeber hasta tiene que seguir luchando y (a su pesar) matando, arriesgándose a su vez, a pesar de que no lo sienten como propio, porque el poder nazi les ha desposeído de su patria, de sus raíces, de sus casas y familias. Y, al contemplar en la pantalla a sus dos inexpertos actores, no excesivamente atractivos, palpablemente inseguros de sí mismos, siguió teniendo fe en esa historia, pequeña e improbable, quizá convencional, desde luego común a muchos de los que vivieron los días finales del III Reich. Encuentro significativo que Sirk no permitiese a Jon Halliday publicar lo que al respecto le había confiado: que en esta película había mucho de su idea y de su experiencia biográfica del amor, y que la historia de Ernst es hasta cierto punto una fantasía acerca de la corta vida de su único hijo, muerto en el frente ruso en las mismas fechas que el protagonista de A Time To Love and A Time To Die.
Como ya indica el título de la película, y sucede otras veces en el cine de Sirk, es una historia “en dos tiempos”. No en dos épocas muy distantes, cuyo abismo temporal ha de saltar la memoria, sino dos momentos sucesivos, excesivamente cercanos.
Aunque aquí Sirk no parte - como, por ejemplo, en Written On The Wind (Escrito sobre el viento, 1956) - del bloque temporal cronológicamente posterior, para remontarse al pasado - en un largo paréntesis que ocupa la mayor parte del metraje – y volver, brevemente, al más próximo al presente, para cerrar el drama - procedimiento no exento de riesgos y de dificultades, y que Sirk nunca empleó tan sistemáticamente como se ha dicho, sino sólo en contadas ocasiones, muy deliberadamente -, la narración lineal de A Time To Love and A Time To Die está construida de tal manera que produce casi el mismo efecto, es decir, que el núcleo central de la historia, cuando se nos cuenta, parezca ya concluido, porque las imágenes inaugurales de la película tienen una tonalidad premonitoria y fatalista: anuncian o hacen intuir el final, e indican claramente que lo que se nos va a relatar es ya irremediable.
Tanto el título de la película como los datos mínimos que se nos suministran - aunque sólo fuera la presencia de Lilo Pulver junto a John Gavin en los títulos de crédito - anuncian una estructura A-B-A (frente-permiso en retaguardia-frente) que hace temer el ineluctable final. Las propias imágenes sobre las que desfilan los títulos de crédito - con un almendro en flor que deshoja el viento, sustituidos los pétalos que caen por copos de nieve sobre las ramas desnudas, para finalmente cesar toda precipitación y dejar la rama seca atravesando la pantalla - anticipan el curso de la historia.
La tarea de Sirk consistirá en hacernos compartir a los espectadores, contra toda expectativa razonable, la ilusión que brota en sus protagonistas, que se aferran a esa probabilidad entre un millón que les queda. Lo que hace que una película de paso tranquilo como A Time To Love and A Time To Die resulte tan angustiosa como las películas de Hitchcock más llenas de suspense es, sin duda, la permanente tensión que crea la contradicción entre el final trágico anticipado, temido pero tan verosímil como normal, y el deseo de que esos personajes, nada extraordinarios, decentes y razonables, que se han encontrado casi por casualidad y que han formado una pareja, sin apenas proponérselo, casi por necesidad de compañía, sin aspirar a una larga vida en común, sin poder prometerse un futuro juntos, consigan prolongar esa tregua, ese “permiso” que está ya, cuando empieza, en trance de consumirse, y muy pronto a punto de agotarse, porque tiene un plazo fijo de vencimiento que, además, sospechamos definitivo, improrrogable.
Es la falta de tiempo lo que obliga a dos seres tranquilos y nada alocados, más tímidos y modestos que atrevidos y arrebatados o irresponsables, que poco tienen en común a primera vista, a recorrer en muy pocas horas - tres semanas dura el permiso de Ernst - un camino que en condiciones normales les hubiera exigido años. Esa concentración temporal, que aquí se da en la circunstancia misma de los personajes, y no, como en la mayoría de los melodramas, en la narración cinematográfica de sus vidas, por efecto de la condensación de años y hasta generaciones en el transcurso de una duración “standard” situada entre 90 minutos y dos horas, unida a la sensación de que lo que van construyendo se les escapa entre los dedos, igual que el plazo del que disponen, al pasar las horas, se va reduciendo y les va dejando menos margen por delante, es lo que da a A Time To Love and A Time To Die su singular intensidad, su excepcional patetismo. La película no corre, pero el tiempo vuela. E intuimos que, cuanto más consigan los protagonistas, más perderán.
