jueves, 18 de mayo de 2023

Carta de Madrid

Cher Trafic,

Es posible que no haya mayor distancia que la que existe, curiosamente, entre países vecinos. Eso podría explicar, siquiera en parte, la permanente ignorancia y el escaso interés que se muestra generalmente en Francia por el cine español, por lo demás equivalente al aún mayor desdén que los españoles sienten, mayoritariamente, por el cine portugués. Con las excepciones de rigor, naturalmente, no siempre bien elegidas, y muy raramente ampliables a más de un cineasta, al que suele reducirse toda la producción del país vecino durante aproximadamente un decenio, a veces  más: hubo un tiempo en que (escandalosamente, a mi modo de ver) se prefirió el cine de Juan Antonio Bardem al de Luis García Berlanga, sin prestar atención, en los años siguientes, al Marco Ferreri español (sus tres primeros films, entre ellos los dos mejores de toda su filmografía, El pisito El cochecito; tuvo que volver a Italia y rodar allí para que se advirtiese su presencia) e ignorando olímpicamente hasta después de su muerte la actividad como cineasta del actor Fernando Fernán-Gómez, que acaba de abandonarnos, y sin cuya obra - ciertamente irregular - me parece difícil entender una buena parte del cine de Pedro Almodóvar. Luego le llegó el turno a Carlos Saura, reemplazado más tarde por Almodóvar, que lleva ya veinte años de reinado y aún parece cargar con el peso de encarnar en solitario una "modernidad" española casi tan vieja y difunta como la fantasmal y mítica "movida" de la que (para asombro de los madrileños, es como si nos preguntasen qué tal les va a Buñuel, Baroja y Pérez Galdós) todavía se habla fuera. Para algunas minorías, por supuesto, existe (siquiera intermitentemente) Víctor Erice, de quien se tienen noticias filmadas - por desgracia - muy de tarde en tarde, o más breves de lo deseable (Alumbramiento, La Morte Rouge), pero en general se reduce todo el cine español a una figura, que para colmo suele ser absolutamente excepcional y, por tanto, nada representativa, y menos aún dada la diversidad que siempre - hasta en los peores tiempos de falta de libertad - ha caracterizado al "cine español", si es que algo ha existido alguna vez que pueda llamarse así con un poco de rigor o precisión, salvo las "españoladas" y las peores comedias "costumbristas" y muy locales (hasta cuando tratan de parecer europeas o de imitar los últimos modelos de éxito del cine americano), es decir, salvo lo malo y vulgar, lo carente de personalidad, lo no interesante y que apenas es cine. Tampoco creo que exista más ''cine francés" o "alemán" que el malo, el que no queremos ver y del que tratan de escapar los mejores cineastas. Lo interesante siempre ha sido la excepción a la regla, escaso en número y producto del empeño de algún individuo, generalmente aislado, que trabaja "a su manera" y a partir de sus referencias personales.

Y eso es casi todo, en más de cincuenta años, y pese a cambios de régimen y de situación política, social, cultural y económica considerables, si olvidamos supuestos "descubrimientos" de algún festival o pequeñas modas fugitivas, con o sin base (Marc Recha, Alejandro Amenábar, Isabel Coixet, Álex de la Iglesia, Albert Serra, Jaime Rosales, hasta Jaume Balagueró), unas veces certeras y otras no, mientras se desconoce por completo a otros cineastas (tampoco tantos como para no poder abarcarlos). Si no me equivoco, hasta hace un par de meses en Cahiers du Cinéma ni se había mencionado - no más por ahora, visto el número de febrero de 2008 - el nombre de José Luis Guerín, del que Trafic permanece aun inexplicablemente virgen, pese a que cada vez que esta revista ha abordado un tema con especial interés había precisamente un film de Guerín que lo trataba con especial pertinencia y profundidad (Innisfree, Tren de sombras, En construcción, En la ciudad de Sylvia, Unas fotos… en la ciudad de Sylvia) mejor aún que la mayoría de los que se ponían como ejemplo, aparte de que (y en esto al menos no estoy solo) somos muchos los que pensamos (y ya no sólo en España) que se trata de la figura más importante que ha surgido (¡en 1983!) después de Víctor Erice. Tampoco se ha hablado apenas de algunos de sus mayores, como Joaquim Jordá (que murió el año antepasado) o el todavía esporádicamente activo Pere Portabella - acaba de hacer Der Stille vor Bachtras un largo silencio - por no remontarnos a figuras históricas como José de Togores, Nemesio M. Sobrevila, Benito Perojo, Florián Rey, Edgar Neville, Llorenç Llobet-Gràcia o Manuel Mur Oti, o más recientes pero ya muertas, en ocasiones sin haber logrado dar pruebas completas de su talento, como Antonio Drove. Pero fuera tampoco se sabe gran cosa fuera de los más jóvenes: Isaki Lacuesta (La leyenda del tiempo), Pablo Llorca (Jardines colgantes, Uno de los dos no puede estar equivocado), Mercedes Álvarez (El cielo gira), Felipe Vega (El mejor de los tiempos, Mujeres en el parque), y eso que varios de ellos han rodado en Francia o han hecho coproducciones francesas, o han obtenido premios en algunos festivales (y no excéntricos: El cielo gira ganó en París el Cinéma du Réel 2005).

