Yo nunca pienso en Fellini. Como tampoco en Kubrick ni en varios otros cineastas mundialmente considerados como “grandes”, para algunos, incluso, de los más importantes o innovadores. No es que yo les niegue categoría ilustre, y en general tienden a gustarme, algunas mucho, la mayoría de sus películas. Es, simplemente, que no necesitaría —para poner ejemplos aún, para mí, mayores— a Orson Welles ni a S. M. Eisenstein para ser un empedernido cinéfilo, y sí a otros, incluso habitualmente o como promedio de sus filmografías quizás menos sobresalientes. Su fama o prestigio, sus premios o su supuesta trascendencia histórica me son francamente indiferentes, o al menos secundarios.
Cuando a uno le gusta mucho algo —y pueden apasionarle a uno muchas y muy diversas cosas, de la música a la pintura pasando por la literatura, además del cine—, es normal que sienta mayor afinidad por unos artistas que por otros, que comprenda mejor su modo de pensar o comparta su estética o su estrategia narrativa, que entienda o no su evolución, que nos crezcan o nos desilusionen a partir de un momento dado, lo que generalmente se debe a razones que ignoramos, que tal vez podamos intuir, pero que no lograremos saber con seguridad ni siquiera si lográsemos interrogarles, porque nada garantiza que nos dijesen la verdad, suponiendo que ellos mismos la supiesen. También pueden intrigarnos, despertar nuestra curiosidad o decepcionarla tras unos inicios muy prometedores.
Comprendo que se considere poco científico decir si una película nos resulta, es o cae simpática, indiferente o antipática, pero creo que ocultar ese dato, en absoluto irrelevante, supone una insinceridad, cuando no algo peor, una trampa. Y como no creo que el arte sea una ciencia, ni tampoco, al menos cuando es parcialmente o tentativamente artístico —que es el que de verdad me interesa e importa—, que el cine sea precisamente el producto de una actividad científica o industrial, no veo razón alguna que sustente la idea de que deba ejercerse por todo el mundo una supuesta “crítica científica” que suelen certificar como tal (y acaso leer, que no practicar) sus meros partidarios.
Valga esta advertencia para explicar que, no siéndome Fellini un autor cinematográfico —cosa que indudablemente fue siempre, y muy consciente y hasta deliberada y ostentosamente a partir de cierto momento— particularmente simpático o afín, y a veces resultarme, por el contrario, insuperablemente antipático —contaría entre las películas por las que menos afecto siento y cuya visión me provoca mayor impaciencia, ganas de desertar, fatiga y claustrofobia Otto e mezzo, Satyricon y La città delle donne —, en otros casos, como en el de Ginger e Fred, que es una de las últimas que realizó, me sucede, afortunadamente para mí, lo contrario, y más todavía que en casi todas las otras que prefiero de las suyas, como E la nave va.
Ginger e Fred me es enormemente simpática, la encuentro a la vez muy divertida, muy certeramente crítica y fundadamente melancólica, una sátira que no es cruel, sino sensible y generosa no solo para con sus personajes principales, venidos a menos, olvidados, envejecidos y todavía algo ilusos, pero que se resisten, siquiera por un rato, a sumirse en la depresión. Sobre todo la más equilibrada Ginger (Giulietta Masina), pero también, en el fondo, el más quejumbroso, decaído y solitario Fred (Marcello Mastroianni).
Los dos, a diferencia de la televisión berlusconiana (modelo hoy dominante en todos los países en que he visto algo de su programación televisiva) que les ha convocado como “viejas glorias” en un desfile caótico de variopintos personajes exóticos, estrafalarios o patéticos (un almirante senil, unos enanos de circo, varios imitadores o “dobles” de celebridades… a los que Fellini mira con cariño, dignidad, respeto y comprensión, aunque sean simples comparsas en la economía narrativa de la película) meramente para explotarlos como espectáculo y así rellenar el tiempo de un disparatado programa de Fin de Año, tan chapucero como hipócritamente sensiblero. Son personas, y no, como tantos personajes de Fellini post-La dolce vita, meras caricaturas casi monstruosas.
