Género tiene la misma raíz latina que engendrar; indica, pues, etimológicamente, la noción de génesis. El “western” tiene su origen en la Historia de los Estados Unidos —la colonización, los conflictos entre nuevos pobladores e indígenas, la constitución de una nueva sociedad, etc.—: no hay, pues, razón alguna que permita considerarlo como un género menor. A la misma conclusión se llega observando el proceso generador de estas formas cinematográficas que conocemos bajo el término de “western”: este género aparece, prácticamente, con el cine americano; precisamente con el cine de ficción, si bien The Great Train Robbery (1903), de Edwin S. Porter, relataba de forma realista y casi documental sucesos no ya recientes, sino contemporáneos (en 1900, el Wild Bunch asaltó en Wyoming un tren de la Union Pacific). El film de Porter —uno de los más importantes de la historia del cine— fue rodado en Nueva York, ya que Hollywood aún no existía y que era el Este, precisamente, el origen del “western” como género literario, surgido hacia 1820 con Fenimore Cooper, y cuya entusiasta acogida por el público había puesto de moda a los lejanos hombres del oeste. A partir de entonces —y con el mismo interés con que podían narrar la Guerra de Independencia o la de Secesión; o los conflictos sociales en el campo o en las grandes ciudades—, D. W. Griffith, Thomas H. Ince, William S. Hart, Reginald Barker, John Ford y otros cineastas primitivos abordaron el filón dramático-argumental (firmemente enraizado en la Historia, por otra parte) que representaba la Conquista del Oeste en sus diversas etapas. Durante toda la época muda, la producción masiva de films del Oeste —en especial seriales— va configurando una serie de arquetipos y convenciones, y da origen a diversos estilos, centrados en “estrellas” (Broncho Billy Anderson, Tom Mix, W. S. Hart, Harry Carey). En los años 30, los géneros más populares son otros —terror, musical, gangsters—, y el “western” sufre una recesión, de la que no se recupera sino al final de la década, con obras como The Ox-Bow Incident (1938), de William A. Wellman, y La diligencia (1939), de John Ford, que logran para el género un reconocimiento artístico al que sólo The Covered Wagon (1923), de James Cruze, y The Iron Horse (1924), de Ford, se habían aproximado, y al que el cine en su conjunto no estaba aún acostumbrado. Es, pues, durante la postguerra, cuando el “western”, que ha sumado a la acción la reflexión y que ha profundizado en sus personajes, empieza a cobrar su auténtico y múltiple rostro.
Que el “western” es parte de la Historia no quiere decir, claro está, que sea —ni que deba ser— históricamente exacto, sino que ésta le sirve de base, y que de la historia del Oeste provienen los personajes, los conflictos, los paisajes, los decorados y las costumbres que luego los guionistas y los directores disponen libremente en sus obras. El Oeste incorpora, además, varias ideas fundamentales en América: la expansión, el espíritu de conquista, el individualismo, la libertad, la inocencia, el nacimiento de la nación, la unidad, etc. Es decir, que el “western” no sólo tiene su origen en la historia y en la tradición, sino en una ideología que no dejará de expresar —incluso de forma inconsciente—, y a la que casi todos los cineastas primitivos se adhieren sin reservas, puesto que la consideran suya. Ahora bien, esto sucedería igualmente con cualquier otro género cuya base fuese una etapa concreta de la historia americana; lo que da especial interés, vitalidad y permanencia al “western” es su localización histórica, sobre todo si tenemos en cuenta que el Oeste de Hollywood se sitúa preferentemente entre 1865 (fin de la Guerra Civil) y 1890, y que sólo en contadas ocasiones ha abordado la primera mitad del s. XIX o los primeros años del s. XX: es decir, que el cine ha elegido como territorio de ficción el momento crítico de la historia del país, cuando ya reunido éste —tras la secesión— y atravesado por el ferrocarril, quedaba poca tierra inexplorada o sin colonizar, se había descubierto oro, la Ley empezaba a imponerse y las naciones indias libraban sus últimos combates antes de emprender el camino hacia las reservas. Esto es, como observa Jim Kitses en Horizons West (1) “cuando aún cabía opción, cuando aún podía mantenerse el sueño de un individualismo primitivista y la ambivalencia de unos horizontes a la vez benéficos y amenazadores”. El “western” puede servir, por eso mismo, como “caja de resonancia” que abarque otras épocas y otros momentos conflictivos de la historia americana, a través de unas formas admitidas tanto por el público como por los productores, y en cuyo marco —amplio y bastante impreciso— pueden actuar con libertad los cineastas (como prueba, obsérvese la abundancia de parábolas políticas que ha dado el género, en especial durante la “Caza de Brujas” de McCarthy).
