Debo confesar que ni Lola Herrera ni Daniel Dicenta me interesaban antes de ver Función de noche. Después, siento decirlo, tampoco. Si acaso, me asombra que —de ser cierto lo que dicen, y ¿quién soy yo para dudarlo?— en unos seis años de matrimonio hayan hablado tan poco, que se separasen sin darse explicaciones y que en los catorce años siguientes no hayan tenido la menor curiosidad el uno por el otro. Y si ellos no la han sentido, no sé por qué van a inspirármela a mí.
De modo que, sin saber nada de su vida, y desconociéndoles casi por completo como artistas, veo la película de Josefina Molina, que ha encantado a mucha gente y —tampoco entiendo por qué— ha escandalizado o irritado a algunos (los de siempre). ¿Y qué encuentro en la pantalla? Dos actores —mucho más que dos personas— que hablan, hablan y hablan…, pero no dicen nada.
Me informan de que se trata de una conversación «real», sincera, más o menos improvisada, aunque —no acabo de comprender cómo— reconstruida, sin diálogos escritos, rodada en continuidad y cronológicamente con ayuda de varias cámaras (ocho, creo) ocultas. No se han repetido tomas, no se ha construido dramáticamente su intercambio de reproches y confesiones tardías; simplemente, se han elegido los ángulos y se ha procurado evitar un número excesivo de repeticiones, cosa inevitable en una escena que no conduce a nada y que se convierte en esa variante del círculo vicioso que es el diálogo de sordos. Explicaciones útiles, pues nunca hubiese podido imaginarme que la película estuviese hecha así: todo me «suena» falso, incluso lo (poco) que, más que oírse, se ve.
Trataré de explicar por qué tengo esa impresión, irremediablemente subjetiva, aunque no caprichosa, creo yo. Para empezar, no advierto diferencia sensible entre la manera de hablar —impostada, casi declamatoria, en la que hasta los tacos parecen «momentos culminantes» subrayados en el texto, con un exceso de tópicos y latiguillos— de estos actores y la de otros que recitan unos diálogos (a menudo mal) escritos y aprendidos de memoria, ensayados y repetidos ante la cámara una toma tras otra. Sus gestos y movimientos son tan convencionalmente dramáticos, tan de repertorio de escuela de interpretación, tan «teatrales» en el peor sentido de la palabra (tan de mal teatro o de «dramático» de televisión), que no puedo creerme nada. Hay quien dice que Función de noche es un psicodrama filmado, alguien —no sus artífices— lo tomó por cinéma-vérité, y es posible que Lola Herrera y Daniel Dicenta sean así, se muevan y hablen así, actúen en la vida real como si se encontrasen en un escenario o en un plató de Prado del Rey, pero eso significaría que están viciados por su oficio, que son víctimas de una «deformación profesional» que les invalida, en parte, como sujetos de estudio —porque les priva de esa representatividad en la que tanto insiste todo el mundo, empezando por ellos mismos, que no paran de echar la culpa de todo a los tiempos que han vivido y de pedir compasión para su generación entera—, o bien —en el mejor de los casos—, que recurren a trucos de actor para protegerse o cubrirse (los insistentes juegos de Dicenta con la toalla hacen pensar en el Linus de Peanuts o Charlie Brown y su mantita).
Por eso, aunque en principio parece lógico rodar este film con cámaras ocultas (tras paredes y espejos) y en sonido directo, tales precauciones se revelan, más que insuficientes para preservar la verdad, inútiles: se estrellan contra el muro de los intérpretes. Lo primero, porque, al ser primordialmente teatrales, la invisibilidad de la cámara no modifica su forma de estar habitual: tampoco desde la escena ven al público ni tienen cámaras (aunque sí focos) alrededor; hubiera sido un método eficaz en caso de no ser actores profesionales, o incluso si lo fueran sólo de cine, pues no tendrían que ocuparse de las marcas de posición, de evitar salirse de cuadro o tapar al otro, y podrían actuar en continuidad, pero con Lola Herrera y Daniel Dicenta la ocultación no cambia nada su manera de interpretar en teatro o —también ante varias cámaras— televisión. Lo segundo, porque hasta en sonido directo suenan a doblados por sí mismos, a dobladores; para comprobarlo, basta con cerrar los ojos dos minutos: cree uno estar escuchando un serial radiofónico; y el ambiente sonoro del camarín simulado en estudio no difiere en exceso del de una sala de doblaje.
