Rostro fugitivo, intermitente, más de nuestra adolescencia que de la infancia, desprovisto de aureola mítica, progresivamente ajado y cargado de amargura, en un rictus de comisuras y entrecejo que complementa o desmiente la ironía desafiantemente tranquila de los ojos (un poco demasiado juntos para que creyésemos que eran la inteligencia o la astucia sus máximas virtudes). Una cabeza altiva, un gesto precipitado e insensato, la desesperación al acecho, o el cansancio, sobre un cuerpo fornido, de alto leñador, sin rastro de agilidad felina (ni la impávida seguridad despaciosa del Robert Mitchum maduro), Sterling Hayden no fue nunca un «tipo», ni siquiera en los más anónimos e indistinguibles westerns de serie B. Siempre fue un individuo aislado, único, contrario a la norma, proclive a caer en trampas (pero no tan fácilmente como el juvenil Burt Lancaster de Siodmak) o a complicarse la vida más de lo que la razón aconseja, aunque tampoco por motivos puros e idealistas, sino más bien interesados (de los que acababa por desinteresarse o desentenderse). Fue una de las más cabales y lacónicas expresiones del desencanto de América ante la corrupción y la superchería, pero no supo, sin embargo, representar la indignación y la dignidad moral que tan ejemplarmente comunicaba a sus personajes —por insolidarios que fuesen en principio (y por principio)— Humphrey Bogart. Sin el dinamismo crispado o humoroso, pero siempre entusiasta, de Kirk Douglas, ni la capacidad de desdibujar la mirada y dejar que sus rasgos soportasen la erosión del tiempo y la fatiga de Gary Cooper, sin la soltura de Jimmy Stewart para saltar de la campechanía a la furia de los justos al borde de la neurosis, sin la solidez de roca inconmovible que ha de avanzar contra viento y marea, «tan cierto como que la tierra gira sobre su eje», de John Wayne, Sterling Hayden, hombre arrepentido, viajero herido de mar y tierra firme (o de arenas movedizas), rebelde de callada causa y contenida rabia, marginado en activo, supo proyectar toda su tristeza en la mirada que lanzaron a su alrededor unos cuantos personajes inolvidables de Huston (La jungla de asfalto), Ruy Guerra (Sweet Hunters), Altman (The Long Goodbye), Coppola (The Godfather) y hasta Kubrick (The Killing, Dr. Strangelove). Y fue, sobre todo, el Johnny Guitar de Nicholas Ray, verdadero marinero en tierra cargado de nostalgia por el mar del que vino y al que quiso volver, errante como el Holandés, durante los últimos años, desde las páginas de su autobiografía, The Wanderer, o de su novela, Voyager, antes de ser moldeado por Bertolucci en algo así como su propia estatua (Novecento). Hombre de mar, siempre pareció un poco ajeno, desorientado, perdido en no se sabe qué melancólico ensueño insatisfecho, más descontento que resignado. Ahora, como de costumbre intermitentemente, aprende a envejecer.
Publicado en el nº 10 de Casablanca (octubre de 1981)
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