jueves, 18 de mayo de 2023

Light Years Away/Les années lumière (Alain Tanner, 1981)

Tanner se ha echado a volar. Cabe preguntarse si batirá las alas de nuevo y, en todo caso, dónde le llevará el próximo vuelo y cuál será su pista de despegue: un tipo tan paciente como Tanner puede tardar años en pensar su próxima película. Light Years Away es el primer salto de su carrera, aunque se trata, a pesar de todo, de un movimiento tan meditado como cualquiera de los anteriores: la evasión de Suiza se plantea en Le Retour d'Afrique —y era ya una tentación en La Salamandre—; el exilio —siquiera temporal— parecía necesario para la supervivencia al concluir Messidor, que daba por imposible el libre viajar por un país en el que cada vez había más Estado y menos Sociedad, más desconfianza y menos vitalidad.

Como Tanner es uno de esos cineastas para los que también un travelling es una cuestión moral (lo mismo que cualquier otra de las decisiones que ha de tomar responsablemente un director), en su cine todo va unido, nada carece de motivaciones ni de consecuencias, de modo que la partida hacia Irlanda ha supuesto la necesidad de un cambio estilístico, que ya apuntaban ciertos elementos de esa obra fundamental (y no muy comprendida) que es Messidor. Si hasta Jonas el cine de Tanner era urbano, realista y atento a lo cotidiano —por lo que predominaban las secuencias en interiores— y poco agresivo de forma y tono, tanto si los personajes medían los límites de su cómoda celda como si trataban de erigir la amistosa utopía de una familia electiva, a partir de Messidor puede intuirse una ruptura poco ostentosa, sutil y gradual, sin duda, pero efectiva y confirmada por Light Years AwayMessidor discurre casi íntegramente en exteriores, ya que en ella toda Suiza se había convertido en una prisión sin muros para sus personajes disconformes y movedizos; Light Years Away tiene por principal escenario el aire libre y extrañamente nítido de un rincón lejano de la verde y parda Erin, un finis terrae de la costa oeste de otro país pequeño, como Suiza, pero rodeado de mar y no de tierra; es una fuga —o quizá un reparador desarraigo, una vocación—, y Tanner deja de lado —sin oponerse a ella frontalmente— la presentación aparentemente llana, directa, escueta y transparente de lo que, cada día o excepcionalmente (en la crónica de sucesos de que parte Messidor), ofrece el entorno real, para ir más allá y adentrarse en un terreno hoy tan abandonado y plagado de riesgos —como un campo de minas—, tan nuevo e inexplorado para el cineasta suizo como la tentativa de recrear un mito o inventarlo a su manera.

Es un mito modesto, desde luego, como lo fueron, sin duda, en su nacimiento los que luego han conseguido —por una acumulación de azares o por su acierto para reflejar forma válidamente simplificada (es decir, ceñida a lo fundamental) experiencias, temores o problemas básicos, comunes a la mayoría de los hombres y perdurables en el tiempo— arraigar para siempre o, cuando menos, para muchos años; como lo es el de los hombres-libro imaginados por Ray Bradbury en Fahrenheit 451 y tan afectuosamente plasmados por Truffaut en la pantalla, el del doctor Jekyll y Mr. Hyde o, puesto que hacen más al caso, el de Jim Hawkins y su brusco mentor, John Silver el Largo, y el de Dédalo y su hijo Ícaro.

No deja de haber cierta justicia —al menos, poética— en que una película que sostiene que para conseguir algo que valga la pena hace falta esforzarse, aprender, renunciar a unas cosas y dominar otras —es decir, una cierta disciplina no académica—, superar pruebas y dificultades y, llegado el caso, luchar obstinadamente, vea recompensado el riesgo que ha corrido su autor por un logro al que probablemente ni siquiera aspiraba. Porque Light Years Away representa, entre otras cosas, una posibilidad inesperada de auténtico cine de aventuras, ajeno a la apariencia convencional que lleva a aceptar como tal cualquier película de acción abundante, escenarios exóticos y variados y, sobre todo, personajes sin relieve ni personalidad, y ello a pesar de lo poco aventurada que suele ser la actitud de sus artífices. Yo no recuerdo que ningún aventurero libresco o cinematográfico digno de ser acompañado en sus andanzas se fijara como meta repetir lo ya hecho por alguien, sólo que cómodamente y sobre seguro; es como si alguien tratase ahora de emular a Colón, Magallanes, Phileas Fogg o el capitán Nemo, pero a bordo de un lujoso navío dotado del mejor equipo de radar y comunicaciones del mercado, y se empeñase, encima, en televisar en directo, por vía satélite, a todo el mundo su «peligrosa» travesía… me parece mucho más atrevido y dispuesto el que se va a pie a León una noche de invierno y a su llegada, o de vuelta, relata cuánto disfrutó, el miedo que pasó o la pulmonía que pilló a un par de buenos amigos, laconismo y falta de pretensión que le emparentaría con los personajes de Light Years Away, mucho menos habladores que los precedentes protagonistas de Tanner y más dispuestos, en cambio, a dejar las rutinarias costumbres que les atan a un mundo no muy propicio y a ponerse en marcha, ligeros de equipaje y de paso, para acudir a una cita con el misterio, tras una llamada en clave o una invitación (muda y sin garantías) a ser «libre como un pájaro» en lugar de resignarse por pereza a la desgana y al desgaste.

