Hasta tal punto se ha convertido Billy Wilder en un cineasta americano que tiende a olvidarse que, en realidad, es europeo, nacido en Austria e inmerso durante su juventud en la cultura germánica, y eso sucede, curiosamente, a pesar de que Wilder no ha ocultado nunca su procedencia ni ha conseguido desentenderse por completo de sus orígenes. Al menos, no por mucho tiempo.
No son muy numerosas, quizá, pero lo cierto es que, si se mira un poco, varias de sus películas traslucen una auténtica obsesión, más que por Austria, por Alemania y, sobre todo, por los alemanes: no es tanto, en el fondo, el territorio, la realidad geográfica y social —que no habita o padece desde 1933—, ni siquiera una ciudad como Berlín —en la que se instaló y de la que en buena parte es producto—, mucho menos Munich, Francfort o Colonia, o su paisaje, ni siquiera su historia y su cultura —que son todavía sus raíces, aunque se haya replantado en Hollywood y, como director, nunca haya dirigido realmente una película alemana— lo que preocupa a Wilder y le persigue hasta la lejana y soleada California, sino los alemanes, el carácter alemán o, quizá, las tendencias y los rasgos que se imprimen, más por educación que por herencia, en la manera de ser de la mayor parte —o al menos la más ruidosa y llamativa— de sus vecinos, tan inclinados a ser tomados por compatriotas.
Si nos fijamos en Cinco tumbas al Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), Berlín-Occidente (A Foreign Affair, 1948), Traidor en el infierno (Stalag 17, 1953) y Uno, dos, tres (One, Two, Three, 1961), podemos deducir, además, que su visión no ha cambiado mucho con el paso del tiempo, y que su opinión no ha mejorado gran cosa en los trece años que separan la última de estas películas de la primera, pese al cambio de régimen político y de estilo de vida detectable desde la inmediata posguerra descrita en Berlín-Occidente hasta la Alemania moderna de Uno, dos, tres. Cierto que su escrutinio se centra en la Segunda Guerra Mundial y los años de ocupación aliada justo tras la derrota del Tercer Reich y, con un gran salto sobre los años cincuenta, la Alemania reconstruida de Adenauer, aún dividida —americanizada en un lado, sovietizada en otro—, inmediatamente anterior a la erección del famoso muro de separación entre los dos sectores de Berlín que fue súbitamente derribado en 1989.
Pero hay otras alusiones, que extienden el ámbito temporal de su reflexión: no olvidemos que también es alemana la protagonista (encarnada, como la recalcitrante y seductora ex nazi de Berlín-Occidente, por Marlene Dietrich) de Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957), lo mismo que otra notable traidora —aunque reciba muy diferente trato por parte de Wilder—, la espía Ilse von Hoffmannstahl (Geneviève Page) de La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970), esta última situada en un período histórico muy anterior al nazismo, aunque no a los impulsos militaristas y totalitarios.
Obsérvese, además, que, salvo en parte Cinco tumbas al Cairo, que tiene al mariscal Erwin Rommel —encarnado, curiosa y hasta sorprendentemente, por Erich von Stroheim, arquetipo, cuando no caricatura, del militar prusiano, y del que da una visión chocantemente negativa, tratándose del enemigo mejor tratado por el cine del bando contrario, hasta tal punto que se nos ha quedado con los elegantes rasgos de James Mason en Rommel, el zorro del desierto (The Desert Fox, 1952), de Hathaway—, ninguna de estas seis películas trata directamente sobre los alemanes —como, por ejemplo, hizo Douglas Sirk en Tiempo de amar, tiempo de morir (A Time to Love and a Time to Die, 1958)—, sino más bien sobre sus relaciones con los norteamericanos (en las otras tres primeras) y los ingleses (en las dos restantes, y en la propia Cinco tumbas al Cairo), y que siempre están contemplados no ya desde fuera con la perspectiva de los no alemanes, sino adoptando el punto de vista enemigo, es decir, de los países anglosajones aliados contra Hitler en la Segunda Guerra Mundial.
Es bastante evidente que, aunque ambos estuviesen fascinados por Hollywood y por el sueño americano, y los dos partieran hacia el nuevo mundo, con escalas previas en otros puntos de Europa, por culpa del ascenso de Hitler al poder, la relación con Alemania de estos dos grandes cineastas casi contemporáneos (Detlef Sierck nació en Hamburgo en 1897, Samuel Wilder cerca de Viena en 1906) es muy diferente, como lo prueba, entre otras cosas, que Sirk regresase a Europa en 1959 y, aunque viviese en la siempre neutral Suiza, haya trabajado de nuevo en Alemania, aunque más en el teatro y, dentro del cine, sólo llegase a rodar cortometrajes, mientras que Wilder no ha vuelto a su antigua patria adoptiva sino de visita, con ocasión de algún festival u homenaje, o para rodar escenas sueltas de una película de producción totalmente americana. Quizá el origen judío de Wilder explique —más que su lugar de nacimiento— que su relación con la cultura alemana sea mucho menos profunda y arraigada, más oblicua e indirecta que la de Sirk, y que su actitud sea mucho más alarmista —como Lubitsch, recuérdense varios célebres gags de Ser o no ser (To Be or Not to Be, 1942)— ante cualquier signo de excesiva disciplina y de ordenancismo delirante (véase la grima y la descarga de adrenalina que, manifiestamente, le produce su perenne tendencia a taconear obedientemente siempre que les dan órdenes o les gritan enérgicamente, desde Berlín-Occidente a Uno, dos, tres).
Tengo la impresión de que, con criterios estricta y escrupulosamente indiscutibles, los alemanes tienden a no considerar a Wilder como algo propio, sino totalmente ajeno; ni siquiera pronuncian su apellido en alemán, sino como si fuese americano (que también podría ser, es también un nombre inglés). Sospecho, además, que la escasa simpatía hacia ellos demostrada por Wilder, aunque sea en filigrana e intermitentemente, es ampliamente correspondida y recíproca, y que los que saben dónde nació y empezó a trabajar como guionista le tienen por poco menos que un traidor, un renegado o un apóstata; a muchos se les escapa, o casi, un "bueno, en realidad, más que germánico, es judío". Tal vez por eso, para rehuir el punto de vista victimista, Wilder ha tratado siempre de darnos su visión de los alemanes no desde la óptica de un perseguido, ni con la paranoia —explicable— de un potencial candidato al exterminio, o de una persona nacida en un país a menudo presa de la codicia expansionista de su vecino mayor, sino a través de su reflejo, a veces muy contrastado, otras —alarmantemente— no tanto (en Uno, dos, tres), en anglosajones... que, a su vez, no son presentados nunca como modelos o parangones de la honradez, la solidaridad o la sobriedad, sino todo lo contrario: una norteamericana (Jean Arthur) puede rivalizar en almibarada cursilería con cualquier hausfrau alemana, y un inglés o un hombre de negocios de Atlanta pueden ser tan implacablemente eficaces y dictatoriales como el más caricaturesco comandante de campo de prisioneros (véase el impagable número histriónico del también vienés Otto Preminger en Traidor en el infierno).
Publicado en el nº 10, dedicado a Billy Wilder, de Nickel Odeon (primavera de 1998)
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