El cielo gira

Se diría que hay una cierta impermeabilidad que sólo algunos "autores" vociferantes o muy apoyados (por unos u otros) logran transitoriamente atravesar, para ser luego nuevamente relegados al olvido, no negaré que a menudo más merecido que su efímero y minoritario renombre. Estamos tan cerca que siempre se aplaza a un momento de calma, que nunca llega, la intención de pasar revista al cine del país vecino. Cierto que aquí no se estrenan (o raramente, y en desorden) las películas de Philippe Garrel, Claire Denis, Arnaud Desplechin, Olivier Assayas, pero se sabe de su existencia y algunos nos ocupamos de estar al corriente de sus carreras, o lo intentamos, deber que no parecen sentir los críticos franceses hacia los cineastas españoles, y que les lleva unas veces a "tragarse" auténticas falsificaciones y otras a ignorar (o malentender por completo) las obras de valor que llegan a estrenarse en París o que ven por casualidad en un festival. Sin confiar en que tal situación cambie en un futuro cercano, es una lástima que sigan así las cosas, y por varios motivos. Por un lado, tengo la impresión de que se desconocen mutuamente demasiadas películas que podrían interesar enormemente; por otro, no es fácil que quienes se ignoran descubran puntos en común e intereses compartidos, ni por ello que colaboren; por último, los cineastas españoles más ambiciosos quedan huérfanos de un apoyo que haría un poco más fácil su resistencia al adocenamiento y la vulgaridad y les compensaría moralmente de la marginación que sufren en su propia tierra, en la que es todavía más difícil que en otras ser admitido sin un reconocimiento exterior.

Después de todo, no es tan grande el esfuerzo preciso: aunque en España se hacen últimamente muchas más películas de las que el mercado interior puede absorber (y de las que los distribuidores y exhibidores están dispuestos a mostrar), las interesantes cada año son cinco, diez, quizá hasta quince si hay una cosecha extraordinaria. Es decir, el cine de interés que se hace en España es fácilmente visible, porque no es fruto de una industria próspera, ni de una tradición imaginativa y creadora de géneros originales, sino del esfuerzo solitario de un puñado de locos que han existido siempre, desafiando con mayor o menor ingenio antaño la dictadura de Franco y la censura política como ahora la dictadura de los mercaderes y la censura económica.

Lo normal es que un cineasta español que quiere hacer algo diferente o personal, que no aspire únicamente o ante todo a que sea "comercial" (sin que tales propósitos garanticen que lo consiga, por supuesto) aguante unos diez años de contratiempos, decepciones y penalidades, antes de rendirse y, si le hacen una oferta mínimamente tentadora - lo que no le sucede a todos, especialmente si se labran una reputación de exigentes o "difíciles", por ejemplo reclamando el control del montaje final -, pasarse al enemigo. Los que, a pesar de todo, aguantan, se ven confinados al paro o hacen películas cada vez más distanciadas temporalmente entre sí, con menos presupuesto y menos semanas de rodaje; cada una de ellas, aunque sea la quinta, se convierte en un primer film, y malviven dando clases o acompañando a sus películas durante un año por todo el país, tratando de compensar con su presencia personal la falta de presupuesto publicitario, o viajando - los más afortunados - de festival en festival, distracción que a veces retrasa su siguiente tentativa de hacer un nuevo film. No creo que sea una situación hoy excepcional, imagino que sucede algo parecido en otros países, pero tiene el peligro de aislar a los directores más creadores del resto del cine nacional, de alejarlo de su público potencial, y de que acaben por hacer películas sin otros destinatarios que los festivales o ciertos críticos – aunque no sean excesivamente influyentes - más o menos simpatizantes del tipo de cine, más exigente y personal, que practican. El apoyo de estos, que se diluye entre tantas películas (no son muy selectivos, y tienden a exagerar el logro o los méritos de cada obra no completamente vulgar, aunque sólo escape a la mediocridad imperante en la intención o según las declaraciones de su autor), resulta cada vez más ineficaz: ni inspiran demasiada confianza en el público más joven o "inquieto" (escarmentado de supuestas ''revelaciones" y ''obras maestras" muy decepcionantes) ni las nuevas formas de explotación acelerada dan tiempo a que se corra un rumor favorable, que a menudo lo hace cuando la película en cuestión ya ha desaparecido de las salas. Y es lástima, porque muchas películas que fracasan en taquilla, supuestamente "difíciles", hubieran gustado a un público notablemente numeroso, si hubiera tenido ocasión de verlas.

