Una reflexión: antes de renunciar a la venganza, Max Monetti (Richard Conte) pasa revista a los hechos que le llevaron a la cárcel asumiendo la culpa de su padre (Edward G. Robinson), acusado de prácticas usureras, ante las evasivas de sus hermanos, que aprovecharon su largo emprisionamiento para hacerse con la fortuna paterna. La mayor parte de la película es un flash-back que analiza sin contemplaciones cuatro sociedades superpuestas (la familia, el ghetto italiano de Nueva York, el banco de los Monetti y el hampa), de las que Max sólo consigue escaparse por la tangente cuando comprende que vengarse de sus hermanos o aceptar su dinero sería entrar en el círculo vicioso de la familia y la mafia, y que su salvación está en irse lejos con Irene (Susan Hayward). Este cambio de plan —un sueño larga y amorosamente acariciado, que le ha permitido sobrevivir esos siete años— representa para Max la conquista de la lucidez, del mismo modo que supone una liberación tomar el camino inverso —apartarse de la ley— para Lopeman al final de El día de los tramposos. En ocasiones es el azar —Operación Cicerón— lo que da al traste con las más minuciosas maquinaciones, o lo que en unos tiempos se ha llamado destino y en otros historia —Julio César, Cleopatra—, las más es el carácter de los personajes, tanto los manipuladores como los presuntamente manipulados (en particular, Mujeres en Venecia), lo que desbarata, echa por tierra u obliga a invertir el planteamiento inicial.
Los personajes de Mankiewicz son siempre —locos o cuerdos, inocentes o culpables, ambiciosos o modestos— inteligentes, y a menudo víctimas de su inteligencia, de su manía de hacer planes, de su afición a la intriga, de su temperamento de jugadores (unos de póquer, otros de ajedrez; algunos, más ávidos, de damas); en el caso de Max, hijo obediente y astuto abogado, no hay más que una salida: comprender que no basta ni con acatar la ley paterna o familiar ni con aprovechar las lagunas del código para burlar la ley civil o aprovecharse de las leyes económicas, sino que tiene que hacer caso omiso de la ley del hampa, que le exige silencio y venganza, y decidirse, sencillamente, a actuar de acuerdo con sus deseos.
Publicado en el nº 14 de Casablanca (febrero de 1982)
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