The Covered Wagon |
Porque el “western”, a fin de cuentas, no es una forma, y carece de reglas fijas e inmutables. Por el contrario, el “western” es una serie de formas, tan numerosas y variadas como se quiera, que a su vez pueden combinarse entre sí y con las de otros géneros, dando lugar a un número infinito de clases posibles de “westerns”. Esto se ha visto facilitado por una serie de procesos que intentaré indicar a continuación. La idea de base del género es que su campo de acción es la Historia, comprendida cronológicamente entre 1763 y 1914, y acotada espacialmente por el Pacífico y la cuenca del Mississippi-Missouri. Dentro de estos márgenes, los autores de cada película tienen libertad de elección, y el recurso de su imaginación. Una vez decidido el marco geográfico y temporal, nos encontramos ante un vasto inventario de temas, conflictos, situaciones y personajes, casi todos ellos históricamente significativos (ganaderos contra ovejeros, legalidad contra fuerza, indios contra colonos, Norte contra Sur, etc.) y que, reducidos a su esquema, enlazan con las preocupaciones de cada director de forma más o menos pronunciada. Es decir, que tras la opción entre la historia o la leyenda, entre lo incipiente o lo decadente, entre una zona u otra del país, etc., surgen nuevas disyuntivas, que permiten que el director no renuncie a la expresión personal. Esto se ve potenciado por los diferentes tratamientos (épico, lírico, nostálgico, crítico, desmitificador, parabólico) que puede dar a la película mediante el estilo y la articulación que lleve a cabo con los arquetipos que le suministran la literatura y las exigencias de la demanda en cada momento histórico del desarrollo del género, que no es de naturaleza lineal, sino discontinua y multidireccional. La dialéctica entre la voluntad del director y la del productor (que intenta representar la del público), entre la historia y el mito, entre la tradición y las innovaciones, entre la realidad y el arquetipo, unida a los efectos de la producción en masa y a la sedimentación temporal (permanencia de unos elementos frente a desaparición de otros o adherencia de nuevos factores), ha dado lugar a una serie de imágenes o escenas que han cobrado un poder emblemático, convirtiéndose en “iconos”, que serían las unidades básicas del género, y que, articuladas coherentemente en una estructura dramático-narrativa por su autor, dan lugar a las manifestaciones individualizadas del género que constituyen cada película. Esto explicaría la variedad dentro de unos ciertos límites, pero, de hecho, estos márgenes han sido desbordados en múltiples ocasiones, y no sólo a consecuencia de los estilos o ideologías de los autores de “westerns” (anti-indios y pro-indios, militaristas y anti-militaristas, etc.), sino, sobre todo, como resultado del sistema de producción imperante en Hollywood durante los años 40 y 50, y que se basaba en dividir la producción en tres series, la A, la B, y la Z, en orden decreciente de importancia de los actores y del presupuesto, e incluso de duración de las películas y de los plazos de rodaje, y, consecuentemente, de amplitud y generalidad de su distribución y publicidad. Salvo excepciones, los “westerns” eran productos de serie B o Z cuando eran producidos por los grandes estudios (M. G. M., Fox, Universal, etc.), y sus recursos eran parecidos cuando constituían la espina dorsal de la producción de pequeñas compañías como la Republic, la R. K. O. o la Monogram. Pero surge ahora el factor esencial de dicha organización industrial: los directores, actores, guionistas y técnicos estaban ligados por contrato a las casas productoras y, al ser remunerados a lo largo de toda la duración del compromiso, se veían obligados a trabajar en aquello que se les encomendase. De ahí que unos y otros colaboraran una y otra vez, en equipo, y pasando sin cesar de un género a otro. De esta forma, la adjudicación a un “western” de un actor, un director o un guionista especializados en el cine negro u otro género cualquiera, tenía por resultado la contaminación (casi siempre enriquecedora) del “western”, y daba lugar a nuevas variantes dentro del género. Lo mismo sucedía cuando un director o guionista “intelectual” —contratado, por ejemplo, para adaptar una novela de Hemingway o Steinbeck— o un autor de éxito —de cuya novela se iba a rodar una versión cinematográfica— se encontraban en el equipo de producción de un “western”, pues aportaban sus ideas o su mundo personal al género.
Paralelamente, la llegada a Hollywood de hombres pertenecientes a la “generación perdida” (Ray, Huston, etc.) o extranjeros (Lang, Tourneur, etc.) significó un cambio de actitud frente a la buena conciencia —o la inconsciencia— de los viejos patriarcas: ya no se admitían como datos ciertos supuestos históricos o ideológicos, ya no se aceptaban ciertas visiones idealizadas de la Historia ni se consideraban válidos ciertos ideales y valores. Los acontecimientos del momento (la II Guerra Mundial, el McCarthysmo, Corea, la guerra fría) o los que habían traumatizado la juventud de estos directores (la Depresión, el gangsterismo), su procedencia extranjera o de otros campos del arte (el teatro, la literatura), una cultura superior y una más clara conciencia de autor, les llevó a replantearse la historia de la conquista del Oeste, y por tanto la función y el sentido del “western”. Es el momento del “western” político, erótico, amargo, parabólico, psicológico, barroco, irónico, neurótico, en que cada director (Fuller, Mann, Daves, Ray, Huston, John Sturges, etc.) aporta elementos personales con frecuencia ajenos al “western” originario. Tras Ford —Fort Apache, 1948—, Mann —La puerta del diablo (Devil’s Doorway, 1950)—, Daves —Flecha rota (Broken Arrow, 1950)— y Fuller —The Baron of Arizona, 1950- emprenden la defensa de los indios, que posteriormente se hará general— e incluso obligatoria—, de la mano de la lucha por la integración de los negros. Hasta los viejos pioneros se ponen al día, a la vez que la edad les llena de amargura y escepticismo: Ford rueda Centauros del desierto (1956), Dwan Filón de plata (1954), Vidor Duelo al sol (1946) y La pradera sin ley (1955), Walsh Los implacables (1955), y Hawks renueva el género —The Outlaw (1940) y Río Rojo (1948)—, al abordarlo.