El conflicto entre, por un lado, la solidez de su amor, tan evidente que no se nos ocurre ni por un momento ponerlo en duda, pese a que nadie trata nunca de convencernos de su autenticidad -como pasa en tantas películas de amor, en las que se nos dice que existe un sentimiento que nunca acertamos a ver en la pantalla, del que, por mucho que lo busquemos, no logramos percibir un solo indicio -, y que identificamos precisamente como amor - y no amistad, compañerismo, compasión - al mismo tiempo que los propios personajes, estupefactos de advertirse inmersos en un proceso que consiste en un paulatino descubrimiento mutuo - algo que, por definición, requiere tiempo - y en el progresivo tejer conjunto de una relación que, para trabarse bien, también exige aquello de lo que apenas disponen y con lo que no pueden contar en un futuro que probablemente no exista, y, por otro, la ominosa y voraz fugacidad de cada instante, un conflicto que es, sin que lo sepan conscientemente la mayoría de los directores, la razón de ser y la materia prima del cine, está encarnado en esta película de Sirk como en muy pocas otras, apenas dos o tres, una de ellas The River (El río, 1951) de Jean Renoir.
Es como una vela en un apagón. A medida que ilumina, se va consumiendo. Si la luz no vuelve, la oscuridad se hará total y definitiva. Es también, por supuesto, aunque procuremos no acordarnos de ello, lo que sucede con la vida, con ese cuerpo y esa desconocida cantidad de tiempo que son lo único con lo que, de verdad, podemos contar, porque es lo único que poseemos: a medida que vivimos, nuestro organismo se va desgastando y deteriorando, y nuestro tiempo disponible se va agotando. Sea cual sea la duración (predestinada o dejada al azar) de nuestras vidas, siempre una incógnita, cada año que cumplamos nos quedará uno menos.
Y, si se piensa que en el cine de Sirk la fuente de toda felicidad y de toda desdicha, a veces de ambas cosas en diferentes momentos, y lo que hace que una vida – siempre problemática, siempre una carga que hay que soportar - valga o no la pena, es el amor, no habrá de resultar del todo extraño que el autor de Interlude (Interludio de amor, 1957) e Imitation Of Life haya sustituido el verbo que Remarque - en el título alemán del libro - enfrentaba con morir, vivir, por uno menos obvio, amar, y más significativo, porque todos los que viven morirán, pero no todos amarán o serán amados, y menos todavía conocerán el amor recíproco y correspondido, estadísticamente tan improbable que, por poco que dure, siempre será extraordinario y valioso.
Esto es lo que hace que una película tan triste como A Time To Love and A Time To Die no sea nunca desesperada ni negativa. En otras manos, ante otros ojos, la misma historia se hubiese convertido en una parábola sobre la falta de sentido de la vida, la impotencia de los sentimientos frente al curso irreversible de la historia y ante al mero paso avasallador del tiempo. El amor de Elisabeth Kruse y Ernst Graeber hubiera sido una ilusión, un sueño evasivo, una victoria pírrica, una pompa de jabón, un espejismo, un esfuerzo inútil.
En cambio, A Time To Love and A Time To Die es la historia de una doble victoria moral, privada y ciudadana. Con un alto precio, desde luego, pero que, a los ojos de Sirk, valía la pena pagar.
Por un lado, la desaparición de Ernst no anula el amor que comparte con Elisabeth. Ese amor sigue, no dejará de ser un logro, aunque nadie lo sepa, incluso cuando muera también ella y ya nadie pueda recordarlo, aunque no tengan un hijo póstumo o éste, de llegar a nacer, muera prematuramente también: no necesita frutos ni consecuencias para durar, porque no se ha extinguido, no se ha agriado, no se ha agotado; Ernst y Elisabeth no han dejado de amarse, no han roto, aunque fuerzas exteriores hayan destruido o frustrado la pareja.
Por otra parte, que Ernst, cuando quiere vivir y tiene de nuevo razones para vivir, se arriesgue a perderlo por no hacer algo que le repugna, por no obedecer la orden de ejecutar a un prisionero ruso, tampoco es desmoralizador: es una buena razón para morir, y prueba que Elisabeth no eligió mal, que no se enamoró de alguien indigno de ella, que ambos realmente merecían la suerte de encontrarse y, aunque fuese durante un plazo muy breve, vivir un gran amor.
