jueves, 4 de mayo de 2023

Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963)

Todo Mankiewicz está en Cleopatra: no resumido o esquematizado, sino quintaesenciado, estilizado e integrado en la más compleja trama de su obra. Contó para ello con más tiempo y espacio que nunca antes o después: eran precisos para abarcar tantos personajes, tantos años de Historia, tantos países, tantas intrigas amorosas, palaciegas o imperiales. La primera parte se centra en Julio César (Rex Harrison) y Cleopatra (Elizabeth Taylor), más sus rivales respectivos: Egipto y Roma. La segunda, menos política y más amorosa, adopta una estructura triangular: no se trata simplemente de la pasión de Marco Antonio (Richard Burton) por Cleopatra, que le hace olvidar el imperio, el poder, la fama y el honor, y perderlo todo a cambio del amor; entre los amantes hay, hasta el final, un tercero en discordia, el recuerdo —a veces el fantasma— de César, patrón de medida con el que Marco Antonio teme ser comparado, con el que Cleopatra no puede dejar de compararle, pero sin que ello suponga para él una derrota: tiene a su favor el tiempo, la vida, la juventud, incluso, a falta de inteligencia, de talento militar, político o amatorio. Marco Antonio es leal, torpe, impulsivo, irritable y nervioso, si acaso —y no siempre— un buen táctico, mientras que César es noble, hábil, culto, calculador y epiléptico, más ambicioso, más estratega a largo plazo, pendiente del más allá, del juicio de la Historia y del futuro del Imperio. Uno y otro son grandes, César en la victoria y Marco Antonio en la derrota (sobre todo cuando pide guerra y se la niegan); los dos son traicionados, pero uno camina confiado a que le den muerte y el otro se quita con precipitación, por pesimismo, la vida, que ya no aprecia. Entre ellos, Cleopatra, que los domina; para ella no es tan grave el conflicto: ama a los dos, pero sucesivamente porque es la única que vive en presente. A partir de este núcleo complejo, Mankiewicz supo construir una película en la que cada detalle era oportuno y pertinente, pero no imprescindible: privada de algunos de ellos, de escenas enteras, Cleopatra conserva intactos la emoción y el sentido; puede haber desaparecido el plano, la secuencia, la frase o la mirada en que más claramente o por vez primera se exponía un sentimiento, una relación o un conflicto, pero da igual, o casi, porque todo quedaba siempre lo bastante implícito, sugerido más que afirmado, y se mantenía presente a partir de entonces gravitando sobre las personas y los acontecimientos y sigue actuando, podemos deducirlo o intuirlo todavía. La complejidad de Cleopatra es duradera, su riqueza está bien repartida, sin planos pobres ni escenas recargadas. Su claridad, su transparencia, su nitidez son homogéneas. El énfasis le es ajeno; no hay un instante artificiosamente dramatizado, de tragedia superpuesta desde fuera, ni de comedia que no surja directamente del carácter de los personajes o de las situaciones. En el cine de Mankiewicz la música no subraya ni suple, la belleza no es nunca un adorno, el diálogo jamás tiene función exclusiva o primordialmente informativa y no hay escenas explicativas, ni planos incrustados para dejar sentado un punto. Ese significado, ese dato o ese sentimiento están en los personajes. Por eso Cleopatra sobrevive con inmutable esplendor a todas las amputaciones (cortes, doblaje, emisión por televisión): sólo perdemos sus dimensiones y parte del placer. Pero es tanto…

Publicado en el nº 14 de Casablanca (febrero de 1982)

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