No se crea —alguna vez se ha insinuado— que en sus últimas películas Fellini empezase a chochear, y que se entregase a un cierto sentimentalismo nostálgico y reblandecido, que se considera típico del que, por envejecer y perder facultades y agilidad física y mental, no se siente a gusto en un mundo que ya no reconoce como el suyo, que está dejando de ser el que conocía y al que, mal que bien, estaba acostumbrado.
Su ironía, su capacidad para la caricatura —no hay que olvidar que era un magnífico dibujante, y muy propenso a acentuar y exagerar los rasgos más notables o reveladores de los que así “retrataba"—, su energía para criticar y rechazar lo que todavía le indignaba no son rasgos de envejecimiento y pasividad, sino de un espíritu aún despierto y con sentido crítico.
Lo que sí se encuentra, muy probablemente, en Ginger e Fred, es un espíritu de reunión, de reencuentro de Fellini y Masina con Mastroianni, si se quiere un poco navideño, y de homenaje de Fellini a su mujer. Eso hace que el director, tan egocéntrico otras veces, tan narcisista en las ocasiones en que más me incomoda, vuelva a la modestia muy poco aparatosa de sus primeras películas, más o menos las que van desde Lo Sceicco Bianco, pasando por I Vitelloni, La Strada, Il Bidone, hasta Le Notti di Cabiria. Cierto que sigue utilizando a Mastroianni como una especie de “alter ego” mejorado, lo cual no es precisamente un signo de modestia, aunque quizá se trate de una muy disculpable idealización.
Aclaro que he visto con paciencia crecientemente exasperada Otto e mezzo nada menos que nueve veces, lo que dudo hayan hecho muchos de sus fans, y que desde la primera (la vi cuando ya venía precedida de su al parecer eterna fama) me resultó escandalosamente decepcionante, un bluff monumental (de los muchos que ha habido, y cada año son más), una estafa intelectual y visualmente muy fea. Juicio que sucesivas revisiones íntegras sumamente esforzadas —la última hace unos seis meses— no han variado un ápice, sino que han acrecentado mi estupor e indignación.
Conste que no digo nunca que sea una película malísima, simplemente la encuentro detestable. Me parece deliberadamente confusa y efectista, y su fondo me resulta repulsivamente quejica y autocomplaciente. Lo no significa que yo vaya a emprender una inútil campaña contra su reputación. Envidio a quienes la disfrutan, yo la padezco en un ya abandonado intento de comprender no la película —que es de una obviedad insistente y reiterativa—, sino a sus fervorosos admiradores.
Tampoco veo que tenga la más mínima relación con el cine de la Nouvelle Vague y las diversas (y más bien efímeras) tentativas de "nuevos cines” que se expandieron hasta 1970 aproximadamente por todo el mundo. Fellini me parece un cineasta tradicional europeo, inicialmente “popular” y luego con ambiciones de “culto”, que desbarra, se traiciona a sí mismo y se pierde cuando trata de aggiornarse, cambiando su estilo por postizas y nada brillantes imitaciones de ciertos efectismos plásticos y estructurales totalmente ajenos a su modo de hacer y entender el cine, sin duda por temor a quedarse anticuado, como les sucedió también a algunos otros europeos y hasta a varios americanos. Unos copiaban (mezclándolos a veces incoherentemente) al Resnais de L'Année dernière à Marienbad (nunca el de Hiroshima mon amour o Muriel), otros a Antonioni (sólo el de la “trilogía” y luego Blowup, nunca el de Il grido), otros À bout de souffle, otros, detalles de Jules et Jim, otros al Richard Lester (!) de The Knack, o Petulia, en general con resultados desastrosos.
Para mí ha sido siempre un enigma indescifrable la cantidad de directores de cine (empezando por Truffaut, a quien no le pega nada, y que hizo la muy opuesta, aunque para mí muy insincera y mitificadora La Nuit américaine) que se han declarado fanáticos admiradores de Otto e mezzo, que yo encuentro una película indicada para disuadir del deseo de ser director de cine, en especial si se padece un caos mental y vital como el de su protagonista (y, encima, casi todos los restantes personajes). Claro que ninguno de esos directores lo ha justificado de modo mínimamente coherente —¿quizá aspiran a ser compadecidos?—, lo mismo que los turiferarios de la película no han logrado nunca convencerme ni siquiera de que de veras les gusta mucho, y menos aún de que encuentran para ello buenas razones no imaginarias o alucinatorias. Como mucho, me creo que le hayan hallado algo de interés, tipo “confesión íntima de un artista en crisis”, lo cual me parece de un interés muy relativo y no demasiado original. Prefiero, quitando o limando lo confesional, Mia madre de Nanni Moretti, Le Mépris de Jean-Luc Godard, Tout va bien de Godard & Gorin, Sullivan’s Travels de Preston Sturges, Fake y Filming Othello de Orson Welles o Two Weeks in Another Town y The Bad and the Beautiful de Vincente Minnelli, entre otras.