Es en el final, realmente grandioso, donde más se distancia la película de Sirk de la novela, en general seguida con bastante fidelidad - aunque con las inevitables (y a menudo útiles) simplificaciones que suele imponer el cine -, de Erich María Remarque, cuya conclusión, al contrario de la de Sirk, devalúa la historia de amor y difumina en el olvido, en una suerte de sueño pasajero, la figura de Elisabeth, con lo que cae en una desesperanza que, al menos en esta ocasión, el “pesimista” Sirk quiso evitar.
Hay que creer, como Dylan Thomas, que “la muerte no prevalecerá”. Que la vida, como mera existencia biológica, dure lo que dure, además de venirnos dada, es algo tan generalizado que no vale en sí misma gran cosa, y que lo que importa es lo que hacemos con ella, más aún que en ella. Que el objetivo no ha de ser sobrevivir a cualquier precio, ni “triunfar en la vida”, ni siquiera hacer grandes cosas, sino, ante todo, no mancharla, vivir con decencia y con dignidad, no destruir, no hacer daño. Y, cumplido este requisito, nada fácil por cierto, lo que cuenta es quizá darle sentido a la vida, o saber encontrárselo. Cada cual en el terreno que pueda: la obra maestra de algunas parejas quizá sea su vida en común, la de algunos individuos tal vez un libro, una película, una sonata de piano, una conducta ejemplar. Que eso deje huellas, o se conserve, o que alguien lo continúe, es otro cantar, y además no depende de uno. Pero no creo que haya nadie tan tonto que procure ser feliz para pasar a la historia, ni siquiera que escriba obras de teatro con el objetivo de que sigan siendo representadas siglos después y estudiadas en los manuales escolares, ni que pinte para que los cuadros que no venderá en vida sean subastados por millones de dólares y se cuelguen en las paredes de algún museo japonés.
Lo que primero nos llama la atención, cuando comienza la proyección de A Time To Love and A Time To Die, es el espacio: pocas veces ha parecido tan amplio y apaisado, tan dominado por lo horizontal, el formato Cinemascope, que Sirk empleaba por última vez en su vida. Lo segundo que capta nuestro interés, mientras la narración apenas ha comenzado todavía, es el color, con una cierta tendencia a la monocromía, en tonos pastel, muy planos y terrosos, que dan a la composición un cierto aire pictórico (aunque sea un cuadro pintado con barro, nieve y nubes). Lo tercero va estrechamente unido a estos dos primeros rasgos, aunque tal vez nos lleve más tiempo confirmarlo, ratificarnos en esa temprana sensación de que las imágenes de A Time To Love and A Time To Die son singularmente planas y faltas de relieve, sin la nitidez focal y la profundidad de campo habituales en el cine de Sirk. Este rasgo puede hacernos pensar en Frank Borzage, lo que no es frecuente en Sirk, aunque en esta ocasión resulte muy apropiado, ya que hay indudables paralelismos entre la película que nos ocupa y 7th Heaven (El séptimo cielo, 1927), A Farewell To Arms (Adiós a las armas, 1932), Three Comrades (1938) y The Mortal Storm (1940), como las hay, en sentido cronológicamente inverso, entre Battle Hymn (Himno de batalla, 1956) de Sirk y China Doll (1958) de Borzage, más allá de que tanto uno como otro adaptasen, en otras oportunidades, novelas de Fanny Hurst y de Lloyd C. Douglas.
Tal vez, en el fondo, porque en Tiempo de amar, tiempo de morir Sirk manifiesta una confianza en el amor y su fuerza positiva que no está lejos de la sostenida por Borzage y que contrasta con la idea del “amor como trampa” que detectó Fassbinder y que existe, por supuesto, en All That Heaven Allows (Sólo el cielo lo sabe, 1955), Magnificent Obsession (Obsesión, 1954), All I Desire (Su gran deseo, 1953), There’s Always Tomorrow (1955), Written On The Wind, The Tarnished Angels (Ángeles sin brillo, 1957) o Imitation Of Life, pero no necesariamente en toda su obra.
