martes, 2 de mayo de 2023

El mundo sigue (Fernando Fernán-Gómez, 1963)

Si no me equivoco —y no creo errar—, esta película sigue todavía sin estrenarse comercialmente en Madrid. Todo hace pensar que nunca llegará a ser conocida. Tampoco se pasa por televisión, ni está editada en vídeo. Aparte de la Filmoteca, casi nadie la proyecta nunca. Como casi nadie la ha visto, parece condenada a no ser mencionada, como merece, entre las mejores películas del cine español de todos los tiempos. Sólo por eso, porque pocos la han visto y no van a tener muchas oportunidades de comprobar su valor, puede parecer un capricho que elija hablar precisamente de esta película de Fernando Fernán-Gómez, pese a que mi valoración no tiene nada de caprichosa.

La considero, desde la primera vez que la vi, la obra maestra de Fernán-Gómez. Es la más perfecta, coherente e implacable de una carrera con varias películas excepcionales, pero llamativamente irregular, y en la que hasta las mejores tienen casi siempre descuidos, altibajos, asombrosas faltas de rigor, que poco importan frente a sus logros, su originalidad o sus hallazgos geniales, pero que han confinado el prestigio como director cinematográfico de este gran actor, escritor y hombre de teatro a nuestras fronteras, y dentro de ellas a exiguas minorías.

El mundo sigue es la cumbre (muy tardía y sin descendencia, salvo ¿Qué he hecho yo para merecer esto! Carne trémula) de un imposible neorrealismo español, entre otras cosas porque casi nadie —aparte de Almodóvar— se ha enterado de su existencia después de treinta y cuatro años. Y es, al mismo tiempo, y aunque a simple vista pueda parecer contradictorio, un esperpento tan atroz como serio, el más sombrío y menos complaciente de los melodramas, la más desesperanzada crónica posible de los veinticinco años de paz cuya celebración preparaba Fraga Iribarne justamente para el año siguiente e incluso del período inicial del desarrollismo. Es la más tenebrosa, tremenda, seca y dura visión de una España negra que todavía pervive; para comprobar su lamentable actualidad, basta recorrer las páginas de sucesos de los periódicos de esta semana y poner a sus temas los nombres pedantes que hoy se les da: ludopatía, machismo, agresión a las mujeres; por entonces, bastaba con hablar de chulería, ruindad, orgullo, brutalidad, intransigencia, entrometimiento en los asuntos ajenos, incultura, beatería.

No hay una concesión: ni rastro del humor que habitualmente se asocia con Fernán-Gómez (ni siquiera negro), ni de idealización, ni de sentimentalismo. No es posible identificarse con uno solo de los personajes, ni por un rato; es algo que no permiten ni los que más pena pueden inspirar. Para colmo, esta osada película se permite durar más de dos horas y no ser nada espectacular. Su denuncia es tan desesperada como poco enardecedora: no es maniquea, no hay culpables víctimas claramente distinguibles, no se proponen ni vislumbran soluciones ni remedios. Apenas sigue una línea dramática, y a veces parece incluso un documental informe y deslavazado, pero avanza rápida e imparable, como una película de Fritz Lang de los años cincuenta, hacia su inevitable final, que Fernán-Gómez muestra en toda su desagradable y estridente crudeza sin miedo ni paliativos, sin lirismos ni elipsis, sin un resquicio para la evasión, sin la grandeza catártica de la tragedia. Es un drama cotidiana y vulgarmente mezquino, sórdido, absurdo, vulgar.

No es raro, pues, que empresa comercialmente tan suicida siga condenada a la clandestinidad. Extraña que el guión pasase la censura previa, quizá se colara por tratarse de una adaptación del libro de Zunzunegui. Se hizo, pero no pudo verse. Hoy, sin censura, no podría rodarse: nadie la produciría, y, de llegar a realizarse, no encontraría distribuidor. No sé si en 1963 eran más optimistas, más ingenuos o más atrevidos, o todo ello a la vez, pero es evidente que se la jugaron y perdieron. Que Fernán-Gómez filmase a continuación El extraño viaje (El crimen de Mazarrón), que se estrenó en cines de sesión continua (como el Dos de Mayo, en el escenario de El mundo sigue) con cinco años de retraso, probablemente tiene mucho que ver con el giro artesanal, conformista e impersonal que tomó su carrera durante la segunda mitad de los años sesenta.

El desconocimiento, ya difícilmente remediable, de El mundo sigue es, a mi entender, una lástima, porque debiera ser texto obligado para cualquiera que intente hacer cine en este país, aunque sea para luego intentar algo completamente diferente. Es un caso muy particular, además, porque es una película que, al contrario de lo que es y ha sido siempre norma, se niega deliberadamente a explotar cualquiera de los elementos que podrían ser comerciales: es terrible sin caer en el tremendismo, no es demagógica, no se recrea en el melodrama, descarta la compasión, rehúye el efectismo, no ahorra un solo defecto a sus protagonistas y, sin embargo, se niega a juzgarlos, no digamos a condenarlos; ni siquiera los justifica con ayuda de psicologías baratas o sociologismos esquemáticos y deterministas. Por ejemplo, el propio Fernán-Gómez encarna un personaje, Faustino Cáceres, totalmente negativo, de lo más antipático que cabe imaginar, pero al que trata de comprender y explicar sin ningún maniqueísmo, lo mismo que no nos disimula la histeria, el resentimiento, el despecho, la amargura o la envidia de Eloísa, la antigua Miss Maravillas que interpreta magistralmente Lina Canalejas, ni la pasividad resignada y vencida de su madre (espléndida Milagros Leal).

No hay respiro. No hay salida. No hay paliativos. Es una obra atosigante, que produce una sensación de claustrofobia desasosegante desde sus planos iniciales, que sugieren un documental filmado al azar, todavía sin personajes, volcado en el ambiente del barrio de Maravillas, antes de escoger un protagonista. Sus personajes son sin excepción fracasados, derrotados, cansados y cobardes, hundidos, frustrados y reprimidos, débiles y brutales, sin horizonte, ilusos sin remedio o desesperados sin ilusión, siempre tentados —hasta cuando la condenan ostentosamente— por la corrupción y la facilidad, porque envidian sus beneficios y aspiran, como tantos todavía hoy, a que la suerte les llueva del cielo, de un concurso radiofónico, de las quinielas o de la lotería. Es, por eso, una película molesta, hosca, desapacible, incómoda, desagradable. Es muy probable que nadie hubiera querido verla, pero bien se cuidaron los que podían de darnos una oportunidad.

Y no es tampoco, desde luego, una película históricamente oportuna, porque no está rodada —claro que hubiera sido imposible— en los primeros años de la posguerra, sino justamente cuando el país creía, o quería creerse, que por fin entrábamos en la modernidad y la prosperidad, y estaba naciendo con fórceps ministeriales el llamado nuevo cine español. Como recordatorio escéptico o como contramodelo de lo que había que hacer no podía ser más incordiante, y los encargados de velar por la salud pública no podían tolerar que Fernán-Gómez ejerciera de aguafiestas. Y le hicieron pagar con creces la intención de airear su sospecha de que las cosas no iban tan bien como se quería que pensásemos todos, dentro y fuera de España. ¿Se imagina alguien que la haya visto el efecto de esta película en una semana del cine español en París o Buenos Aires?

Publicado en el nº 9 de Nickel Odeon (invierno de 1997)

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