martes, 16 de mayo de 2023

Pequeñas enseñanzas paternas

Debo advertir, una vez más, que carezco de títulos para hablar de la parte central de las actividades y de la obra de mi padre. No sólo soy, de sus hijos, el único "de Ciencias" (como, por otra parte, lo fue él inicialmente, antes de que escuchar a Ortega le indujera a pasarse a Letras), sino que, pese a haber leído bastante filosofía -por pura curiosidad de raíz infantil: era muy difícil explicarle a otros niños en qué consistía el inusual oficio paterno-, siempre me ha dejado con más dudas que certidumbres, y esa sensación de andar sobre arenas movedizas me ponía (y me sigue poniendo) más bien nervioso. Y aunque he leído casi todos los libros -y son muchos- que escribió mi padre, algunos (Los Españoles, España inteligible, La España posible en tiempo de Carlos III, La estructura social, Antropología metafísica) varias veces, y su estilo es singularmente claro y desprovisto de terminologías pedantes, no soy quién para valorar públicamente su obra, ni voy por tanto a permitirme la osadía de enjuiciarla, sabiendo mucho menos que él de historia, de literatura, de sociología y de otros campos en los que hizo incursiones. Si escribo este breve texto es por no negarle a Celtiberia una colaboración que no pienso dar a algunos otros supuestos "homenajes" a mi padre con motivo del centenario de su nacimiento, que considero irresponsables o escasamente fieles a su memoria, cuando no infamantes, falseadores o simples maniobras de variadas formas de apropiación indebida.

Puedo escribir algo, forzosamente breve, sobre mi padre como padre, que es la dimensión de Julián Marías que más me afecta, precisamente por la mala suerte de que muriese a muy temprana edad de ambos mi hermano mayor, el primogénito, el llamado como mi padre, y de pasar yo a ocupar ese puesto, que siempre sentí como de cierta "responsabilidad", pero que no me correspondía y para el que carecía de vocación, hizo que, pese a sospechar que todos resultásemos para nuestros padres un tanto decepcionantes tras Julianín, tal vez yo tuviera un poco más de trato con mi padre que mis hermanos menores, y, por consiguiente, algunos recuerdos más, pues tengo la vaga sensación de que, a medida que se iba incrementando la prole, mi padre tenía menos tiempo para dedicárnoslo y delegaba más y más funciones convencionalmente consideradas "paternas" en nuestra madre. Desde luego, creo no equivocarme si digo que todos teníamos más confianza con ella que con él, que nos parecía un ser gracioso y bienintencionado pero algo cohibido y torpe con nosotros, y un poco distante, ya que pasaba mucho tiempo encerrado en su despacho, dedicado a un silencioso trabajo casero, que a veces no parecía muy productivo materialmente: "estaba pensando", y por tanto no siempre salía con un montón de folios que leerle a nuestra madre. Esta enigmática e imprevisible labor nos impedía hacer ruido; la verdad es que no sé cómo, siendo finalmente cuatro los supervivientes y separados por lapsos de dos años, y pese a tener el cuarto donde jugábamos y dormíamos los cuatro justo al lado de su despacho, conseguíamos mantenernos lo bastante quietos o ser suficientemente sigilosos (casi cual pieles rojas) como para no haber impedido su trabajo: su abundante bibliografía nos absuelve de toda sospecha.

Como mi padre resultaba un poco misterioso, por sus "desapariciones" en su despacho, donde no cabía interrumpirle salvo que ocurriese algo urgente o tremendo, estábamos muy pendientes, creo yo, de su parte visible, o de la atención que de vez en cuando nos prestaba, como, por ejemplo, cuando nos dibujaba, bastante puerilmente, señores con sombrero -como él, por ese tiempo- y con gafas redondas, indios con turbante, peces, pájaros simplificados, pajaritas de papel y cosas parecidas. También recuerdo que, al ser el mayor, fui el primero en acompañarle a alguna "excursión" callejera, tanto en Wellesley o New Haven -me iba traduciendo letreros tipo For RentFor Sale y me enseñaba su pronunciación- como en Madrid; por ejemplo, a una cacharrería de la calle de Argensola donde siempre había soldaditos de plomo que yo codiciaba durante meses hasta mi cumpleaños -camino, sospecho, de la Revista de Occidente, en Bárbara de Braganza-, o a la librería de León Sánchez Cuesta, en la calle de Serrano, al lado del Café de Roma donde yo sabía que iba a veces a una tertulia.

