martes, 16 de mayo de 2023

I See a Dark Stranger (Frank Launder, 1946)

Dijo Shakespeare en La tempestad que “la pobreza hace conocer al hombre extraños compañeros de cama”. También el odio, y ésta es la historia que Frank Launder y su habitual socio Sydney Gilliat —un equipo menos conocido que Powell & Pressburger, pero que es otro de los tesoros ocultos del cine inglés y que suministró a Hitchcock el guión de Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938)— cuentan en I See a Dark Stranger (en Estados Unidos The Adventuress, 1946), sin duda una de las películas más raras y antiguas que conozco con —más que de— Deborah Kerr, aunque ya posterior a The Life and Death of Colonel Blimp.

No era todavía la gran actriz que muy pronto fue, y ya para siempre. Le faltaba aún oficio, y estaba lejos de sobreponerse a una timidez que nunca superó del todo —y que es parte de su atractivo, de su misterio, de su encanto y de su simpatía—, y que, paradójicamente, la empujó a darse en espectáculo al público, primero como bailarina, luego, como actriz, en la escena y después en la pantalla. Ese carácter ruborizable —más que ruboroso—, que nunca perdió, le cuadra al personaje que encarna, esencialmente inseguro y colocado en una situación tan ambigua como precaria y desesperante. De modo que su adecuación al papel compensa su falta de experiencia, y hace brillar desnudo —sin la máscara protectora del profesionalismo— su talento. Era, además, muy joven, frágil y enérgica a la vez, desafiante y hermosa. Hace de una irlandesa que, por odio al inglés ocupante, se alía con los nazis. Traidora, pues, a las islas británicas, confundida y desorientada ideológicamente, su ansia de libertad le lleva a ayudar precisamente a los enemigos más feroces de la libertad de los demás, convirtiéndose en instrumento inconsciente de los alemanes —para ella no mucho más extranjeros que los ingleses, y de momento más distantes— en aras del afán de vengar a su padre.

Ya entonces, bajo su fría, seria y modosa apariencia, hacía gala de ironía y sentido del humor, y se mostraba dispuesta a verse devorada por las pasiones y echar leña al fuego. Y tenía ya también al alcance de su mirada esa siempre sorprendente capacidad para asombrarse, aterrada o encantada, al descubrir que las cosas a menudo no son como parecen; sobre todo, no tan simples.

Por eso esa imagen juvenil de Deborah Kerr, que yo he descubierto tardía y recientemente, tiene para mí algo de vuelta atrás y, una vez instalado en ese tiempo, le encuentro a su actuación y a su presencia un tanto de premonición, aunque sea retrospectiva: nos descubre ya que Deborah iba camino de ser Kerr, es decir, la misma que brilló, de inmediato, en Narciso negro (Black Narcissus, 1947) a las órdenes de Michael Powell & Emeric Pressburger, y unos años después en El prisionero de Zenda (The Prisoner of Zenda, 1952), de Richard Thorpe —la mejor versión de la novela de Anthony Hope—, y más que nunca en Té y simpatía (Tea and Sympathy, 1956), de Vincente Minnelli, y en Tú y yo (An Affair to Remember, 1957), de Leo McCarey, y casi tanto —elegante, deliciosa y divertida como pocas veces— en Página en blanco (The Grass Is Greener, 1960), de Stanley Donen, y todavía lucía en La noche de la iguana (The Night of the Iguana, 1964), de John Huston, y hasta en Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, 1969), de John Frankenheimer.

Publicado en el nº 2 de Nickel Odeon (primavera de 1996)

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