Lo que la Nouvelle Vague hace, en algunas de las primeras películas de algunos directores (ni a quince llegarán), y a mi modo de ver, se trata de su aportación más profunda y fundamental, es introducir en el cine la “primera persona”, cosa que ni Griffith ni Chaplin ni Murnau ni Stroheim ni Eisenstein ni Renoir ni Welles habían hecho. Pero que sea el cineasta quien interpela a los espectadores, tanto a través de algún personaje como oblicua o incluso directamente (a través de los movimientos de cámara, los encuadres, una voz en off o su propia voz, su caligrafía, alusiones a sus gustos o admiraciones, etc.) no es lo mismo que convertir sus películas en episodios autobiográficos más o menos ficcionalizados o exagerados, para hablar exclusivamente de uno mismo, que es lo que Fellini tiende a hacer desde Otto e mezzo, unas veces de modo más discreto (Roma), otras de manera más interesante y poética (en grado decreciente, Giulietta degli Spiriti, Amarcord, La Voce della Luna), donde mejor lo logra, a mi juicio, es en la más modesta y personal, y menos egocéntrica, I clowns.
Y ese narcisismo desborda gran parte de su filmografía, incluso en películas aparentemente narradas en tercera persona y con personajes menos relacionables con el propio Federico Fellini, pero que suelen ser más bien títeres que personas, caricaturas más que retratos, en planos obesos y recargados. Son a menudo películas que calificaría de elefantiásicas y sudorosas. No sé yo si la “modernidad” —concepto siempre borroso y muy poco precisamente definido en términos cinematográficos— está ya muy anticuada, lo mismo que lo “posmoderno”, que en buena medida son fads y a veces camelos culturales, a mi entender hoy de muy escasa utilidad y dudosa pertinencia para un discurso sobre el cine que ha dejado de existir en la práctica, fuera del terreno académico, pero en cualquier caso me parece que, si nos atenemos a Rossellini o Bresson como ejemplos totémicos hacia 1945 —pero ¿por qué diablos no precedentes como Mizoguchi desde 1936, Renoir incluso antes, desde los primeros 30, Ophuls también desde esas mismas fechas, Dreyer desde Vampyr…?—, Fellini no tiene nada que ver con ningún concepto de modernidad, y particularmente no a partir de la impostura que representa Otto e mezzo.
Para mí, Fellini es un epígono del neorrealismo, del cual no todo ni a lo largo de todas las filmografías puede considerarse “cine moderno”, mientras que para mí son, en cambio, piezas capitales del trayecto a la “modernidad” autores como Bergman —en particular hacia Till glädje, Sommarlek, Sommaren med Monika— o Jean Cocteau, Jean Rouch o Jacques Tati (y no Jean Grémillon ni Boris Barnet, porque por entonces nadie les prestaba atención o eran ignorados). Coqueteos tardíos e impostados con una suerte de expresionismo extemporáneo, lo mismo que pretendidos detalles oníricos o surreales que más huelen a René Clair que a Buñuel o Jean Epstein, no me parecen ni siquiera signos de modernidad, aparte de no ser esenciales, sino epidérmicos, si acaso tentativas un poco desesperadas de mantenerse “de actualidad”. Suponiendo que la cuestión de la modernidad y la posible adscripción a ella de Fellini tenga alguna importancia, que para mí no tiene ninguna, la vería más bien en Le notti di Cabiria o en La dolce vita —que desciende de Rossellini a través de Antonioni—que en Otto e mezzo. De hecho, lo que encuentro mero maquillaje y gesticulación en esta película se interioriza e integra con éxito notable en la curiosamente menospreciada Giulietta degli Spiriti, que para mí es —tal vez subconscientemente— una inversión de la película precedente (color frente a blanco y negro, mujer frente a hombre, interioridad frente a externalidad, intimismo frente a espectáculo, retrato frente a pista de circo).
