viernes, 12 de mayo de 2023

Dragonwyck (Joseph L. Mankiewicz, 1946)

Sorprende hasta qué punto pertenece a Mankiewicz su primera película, producida por Lubitsch (no ha llegado a establecerse si con la intención, frustrada por su mala salud, de dirigirla, o si para darle una oportunidad al ya veterano guionista y productor). Dragonwyck (El castillo de Dragonwyck, 1946) supone el encuentro de Mankiewicz con un tipo de mujer —encarnado aquí por la seductora Gene Tierney, más vulnerable que nunca— al que se mantendrá fiel durante buena parte de su carrera futura. Esta mujer será víctima, además, de la primera «maquinación» puesta en escena por Mankiewicz —de ahí su fascinada complicidad, casi irreprimible, con los intrigantes—, aunque tal vez sea la más simple, lejos aún de posteriores «complots» y, sobre todo, de los duelos entre maquinadores (Fox contra McFly, Paris Pitman Jr. y Woodward Lopeman, Andrew Wyke y Milo Tindle) que constituyen la trama de sus películas más recientes, The Honey Pot (Mujeres en Venecia, 1967), There was a crooked man… (El día de los tramposos, 1970) y Sleuth (La huella, 1972). Surge por vez primera, ominoso, el peso del pasado enquistado, aunque todavía —pronto llegará la ocasión- no se nos arrastre o succione hacia él mediante flash-backs. Aparece también, con el rostro taciturno de Vincent Price, el primer personaje de Mankiewicz arrancado de la realidad y sumido en la locura por la sed de dominio, poder o dinero. Tampoco hay que olvidar la embriagadora jungla floral que, con intención pacientemente criminal, instala Nicholas van Ryn en el dormitorio de su esposa, que anuncia ya el claustrofóbico jardín de Suddenly, Last Summer (De repente, el último verano, 1960). Pero no se trata de una coincidencia de rasgos y detalles dispersos: se nota ya la presencia invisible, tras la cámara, de esa mirada distante pero curiosa, burlona pero no despectiva, inteligente pero sólo en apariencia cínica, que trata de penetrar, sin disiparla, a través de la bruma venenosa del delirio y la fantasía desquiciada y que, para que le acompañemos en su peligrosa incursión, nos ofrece, en matizada penumbra, una imagen nítida de las más turbias relaciones, y se sirve con astucia del poder hipnótico de la narración reflexiva —la que comenta simultáneamente lo que cuenta— y de una cámara discreta que traza laberintos.

Publicado en el nº 14 de Casablanca (febrero de 1982)

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