Releyendo hoy la novela de Remarque, sorprende - y quizá no debiera ser así, ya que a menudo suceden cosas comparables - que Sirk “desaprovechase” o pasase por alto detalles, escenas e ideas (sobre todo, una impresionante escena basada en un reflejo) que cabría calificar de especialmente “sirkianas” – lo mismo que hiciera Buñuel con las más “buñuelianas” de las novelas de Rodolfo Usigli y de Mercedes Pinto en las que se basan, respectivamente, Ensayo de un Crimen (1955) y Él (1953) -, tal vez por temor a repetirse, quizá por un propósito general de no ser demasiado enfático e insistente, sabiendo que ciertos “atajos” narrativos dan mayor fuerza a la expresión cinematográfica que las declaraciones verbales explícitas o las repeticiones. Y eso que se trata, en líneas generales, de una adaptación notablemente fiel; ciertamente, Sirk resume y simplifica incidentes, agrupa y condensa personajes, se limita a sugerir cosas que Remarque deja muy claras, pero puede decirse que gran parte de los seres, de la historia y de los sucesos reflejados en la película tienen su origen en el libro, aunque no sean nunca su mera ilustración, sino una interpretación personalizada, casi siempre más honda, y a menudo más “abierta”, capaz de producir “resonancias”, “reverberaciones” o “ecos” enormemente sugerentes - como la vibración inquietante de un cable que roza las cuerdas de un piano despanzurrado entre las ruinas que la hacen permanecer viva y elocuente cuarenta años después de su realización.
Normalmente, al pasar de la literatura al cine, se gana automáticamente en concreción lo que pierde en capacidad de sugestión y de generalización: el realismo fotográfico es un poder, pero también una limitación. Sirk, sin duda consciente de ello, trata de recuperar al menos una parte del terreno forzosamente cedido a la precisión. Para ello, se sirve del estilo - entendido aquí no como el conjunto de rasgos característicos de un autor que equivalen a su “firma”, sino como proceso de estilización -, instrumento idóneo para filtrar, tamizar, modular y moldear los elementos reales y permitir que, al darles forma, recobren su poder alusivo y conceptual: que el árbol único e individualizado vuelva a ser simplemente “un árbol”, sin que importe cuál exactamente ni a qué especie pertenece.
No sabemos nunca a qué ciudad natal regresa Ernst, para encontrarse su casa convertida en un montón de escombros, que de sus padres no hay rastro y que la retaguardia es ya parte del frente, y de que la población civil alemana no está ya segura y bien alimentada, sino sufriendo las mismas penurias y destrucciones que los países que las tropas del III Reich habían ocupado.
Esta indefinición permite ampliar a toda Alemania lo que Ernst va descubriendo, y acrecienta el alcance de la película sin incurrir en generalizaciones abusivas ni simplificaciones: es a la vez la historia de Ernst y Elisabeth, una pareja cuyo amor brota aceleradamente entre las ruinas, del mismo modo que una rama de un árbol florece prematuramente bajo el calor de las bombas incendiarias, y la historia de cómo los alemanes de a pie, tanto en casa como en el frente, empezaron a darse cuenta de que, a pesar de no poder manifestar sus dudas por temor a la delación, a pesar de la propaganda, no iban a ganar la guerra. Y todo ello sin apenas diálogos que traten de eso, sin “discursos” explícitos como los que hay en la novela, sin “comentarios del autor”, sino dado a través de las miradas de desconfianza antes de hablar, bajando el tono, del gesto de estupor de John Gavin que precede al cataclísmico contracampo de las ruinas de Hakenstrasse, del miedo que se respira en el refugio durante el bombardeo, de la locura en que se refugian unos y la actitud cínica que adoptan otros, de la pesadumbre con que caminan las tropas en retirada, del color y la luz, de metáforas estrictamente ancladas en la realidad, pero que “irradian” un significado que va más allá de la apariencia (las manos de cadáveres que brotan en las nevadas estepas rusas, al llegar la primavera e iniciarse el deshielo; el Hotel Germania como refugio en el esplendor pasado; los ojos de un cadáver que parece llorar, al derretirse).
No es cuestión de analizar y desmenuzar en detalle cada una de las secuencias de A Time To Love and A Time To Die, ni de tratar de desmontar su construcción global, tan aparentemente sencilla como minuciosamente estudiada para conseguir esa impresión de fluidez en el curso del tiempo y de ineluctabilidad de los acontecimientos. Llevaría casi tantas páginas como las que debe ocupar el guión de la película, y no por ello la comprenderíamos mejor, ya que una de sus características esenciales es su fuerza de convicción, la evidencia que tiene cuanto en ella sucede, al alcance del espectador menos cultivado y más elemental hasta cuando alcanza matices más sutiles.