Evidentemente, los niños imitan a los padres, por poca inclinación didáctica que puedan tener estos. Era difícil que no me llamase tempranamente la atención la avidez e impaciencia de mi padre ante dos acontecimientos cotidianos: la llegada del periódico -por entonces, el ABC, que se repartía a domicilio, incluso en el piso: de ahí el tontísimo chiste-acertijo "¿Cuál es el ave que entra por debajo de la puerta?"- y el reparto (si la memoria no me engaña, había inicialmente ¡dos diarios!) del correo. Como de pequeño no escribía ni me escribía nadie (aunque pronto tuviese cierta propensión al diálogo epistolar), a lo que me aficioné muy pronto fue a la lectura del periódico. Recuerdo, por ejemplo, haber seguido con enorme interés el derrocamiento del rey Faruk por Nasser en Egipto y, sobre todo, la guerra de Suez (por entonces tendría unos 8 años). No leer el periódico era como estar en ayunas.

No es que mi padre aconsejase, recomendase o explicase motu proprio muchas cosas, pese a que se le pudiese suponer, con fundamento, una aguda vocación de enseñante, para colmo frustrada por su negativa a firmar el documento de adhesión al régimen que era requisito imprescindible para enseñar en la universidad (y para muchas otras cosas) durante el franquismo. De hecho, más bien tenía cierta propensión, que a veces nos resultaba un tanto irritante, a contestar nuestros intempestivos y perezosos interrogatorios de modo indirecto, remitiéndonos casi siempre a algún libro (que ciertamente, solía estar en casa, en una estantería... aunque tal vez en alemán, en latín o en griego) o a un escrito suyo acerca de la cuestión. Cierto es que pretender que durante el desayuno te "cuenten" la Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial, o la de Secesión americana, o la de Independencia, es un poco demasiado (yo he sido después víctima del mismo tipo de "peticiones del oyente", y a partir de entonces comprendí a mi padre), pero de niño uno es impaciente y quiere respuestas inmediatas y cómodas, no tener que embarcarse, como hube de hacer durante largo tiempo, en la apasionante lectura de dieciséis (o más) gruesos y muy densos volúmenes de una Historia Universal y otros muchos de una de España, y creo que también de otra de Europa, no recuerdo si publicadas por Espasa-Calpe o por Aguilar.

En lo que no nos remitía a libros, pero tampoco fue nunca -ni siquiera cuando fuimos ya mayores- muy explícito, y siempre se mostró muy reticente a entrar en detalles e incluso a completar un relato que, por descuido, había empezado, es acerca de la guerra civil española, que, debo decirlo, en mi infancia (y nací en los últimos días de 1947, cuando hacía ya más de ocho años que, formalmente, había terminado) permanecía muy presente, con heridas abiertas y recuerdos muy vivos, y con no pocos resquemores y tristezas. Había en Madrid todavía solares con escombros y cascotes, donde no te dejaban jugar (y eso que era posible encontrar casquillos de bala) porque podía haber un obús sin explotar. Y era algo que surgía, y se esquivaba de inmediato, en las conversaciones de los mayores, a veces con discusiones o reproches que los niños notábamos que se silenciaban en y por nuestra presencia. ¡Esos súbitos silencios, como si no los notásemos e intuyésemos, por tanto, que algo grave pasaba -no sólo había pasado, sino pasaba todavía-, y que se nos trataba de ocultar o "ahorrar"! Como si no advirtiésemos tensiones subterráneas entre nuestros tíos, o de estos con nuestros abuelos o con parientes más lejanos o con vecinos (como en casi todas las casas y familias, había en la nuestra gente, y víctimas, de ambos bandos). Pero sí tuvimos muy claro, creo que todos, desde luego yo, que éramos (mis padres, y por tanto nosotros, sus hijos) de los que habían perdido la guerra, y teníamos igualmente claro que otros, incluso tíos nuestros, pertenecían al bando de los vencedores, con mayor o menor (o quizá ya perdido) entusiasmo, pero que en todo caso reprimían ante nosotros, a fin de cuentas sus nietos, sus sobrinos. Luego fui descubriendo que mis padres habían sido doblemente perdedores, porque la República, además de ser derrotada por los que se levantaron contra ella, había sido destruida, debilitada, minada, traicionada, ensuciada por algunos (si no por casi todos) los integrantes del lado supuestamente "leal". Ni que decir tiene que los Marías probablemente somos republicanos, si no "de nacimiento", sí desde la primera infancia; por supuesto, teórica y racionalmente partidarios de esa forma de gobierno, no mitómanos; es decir, sin que eso nos haya hecho fanáticos republicanos ni ciegos a los errores de la II República, ni (al menos yo) particularmente ansiosos de que llegue una hipotética III República.