Por supuesto, A años luz no me obliga a renunciar a un serial tan simpático, divertido y saludablemente infantil como el largo sueño que George Lucas está haciendo realidad cinematográfica, pero creo importante tener muy claro que el último Tanner es una alternativa adulta a La guerra de las galaxiasEl imperio contraataca y lo que puedan dar de sí en el futuro las fantasiosas peripecias siderales de la pareja de maestro y aprendiz de brujo que forman Obi Ben Kenobi (Alec Guinness) y Luke Skywalker (Mark Hamill), paralela en más de un aspecto a la que representan Yoshka Poliakoff (Trevor Howard) y Jonas (Mick Ford); también su relación tiene por fin la transmisión de un poder secreto, también el discípulo carece de padres, pero el aprendizaje de Light Years Away, además de su dudosa utilidad material, dista mucho de ser gratuito: Trevor Howard no es «Campanilla», sino más bien un águila, y no tiene varita mágica ni polvillo de oro con que hacer volar a Jonas; éste, por otra parte, no desea volver a la niñez ni hacer eterna su condición juvenil. Yoshka actúa como provocador, pero se niega a seducir e incluso a tentar; elige a Jonas y pone a prueba no sólo su curiosidad, sino su tenacidad; tras convocarle, el viejo se repliega y no hace más que poner obstáculos para obligarle a superarlos y así demostrar su voluntad de acceder al secreto celosa y hoscamente guardado en el destartalado garaje en desuso. Su alumno tiene el inconformismo, la disposición, el carácter y la falta de petulancia precisos para reconocer que no sabe hacer nada especial, pero que puede aprender, intentarlo al menos; le falta endurecerse, conocerse a sí mismo mejor y olvidar la rutina, para estar en condiciones de recibir el legado del moribundo. Yoshka le azuza, le hostiga, le hace enfrentarse con la soledad, la falta de afecto (se muestra huraño y poco acogedor, le obliga a salir de su cabaña, a despedirse de Betty, a comerse el cerdito que le servía de compañía) y el trabajo inútil, y poco a poco le enseña a ponerse en contacto con la naturaleza, a tener de nuevo sensaciones, a fijarse en lo que hace, siente, piensa o intuye para fijarlo en su memoria y para reflexionar (por qué lo hace así, por qué lo sabe, en qué nota — por ejemplo— que amanece o que ha llovido de noche)… curiosamente, lo que Tanner hace cuando rueda una película o se prepara para acometer la siguiente. Este esfuerzo redobla su valor si se tiene en cuenta que todos toman a Yoshka por un loco —le llaman «Crazy Pol» y no le hacen el menor caso—, probablemente porque es un ser inocente e infantil (su malicia es de niño, lo mismo que sus bromas, caprichos, alegrías, entusiasmos, rabietas y cabezonerías, o su temeridad), con capacidad de disfrutar, ganas de jugar y un humor bronco y que le incluye entre sus blancos. Pero Yoshka, que habla a los pájaros y quiere rivalizar con ellos, es capaz también de darles muerte, y morirá atacado —en pleno vuelo— por un águila que capturó Jonas tras el viaje ritual y con la ayuda de una versión razonable —con los pies en la tierra, más práctico y realista— de Yoshka, el furtivo Thomas (Joe Pilkington), al que le guiaron el azar y un simpático y belicoso borrachín de taberna de pueblo. Y Jonas, que hereda todo —las pobres y descuidadas posesiones, una asignación mensual, un saber improbable y tan modesto como la alfarería, la pesca o el arte de narrar —por haber reaprendido a mirar, a moverse, a sentir, a hacer conscientemente lo que suele ejecutarse mecánicamente o a ciegas, a contar y describir su experiencia física y mental, es ya lo bastante libre como para poder elegir responsablemente si seguir los pasos —o los aleteos— de Yoshka o guardar su recuerdo o reanudar la vida que llevaba antes (pero desde otra altura, con otra mirada).

No es extraño, pues, que —cumpliendo la promesa de Messidor— Light Years Away sea la película más hermosa, serena y sensorial de Tanner, y que una nueva luminosidad bañe sus imágenes soleadas, neblinosas o nocturnas, ni que los elementos —el viento, la lluvia, el rocío, las nubes, el mar encrespado, el plácido lago, el sendero, la tierra, la música o las palabras— cobren una importancia y tengan una presencia sensual que nunca antes, salvo fugazmente en Messidor, habían tenido en su cine.

Publicado en el nº 13 de Casablanca (enero de 1982)

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