Yo no hablo en términos de que todos se equivocan y yo tengo razón. Simplemente, para mí carece de toda base la presentación de Otto e mezzo como paradigma de cualquier concepto de “modernidad”, que, por otra parte, me parece en sí un rasgo accidental y transitorio, no un ideal o una meta por alcanzar. À bout de souffle, Hiroshima mon amour, Les 400 Coups, Tirez sur le pianiste, Jules et Jim pudieron ser o parecer, entre 1959 y quizá 1969, muestras de modernidad; hoy para mí son cine clásico de alrededor de los 60, que no es idéntico al de los 50, como este no lo era al de los 40, 30, 20 o 10.
Es curioso lo rápidamente que lo rupturista, vanguardista, experimental se ve absorbido y asimilado por el curso general o mainstream del cine, que son las permanentes transformaciones del clasicismo. No me parecen alardes de modernidad ni Citizen Kane ni Ivan Groznií-Boiardskií zágovor, que retoman barrocamente en combinación heteróclita elementos formales olvidados del cine de los años veinte y elementos narrativos de amplia tradición en la literatura, ni para mí consiste en que hagan montaje cut más a menudo, o muevan la cámara más “arbitrariamente”, o empleen (como mucho cine previo) una dirección/interpretación de los actores no naturalista.
Para mí, el factor básico es que aporten algo verdaderamente nuevo, y eso es, creo yo, la expresión en primera persona del director, cosa que para mí se da sólo muy relativamente en Fellini en Otto e mezzo, porque en realidad no se dirige, creo yo, a nadie, sino que se limita a mirarse en el espejo (deformante, para colmo).
Por lo demás, debo decir que no tengo afición alguna a poner etiquetas y pegárselas a los cineastas o escritores para meterlos a empujones en unas casillas que tampoco me interesan. Y esto es algo de lo que no hago proselitismo: pese a las muchas veces que he visto Otto e mezzo y lo que me gustan otras (la mayoría) de las películas de Fellini, nunca voy a tomarlo por uno de los “grandes” (la segunda fila no es mal lugar, creo yo) cineastas de la Historia, ni un innovador en nada, ni un confesor sincero y torturado de sus sufrimientos del parto artístico. Para mí, le pasa algo semejante a James Joyce, gran poeta, en mi opinión, muy buen cuentista y hasta muy buen novelista inicialmente, pero que se me hunde con el Ulysses y Finnegan’s Wake, que considero imposturas pseudovanguardistas pretenciosas e insoportables. Escribir mil veces “moocow” (en español, “múvaca”) y cosas parecidas se me antoja una tomadura de pelo sin gracia. No lo puedo evitar y, por tanto, nunca voy a decir lo que no pienso por mucho que el mundo entero diga lo contrario. Como, además, muchos lo dicen sin fundamento ni conocimiento, simplemente por ser “consensual” y aceptable, no “heterodoxo”, son valoraciones que me importan un comino.
No veo por lado alguno una vertiente “barroca” de la “modernidad” ni veo modernidad en ningún manierismo. El neorrealismo también se mueve, y ya se lo censuraron a Rossellini desde L’Amore (con Fellini en guión y en pantalla), Stromboli, Europa 51, Viaggio in Italia, e inventaron variantes burlonas para Castellani, Comencini o Emmer, que para mí continúan el neorrealismo y hasta anuncian el cinema nuovo de los 60. Por tanto, Fellini puede ser (lo mismo que Germi) neorrealista (¡pero de 1965!) en Giulietta (es un poco su Europa 51, con respecto a sus parejas/actrices respectivas), y si se quiere, lo es más aún en I clowns o en Ginger e Fred, con las diferencias que va provocando la evolución del medio y de los tiempos.
Pese a la influencia (superficial y pésima, por suerte no muy duradera) de Otto e mezzo en muchos cineastas (sobre todo checos, polacos, húngaros y similares; no la veo en el conjunto del cine mundial, ni siquiera en el italiano; grotesca y dañina en Mickey One de Penn) no creo que se pueda considerar Otto e mezzo como representativo o significativo, salvo como fenómeno sociológico y cultural (y menos que La dolce vita).