Otra cosa que recuerdo como una enseñanza implícita de mi padre era que siempre tenía presente la posibilidad de que las cosas se pusieran todavía peor y más insoportables aún -como ocurría periódicamente durante la dictadura, parecía que algo se suavizaba un poquito y enseguida se recrudecía de nuevo la censura y la opresión-, y que tuviéramos que intentar salir de España, a toda prisa y con lo puesto, para exiliarnos, es decir, para irnos a vivir en otro país, que no sé antes, pero desde 1951-1952 hubiera sido, sin duda, los Estados Unidos. Recuerdo (y es hábito que he mantenido por mi cuenta luego) que mi padre se cuidaba mucho de tener los pasaportes de todos en regla y renovados, por si acaso. Y no he olvidado lo que me angustiaba la amenaza de tener que dejar abandonados en nuestra casa de Covarrubias 16 mis juguetes y mis libros más preciados (lo que tal vez explique, además de la herencia genética, mi tendencia a acumular y a no deshacerme de libros, revistas, discos y películas).

Ahora bien, quizá lo más duradero y más importante que nos trasmitió mi padre fueron un par de recomendaciones prácticas, quizá no muy convenientes (desde luego, poco diplomáticas sí eran) pero, a mi entender, sumamente útiles, y que he seguido siempre, incluso es posible que más allá de donde mi padre hubiera aconsejado y en cuestiones que no resisten un escrutinio muy profundo, que quizá fueran para él "cuestión de fe". No sé cómo llamarlo, porque mi padre no lo "nombró" nunca. Quizá sea una faceta del espíritu crítico, o un resto del escepticismo que nosotros quizá -yo, desde luego- echásemos a faltar en él (siempre lo encontré demasiado ingenuo, crédulo, bien pensado y confiado, lo cual, con su experiencia personal muy temprana, que más bien hubiera podido hacer de él un misántropo, me parecía y me sigue pareciendo asombroso). El consejo, quizá nunca formulado tan programáticamente, y tal vez con variantes en distintas ocasiones, y que puede que ya hayamos contado cualquiera de sus hijos, venía a ser: Pregunta siempre ¿por qué? Sobre todo, cuando te hagan una afirmación muy tajante, muy enfática, muy dogmática. Si no puedes preguntárselo directamente, como, por ejemplo, cuando alguien está dando una clase o una conferencia, o si estás leyendo esa frase en un libro, tal vez escrito por un autor distante o ya muerto y que no podría contestarte, pregúntatelo tú, piénsalo, dale vueltas, y no lo aceptes ni lo des por bueno sin estar más o menos convencido de que al menos es algo por lo menos posible o siquiera plausible. Y, es más, antes de decir tú algo, o de escribirlo, pregúntate a ti mismo por qué vas a decirlo y si lo piensas tú de verdad, si es eso realmente lo que piensas y si es necesario decirlo.

Publicado en el nº 108 de Celtiberia (2014).

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