Tengo la sensación de que semejante confrontación habría que filmarla con una sola cámara lo bastante móvil como para seguir y acosar a los intérpretes en planos tan largos como sea técnicamente posible y centrándose en dos seres que, aunque podrían ser unos histriones o unos comediantes, lo fuesen por naturaleza, no de profesión. De lo contrario, sospecho que más valdría haber optado por la ficción pura y simple (o compleja): como conversación de camarín entre gente del teatro, me creo mucho más —sobre todo en V. O., pero hasta doblada— cualquiera de las de Bette Davis y Gary Merrill en Eva al desnudo, de Mankiewicz; dejando ese mundillo, las discusiones entre Liv Ullman y Erland Josephson en Secretos de un matrimonio, de Bergman, me parecen mucho más convincentes, emocionantes y reveladoras, simplemente porque son buenos actores admirablemente dirigidos, y no malos actores a los que parece habérseles dado permiso para hacer lo que puedan y se les ocurra, que no es mucho: compárense sus gestos, sus movimientos, sus palabras, sus razones y sinrazones no ya con los de Jean Yanne y Marlène Jobert en la genial No envejeceremos juntos, de Pialat, sino con los de Meryl Streep y un actor tan peligroso —aunque cinematográfico— como Dustin Hoffman en la cauta y excesivamente equilibrada Kramer contra Kramer, de Benton, y se verá lo que quiere decir. Lo siento, pero Lola Herrara y su exmarido me parecen una caricatura de los modales académicos y acartonados, previsibles de antemano, de los Bergman menos inspirados (Sonata de otoño o Gritos y susurros, frente a Pasión, Cara a cara al desnudo o Fresas salvajes).
De ello no tienen la culpa sólo Lola Herrera y Daniel Dicenta. También Josefina Molina se ha equivocado, a mi entender. En primer lugar, por la elección de personas, que pone en entredicho la voluntad generalizadora y testimonial de que hacen gala la directora y el productor en sus declaraciones. Después, por haber renunciado a dar un punto de vista sobre el drama —por real y autónomo que fuese su desarrollo— mediante la planificación y la estructura dramática y narrativa de la escena, conformándose con buscar los ángulos de filmación que permitiesen captar lo mejor posible —en cuanto a visibilidad más que a conocimiento o comprensión— lo que sucedía ante las cámaras. En tercer lugar, por quebrar y dispersar la cohesión espaciotemporal de la escena con intrusiones acronológicas que me parecen muletas o coartadas, apoyaturas que en realidad minan el posible dramatismo de la situación y que se me antojan el equivalente para cineasta y productor de la toalla para Dicenta; más hubiera valido respetar las tres unidades, sin preocuparse de que la película pareciese (aún más) teatral.
De ese teatralismo de partida no podría haberse librado, creo yo, más que con otro planteamiento y otras soluciones «estéticas»: o bien se ensaya la larga escena y se transmite en directo por televisión su representación, con lo que cuanto ocurre se hace actual y presente para el público, y supone un riesgo para los actores, o bien, por el contrario, se hace una película de verdad, con guión, con dirección de actores, con construcción dramática, planificada para guiar la mirada, señalar lo que hay que ver y comentar implícitamente la acción. Por pura casualidad, el día del estreno de Función de noche había visto por octava vez Wagon Master, lo que me hizo darme cuenta, con asombro, de que, mientras el western de John Ford, rodado hace más de treinta años y que narra hechos acaecidos un siglo antes a través de una ficción representada por actores profesionales, resulta fresco, nuevo e imprevisible, porque sucede en la pantalla, durante la proyección, el docudrama de Josefina Molina, con seres que hacen de sí mismos y tema de actualidad, parece siempre pasado, en conserva: una sucesión de imágenes de archivo.
Publicado en el nº 12 de Casablanca (diciembre de 1981)
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