Yo creo que Fellini es un caso individual muy particular y más bien marginal, de talento notable, pero poco autocrítico y, por tanto, más bien incontrolado o mal administrado, cuyo repentino barroquismo hecho añicos en Otto e mezzo no veo que influyera gran cosa ni en admiradores confesos (o más bien proclamados) como Bergman o Woody Allen, ni que cambiara ni dos milímetros el curso general del cine, aunque puede que hundiera del todo en la nada a Z. Brynich, Gideon Bachmann, Lina Wertmüller, Brunello Rondi o Tinto Brass, y a algunos copistas poco afortunados (Sorrentino, Benigni, Virzì), cuyos remedos son patentes como tales y ridículos como emulación.
Ya advertí desde el comienzo que no pretendo destronar de ningún trono a Fellini (que debe estar entre mis 150 o 200 directores favoritos de la historia del cine), simplemente a mí no me entrará nunca entre los 60 o 70 que prefiero, y cuyo lugar no está nunca determinado por supuestas clasificaciones estéticas ni por consideraciones históricas. Los lugares de Barnet, Donskoí, Mizoguchi, Naruse, Tanaka Kinuyô, Ozu, Shimizu, Shimazu, Goshô, Buñuel, Borzage, Pialat, Eustache, Godard, Kinoshita, Solntseva, Straub, Resnais, Dwan, Rouch, Raízman, Stahl, Wellman, Matarazzo, Kurosawa, Minnelli, Sirk, Ghatak, Dutt, S. Ray, J. Tourneur, N. Ray, Mankiewicz, Jacques Becker, Fuller, Griffith, Lubitsch, Ford, Renoir, Ophuls, Preminger, Stroheim, Lumière, Chaplin, Keaton, Walsh, Hitchcock, McCarey, Capra, Marker, Rossellini, Vertov, Cherd Songsri, Aparna Sen, Pagnol, Guitry, La Cava, Ruth Ann Baldwin, Tod Browning, Richard Fleischer, Grémillon, Dovzhenko, Cottafavi y compañía no me los dicta nadie.
Como a veces se toma por una exageración mi impulso de fuga precipitada (aunque todas las he visto enteras) por mi reacción de alergia/intolerancia no solo intelectual y estética, sino física hacia Otto e mezzo, Satyricon y La città delle donne (por cierto, todas ellas, a mi entender, de lo más misógino que he visto), en las que encuentro instintivamente una sobresaturación de elementos, rasgos y tendencias que existen en menor grado o más livianamente en varias otras películas de Fellini (por ejemplo, en Amarcord o Il Casanova di Federico Fellini, que, sin embargo, me gustan mucho a pesar de esos elementos).
No es algo deliberado ni previsible, no recuerdo que me haya pasado con otras películas, ni de Fellini ni de nadie. Con una de ellas, escapé a media película desde la mitad de la fila en un festival, no recuerdo si era Valladolid, pese a lo mucho que me molestaba tener que incomodar a los sentados en mi fila, pero, la verdad, no podía soportarlo. Igual que descubrí hacia 1965 una secreta afinidad entre el primer Godard y Nicholas Ray mediante una reacción física que se mantuvo durante años, porque corría literalmente por la calle —suelo caminar rápido, no voy por ahí a la carrera— al salir de À bout de souffle, Alphaville, Vivre sa vie, Pierrot le fou, Bande à part, Le Mépris, Les Carabiniers, Le Petit Soldat, Une femme est une femme, Masculin Féminin, 2 ou 3 choses que je sais d'elle y Made in USA, por un lado, y Party Girl, Rebel Without a Cause, The Savage Innocents, The True Story of Jesse James, The Lusty Men, On Dangerous Ground, Run for Cover, In a Lonely Place, Johnny Guitar, Hot Blood, They Live by Night, Bigger Than Life y Wind Across the Everglades por otro (La Chinoise y Week End, como King of Kings y 55 Days at Peking no tuvieron lo que hiciera falta para provocarme esa reacción), pues es algo parecido (aunque opuesto), para lo que carezco de explicación, lo que me sucede con tres filmes de Fellini. Unos me repelen, otros me conmueven. En ambos casos, es seguramente una reacción aún juvenil (digamos que hasta los 20 o 25 años), ahora me emocionan más Renoir y Ford. Creo que son restos de los perdidos instintos animales. Me pasa con las personas, nada más verlas me caen bien o mal, lo cual me irritaba por parecerme un prejuicio injustificado, que trataba de combatir, pero con el tiempo me he ido dando cuenta de que esa primera reacción, completada por si eran o no de fiar y según en qué cuestiones o temas, al final era acertada.
