Esta visión personal de Barba Azul o Landru representa en la trayectoria de Chaplin el abandono definitivo, como intérprete, del personaje de Charlot. De ahí que muchos de sus adoradores de antaño no le perdonasen nunca esta suerte de "asesinato" de una criatura tan universalmente querida como el "pequeño vagabundo", que puede contarse como una víctima más – la primera - del cínico y práctico Verdoux, encarnación social no precisamente del proletariado, sino de una pequeña burguesía que aspira a más (dinero, por lo pronto; tal vez, a continuación, poder).
Quizá por eso se olvide que Monsieur Verdoux es una obra maestra, y además la demostración indiscutible de que Chaplin, por encima de un prodigioso mimo (y ya por entonces, tras The Great Dictator, un gran actor sonoro), era un director cinematográfico de primera magnitud, tan ajeno en 1947 como en 1915 o en 1966 - cuando rueda su última obra, A Countess from Hong Kong - a la imagen de tosco, arcaico y descuidado realizador que tanto se ha reiterado, nunca he logrado comprender con qué fundamento ni con qué excusa. Quizá por privar de alguno de sus dones creativos a quien parecía acumular demasiados; para mí, se trata de un infundio que, una vez lanzado, como siempre sucede con la mala moneda, no para de circular, pero es más o menos tan inverosímil y carente de base como los sospechosamente parecidos que se han adherido como lapas a la reputación de otros tres de los grandes técnicos, narradores e inventores de formas de la historia del cine: nada menos que Luis Buñuel, Jean Renoir y Roberto Rossellini. Con ellos se ha alucinado, puede que por tacañería, una suerte de "pelotón de los torpes", al parecer insensibles a la estética, o sumamente vagos; y no deja de ser curioso que a algunos - de Hitchcock a Lang, pasando por Hawks, Lubitsch y el grueso del cine americano - se les reconozca, aunque sea para empequeñecerlos, la condición de "grandes técnicos" que a estos otros cuatro se les niega. Lo cierto es que Monsieur Verdoux tiene la precisión y la elegancia de Hitchcock, Lubitsch y Lang, la belleza y modulación de Renoir, la fantasía y el humorismo cortante de Buñuel, y nada debe a géneros ni modas, ni a estilo ajeno alguno, ni siquiera al “espíritu" de la época en que fue concebida y realizada, razones que pueden explicar que su perennemente moderna perfección clásica nos enfrente al horror irreductible de propiciar que nos veamos identificados, a nuestro pesar, con un frío y calculador asesino en serie, que no es víctima de arrebatos pasionales ni de la demencia, sino que actúa aplicando con eficacia un racionalismo que lleva la lógica económica a sus últimas y más implacables consecuencias, sin respeto alguno por una moral y una ley que - más cuando la hizo Chaplin que en el tiempo histórico en el que se sitúa la acción - había sido tan masiva y reiteradamente violada que podía considerarse inoperante, sin fuerza, puede que hasta desprovista de sentido. Por primera vez, Chaplin no resulta - ni siquiera parcialmente – reconfortante ni animoso, sino que se limita a poner frente al espectador un espejo sólo levemente deformador en el que este no quiso entonces reconocerse y sigue sin querer verse reflejado ni siquiera retrospectivamente.
Publicado en el nº 78 de Miradas de cine (septiembre de 2008)
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