Sergeant Rutledge |
A finales de los años 50, entran en acción directores más jóvenes, educados ya en otra mentalidad, y que a su formación universitaria y su mayor consciencia política han sumado una cierta cultura cinematográfica (conocen no sólo los “westerns” de Ray, Fuller, Boetticher, Mann, Huston, Aldrich o Daves, sino las películas de Godard, Truffaut o Kurosawa). Si esto tiene, en ocasiones, nefastas consecuencias (sofisticación, pedantería, psicoanalismo barato, etc.), otras veces resulta muy interesante: El zurdo (1958), de Arthur Penn. Pero han tenido lugar nuevos acontecimientos políticos —Cuba, Vietnam, los asesinatos de los Kennedy, Malcolm X y M. L. King—, sociales —mayo del 68, los hippies, los movimientos juveniles, los conflictos raciales, la inflación, la Convención de Chicago, etc.— y cinematográficos —la victoria televisiva, el ejemplo de la Nueva Ola, el éxodo hacia Europa, el éxito del cine europeo en América, el hundimiento relativo de las Grandes Compañías, la abolición del Código Hays de autocensura, los costes crecientes, la tendencia a la producción independiente y económica, el descenso de la producción anual y de la asistencia al cine, el incremento de la proporción de jóvenes en el público, el fin de los contratos a largo plazo, la decadencia de los géneros, la competencia del spaghetti-western, la conquista del control sobre el montaje final y los derechos de autor del director, etc. Es decir, que cuando un joven director americano rueda hoy un “western”, lo hace porque quiere, con libertad, sin avergonzarse, sin imposiciones; y los viejos se aprovechan de la nueva situación y de la lucidez que han conquistado para revisar críticamente su obra precedente —Walsh en Una trompeta lejana, (1964) con respecto a Murieron con las botas puestas (1941)— o continuar el nuevo rumbo emprendido, en películas cada vez más explícitas y profundas, como Ford en Misión de audaces (1959), El sargento negro (1960), Dos cabalgan juntos (1961), El hombre que mató a Liberty Valance (1962), el episodio The Civil War de La conquista del Oeste (1962) y El gran combate (1964). También los directores de la generación intermedia realizan algunos de sus “westerns” más importantes: Huston, Vidas rebeldes (1961); Mann, Hombre del Oeste (1958); Fuller, Yuma (1957); Ray, La verdadera historia de Jesse James (1957); Boetticher, Ride Lonesome, Comanche Station (1959) y A Time for Dying (1969). Por otra parte, el viejo Hawks se conserva demasiado joven como para situarle junto a sus compañeros de generación: su trilogía “western” —Río Bravo (1958), El Dorado (1966) y Río Lobo (1970)— lo demuestra. Otros hechos importantes de los últimos años: el retorno a Hollywood de Abraham L. Polonsky, desterrado por la lista negra de McCarthy, y cuyo segundo film —tras veinte años de paro— es un gran “western”, El valle del fugitivo (1969); el abordaje del género por Joseph L. Mankiewicz en El día de los tramposos (1970); el musical La leyenda de la ciudad sin nombre (1969), de Joshua Logan; la aparición de jóvenes directores como Monte Hellman (The Shooting, Ride in the Whirlwind), Peter Fonda (The Hired Hand) y, sobre todo, Sam Peckinpah, que con sus cinco primeras obras —cinco “westerns"— ha sabido sublimar el género, dándole una nueva dimensión y demostrando la vigencia actual de sus formas. A través de Duelo en la alta sierra (1962), Major Dundee (1964), y en especial Grupo salvaje (1969) y The Ballad of Cable Hogue (1970), Peckinpah demuestra ahora, de forma contundente y desde todos los ángulos, que el "western” es el más grande de los géneros cinematográficos, el más específicamente americano, y prueba el carácter dinámico, flexible, histórico y evolutivo de este género crucial.
(1) Jim Kitses: Horizons West, Cinema One Series, Nr 12. Ed. Thames & Hudson, Londres, 1969. Este importante estudio sobre el “western”, centrado en las figuras de Anthony Mann, Budd Boetticher y Sam Peckinpah, debe consultarse por cualquier interesado en el tema, junto a Le Western (colectivo), Coll. 10/18, n. 327-330, U. G. C., París, 1966, y The Penguin Book of The American West (David Lavender), Penguin, Londres, 1969.
En El Urogallo nº 10 (julio-agosto de 1971)
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