Cuando hablo de influencia de Rossellini en Antonioni y de ambos en Fellini (y la hay en todas direcciones hasta 1955 o así) no me refiero a la de un maestro sobre sus discípulos, sino a la que puede existir entre compañeros, colegas y amigos de más o menos la misma edad (tanto física como cinematográfica). Rossellini era de 1906, Antonioni de 1912 y Fellini de 1920. Entre Rossellini y Fellini había una distancia de 14 años de edad física, pero de bastantes menos cinematográfica y hasta como directores. Entre Rossellini y Antonioni había solo seis años. Por otra parte, Fellini realiza una larga y variopinta labor como guionista, no siempre acreditado, y varias veces trabaja con Rossellini. Y Antonioni es uno de los guionistas de Lo Sceicco Bianco. Luego tendrían sus piques o rivalidades personales, artísticas y políticas, pero inicialmente Rossellini, el mayor y el que empezó antes, tuvo una cierta influencia en Antonioni y Fellini, lo que no significa que Fellini no la tenga a su vez en varias obras de Rossellini (en Antonioni no lo aseguraría). Lo mismo que la tiene más o menos en todos Zavattini. Desde un origen aproximadamente común, luego cada uno va cambiando y se van diferenciando, pero yo diría que Fellini hasta Otto e mezzo y Antonioni hasta Blowup siguen avanzando por los senderos trazados en el período neorrealista (incluso en La dolce vita e II deserto rosso), cada cual a su aire. Unas me gustan más y otras menos, pero entre Angst/La Paura, Il grido y Le notti di Cabiria yo veo que sigue habiendo relación, incluso se podrían ver como obras paralelas.
Para explicar por qué me gustan mucho unas películas de Fellini y otras nada, me temo que necesitaría un libro, y tengo muy claro que, si aún escribo alguno más, que lo dudo, no va a ser sobre Fellini.
Por si así logro aclarar algo, diría que mis Fellini preferidos son: 1. Le notti di Cabiria(1957),2. Ginger e Fred(1985/6), 3. E la nave va(1983), 4. Fellini I Clowns(1970), 5. Il Bidone(1955), 6. La dolce vita(1960), 7. Giulietta degli Spiriti(1965), 8. La Strada(1954).
Me gustan mucho también, pero un poco menos: 9. Il Casanova di Federico Fellini(1976), 10. Amarcord(1973), 11. I Vitelloni(1953), 12. Lo Sceicco Bianco(1952), 13. Toby Dammit(en Histoires extraordinaires, 1968).
Aún me gustan, pero ya no tanto, al menos no totalmente logradas: 14. La Voce della Luna(1990), 15. Fellini Roma(1972), 16. Intervista(1987), 17. Prova d'orchestra(1978), 18. Agenzia matrimoniale(en Amore in città, 1953), 19. Luci del varietà(codirigida por Alberto Lattuada, 1950).
Y ya no me gustan nada solamente: 20. Fellini Otto e mezzo(1963), 21. Le tentazioni del Dottore Antonio(en Boccaccio ‘70, 1962), 22. A Director’s Notebook(1969), 23. Fellini Satyricon(1969), 24. La città delle donne(1980).
Como se ve, un caos cronológico, aunque sí veo significativo (no sé si por deseo suyo o de productores/distribuidores) la proliferación de su apellido a partir de Otto e mezzo. Tampoco me aclara nada ni la presencia o ausencia de determinados actores (Mastroianni está en varias de las mejores y en dos de las para mí peores) o guionistas: Bernardino Zapponi y Brunello Rondi serían sospechosos si no estuviesen por todas partes, y en Otto e mezzo, acompañados por Ennio Flaiano y Tullio Pinelli.
Como dije, no sé yo si debo hablar de Fellini.
En “Rondas, fanfarrias y melancolías: aproximaciones a la obra de Federico Fellini”. Editado por la Universidad de Lima. 2020.
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