Adoptar el punto de vista alemán, sin un solo referente “aliado”, era, incluso trece años después del final de la contienda, una decisión aventurada, que hay que agradecer que Sirk se plantease responsablemente y con la más absoluta seriedad y decencia, pese a no contar en esa ocasión con el respaldo del productor Albert Zugsmith - el de The Tarnished Angels, que ese año, también con Metty de operador, fue responsable de Touch of Evil (Sed de mal) de Orson Welles -, sino del mucho más convencional Robert Arthur.
No creo que sus compatriotas se lo agradecieran, por lo que el propio Sirk ha contado a Antonio Drove y a Jon Halliday en los dos libros fundamentales que se han publicado en torno a la figura y la obra de Douglas Sirk, Tiempo de vivir, tiempo de revivir (Filmoteca Regional de Murcia) y Sirk on Sirk. New and Revised Edition (Faber & Faber, 1997), pero todos los cinéfilos del mundo le debemos una de las experiencias más íntima y duraderamente conmovedoras, y una soberbia lección de cine, cuyas múltiples enseñanzas permanecen vigentes cuarenta años después, lo que hace pensar que dentro de otros cuarenta años seguirán igual de vivas que hoy, y constituirán un testimonio mucho más permanente, objetivo y penetrante de la situación histórica en que se sitúa que muchos libros de historia, casi todos los documentales y los comentarios sociológicos de la prensa de la época, entre otras cosas porque estaba amordazada y sometida, de grado o por la fuerza, al yugo del aparato propagandístico del régimen nacionalsocialista, para el que cualquiera de las cosas “negativas” o pesimistas que insinúan los personajes de A Time To Love and A Time To Die sería un delito de alta traición y una tentativa de sabotaje de la moral de las tropas y de la población civil.
Esto plantea, una vez más, el dilema de la validación de las obras de arte como fuentes históricas, problema que está lejos de resolverse pero que margina de los estudios académicos probablemente la información más rica y certera que existe sobre determinadas épocas, sobre todo en momentos de crisis y confusión, y no digamos cuando, además, la libertad de expresión está gravemente restringida o ha sido abolida, o cuando se aplica sobre ella, contemporánea o retrospectivamente, la autocensura o la amnesia voluntaria, como sucede aún en casi todas partes con las últimas guerras en las que se han visto envueltas personas que siguen con vida.
Cuando gran parte de los registros han sido destruidos deliberadamente, y no cabe confiar en exceso en los testimonios directos, que a menudo se revelan parciales e interesados, lo mismo que muchas investigaciones posteriores, más encaminadas a demostrar un determinado punto de vista o una hipótesis, o a defender o atacar posiciones previas, que a tratar de descubrir toda la verdad, por dolorosa que resulte, y sin detenerse a pensar a quién puede perjudicar o favorecer, omiten determinados hallazgos o magnifican detalles insignificantes, conviene no despreciar las fuentes indirectas y que quizá no puedan considerarse “científicas”.
Desde ese punto de vista, creo que no pueden desdeñarse, como suele hacerse, reduciéndolas, a lo sumo, a “meros síntomas” o pálidos reflejos, las aportaciones cualitativamente iluminadoras, y posiblemente más alejadas de cualquier sesgo, que pueden encontrarse en obras de teatro, novelas y películas, y, más excepcionalmente, a veces incluso en cuadros o en composiciones musicales, que pueden reflejar con precisión inigualable un estado de ánimo. Ni siquiera debieran pasarse por alto las visiones externas, y dotadas ya de una cierta perspectiva temporal, como la que puede inferirse de esta película, por mucho que Sirk abandonase Alemania poco después de la consolidación del poder nazi, y pasase toda la guerra en Estados Unidos, y aunque tanto la novela del igualmente exiliado Remarque como su adaptación cinematográfica sean varios años posteriores a la derrota de su país de origen. Entre otras cosas, porque pueden haberse enriquecido con informaciones de primera mano de amigos y parientes, porque conocen y entienden su país, y porque representan, precisamente, el punto de vista que fue cuidadosamente y anticipadamente silenciado, con enorme eficacia, por las autoridades nacionalsocialistas y por sus cómplices pasivos, es decir, todos aquellos que se obstinaron en identificar el régimen con el país, que es justamente lo que obras como la novela de Remarque y la película de Sirk insisten en distinguir.
Artículo inédito. Escrito en 1998.
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