Pocas veces ha contado la filmografía de un cineasta, de forma tan implícita como evidente, una historia en principio feliz pero de tan triste final como la de Richard Quine entre 1954 y 1962, es decir, desde que conoce y dirige por primera vez a la starlet de la Columbia Pictures Kim Novak, en Pushover (La casa nº 322), trágico thriller en blanco y negro inspirado en Double Indemnity (Perdición, 1944), de Billy Wilder, y con uno de sus principales intérpretes, Fred MacMurray, hasta que, ocho años más tarde, se despide de ella —en la pantalla—, de nuevo en blanco y negro tras un interludio de amor en color, pero esta vez en el marco algo amargo de una comedia negra policíaca y británica nada feliz y no del todo lograda, The Notorious Landlady (La misteriosa dama de negro), con Jack Lemmon, Fred Astaire y varias viejecitas tan estrafalarias como siniestras.
En medio hay dos verdaderas declaraciones de amor sobre celuloide y a todo color, la primera esperanzada, la comedia de misterio y fantasía, pero típicamente neoyorquina y realista al mismo tiempo, titulada Bell, Book and Candle (Me enamoré de una bruja, 1958), en la que Quine se anticipa unos meses a Vértigo (De entre los muertos), de Hitchcock, al emparejar a Kim Novak con el larguirucho James Stewart; la segunda, muy desesperanzada, es un pesimista melodrama de amargo final, coprotagonizado por Kirk Douglas, Strangers When We Meet (Un extraño en mi vida, 1960), muy minnelliano de paleta cromática y planteamiento, pero probablemente muy autobiográfico (sustitúyase al arquitecto que trabaja por encargo por el director bajo contrato con la Columbia).
No es esta crónica de un amor muy larga ni detallada, pues, sino elíptica y zigzagueante, como suelen serlo las mejores películas de este sensible y poco apreciado director —menos llamativo que su amigo Blake Edwards, menos brillante que Stanley Donen, que era el veterano del trío, aunque Quine fuera el mayor—, pero desde el primer plano de Kim Novak en Pushover, aunque nada sepamos de la relación que hubo entre ella y Quine, intuimos que no es que la actriz sea de una notable —y más bien pasiva— fotogenia, ni posea esa enigmática capacidad de fascinar a la cámara que tienen algunas mujeres, y de las que otras, incluso mejores intérpretes y hasta mucho más guapas, carecen, a veces por completo, sino que el director estaba ya prendado de ella. Hay algo en la manera de iluminarla y encuadrarla, de seguirla y hasta acariciarla con la cámara, que va más allá de cualquier hábil estrategia dramática de Quine para hacer que los espectadores comprendamos el hechizo que siente por ella el policía encarnado por MacMurray. A medida que avanza la historia, y se comprende que Kim es una de esas mujeres débiles que, casi sin proponérselo, resultan fatales para los hombres que se enamoran de ellas y están dispuestos a dejarse engañar por su aparente inocencia, queda de manifiesto que no se trata de eso, que el director, arrebatado, se está dejando llevar por su pasión, y que filma a la actriz más, más de cerca y durante más tiempo que el exigido por la economía narrativa de la película.
Cuatro años después, la comedia de John Van Druten adaptada por Daniel Taradash hace de Kim Novak una bruja actual e inocente, que fascina a Stewart y que, por amor hacia un hombre corriente y bastante mayor que ella, renuncia a sus poderes y se convierte en una simple humana, librándole así de su ominosa e insoportable prometida. Pocas veces una película ha mimado tanto a su protagonista, descubriéndole encantos recónditos, no evidentes a primera vista, revelando como timidez y miedo a hacer daño su aparente frialdad, insinuando que bajo su falta de expresividad habitual se esconden un fuerte sentido del humor y una obstinada fuerza de voluntad, complaciéndose en contemplar y proclamar su belleza, comparando —en un plano memorable— sus ojos con los de su gato Paywacket. A Quine no le basta ya con admirar en privado a su amada, necesita compartir su hallazgo, divulgar las excelencias de Kim Novak, sentirse ratificado en su buen gusto y, por tanto, envidiado por los restantes espectadores.
Me enamoré de una bruja es, sin duda, su película más extática y feliz, la más armoniosa, la única que da la sensación de que ese amor deducible de la puesta en escena era correspondido por el objeto de sus entusiastas atenciones.
Un extraño en mi vida es otra canción, mucho más conmovedora y melancólica, una de las películas que más me emocionan cada vez que la veo, y van unas veinticinco. Nunca estuvo Kim Novak tan realmente humana, tan física y al mismo tiempo tan frágil, ni tan guapa, ni siquiera en Vértigo, donde aparecía siempre excesivamente alienada y distante, salvo quizá en la escena de la bata, en casa de Scottie (James Stewart), después de sacarla de la bahía de San Francisco. Hay pasión y despecho, violencia y sufrimiento en cada plano. Y, para colmo, es evidente que Quine no puede renunciar a Kim, que se le va la mirada detrás de ella, que trata esta vez no ya de darla a conocer, sino de indagar en sus razones, de comprender qué ha pasado, por qué ha fracasado en la empresa que más le importaba.
Es una película verdaderamente romántica, febril y angustiada, triste y patética, sin mucho humor —y el que queda está teñido de amargura, como el personaje del escritor insatisfecho y alcohólico que encarna espléndidamente Ernie Kovacs— y derrotada, pero apasionada, enamorada todavía. Y no sólo, eso es evidente, por la muy desconsolada y desconsoladora historia que relata manifiestamente, en su anchísima pantalla de Cinemascope, sino, sobre todo, por la que cabe seguir leyendo entre líneas, entre plano y plano, en las miradas temerosas o culpables y evasivas de la actriz a la cámara o, mejor, un poco a un lado y más allá del objetivo, hacia el director, y más aún que en el rostro de Kirk Douglas en la imagen que Quine nos transmite de Kim Novak a través de cada encuadre, cada leve panorámica de acercamiento, o esa rendida e impúdica dolly vertical que recorre su cuerpo a una cierta distancia, como si fuese ya inalcanzable pero siguiese siendo deseable y querido: es la apoteosis de Kim Novak, casi el último beso, ya desesperado y suicida, del director.
Publicado en el nº 2 de Nickel Odeon (primavera de 1996)
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