Por otra parte, han proliferado escuelas y academias de cine, privadas y públicas, que predominantemente forman a técnicos que buscan acomodo en las cadenas privadas de TV, pues los teóricos aspirantes a director suelen no tener el menor interés por el cine del pasado (y no digamos por lo que sucede en las restantes artes), son ardientes enemigos del "cine de autor" y lo que quieren es tener un éxito rápido (no importa cómo ni a qué precio) y vivir confortablemente instalados en una rutina repetitiva. Por eso, aunque la proporción de primeros, segundos y terceros films sea creciente en los últimos años, no están surgiendo "oleadas" de nuevos cineastas prometedores. Y algunos, que podrían llegar a serlo, se conforman con lo conseguido en su primer film (por pobre e insuficiente que sea) ante los elogios que a menudo reciben, a veces acompañados de premios. Si encima su película, por casualidad, por una enérgica campaña publicitaria o por adscribirse a un género de moda (comedia bufa, terror sangriento) da dinero, están perdidos, pues se convencen de que nada tienen que aprender ni que rectificar y, naturalmente, no mejorarán.

Existe una supersticiosa creencia (carente de fundamento económico) en el cine español como industria (cuando hoy, en Europa, apenas podría considerarse como tal el francés), que lleva a depositar todas las esperanzas de los que Godard llamó "los profesionales de la profesión" (y de los que aspiran a incorporarse a ella) en disposiciones legales, a ser posible del mayor rango (y la menor flexibilidad para reformarse luego), que se elaboran siempre entre tan encontradas presiones de lobbies enfrentados a muerte (productores, directores, guionistas, actores, exhibidores, distribuidores dependientes de las majors americanas) que, pese a no enfurecer del todo a los más ruidosos, en realidad no contentan a nadie y nacen anticuadas, cuando no convertidas en "letra muerta" antes de llegar a ser aplicadas, superadas por la dura realidad de los hechos. En la Ley aprobada finalmente al término de 2007 - y todavía pendiente de desarrollo reglamentario - parece que ni figura la sigla DVD... y desde luego hay mil situaciones que son ya realidad - y cobrarán en breve mayor importancia - que ni siquiera se prevén...

Por lo demás, los problemas del cine español no son fundamentalmente económicos, ni siquiera de producción. Aunque muchos cineastas no logren financiación suficiente o frecuente, hacer películas - si se aceptan todas las presiones o se ruedan en muy escaso tiempo, o muy baratas y sin garantía de estreno - es algo menos difícil; lo arduo es estrenarlas en condiciones aceptables, mantenerlas en cartel hasta que llegue a la sala su público potencial, y que se amorticen.

Secundariamente, creo que no vendría mal conseguir que las películas españolas resulten apetecibles, atractivas, prometedoras (aunque puedan defraudar las expectativas creadas): con frecuencia su presentación es tan mala que cuesta decidirse a probar suerte de nuevo y arriesgarse a ver una obra de la que se carece por completo de referencias y que buena "pinta", a decir verdad, no tiene. Misteriosamente, los cineastas más ambiciosos y noveles parecen temer que los puedan acusar de ser amenos, divertidos o buenos narradores, y sienten un pudor desmesurado e irracional ante la sola idea de provocar algo que probablemente no podrían lograr aunque quisieran: suscitar emoción. Además de este complejo de "desgarradores", que les impulsa a suprimir todo vestigio de sentimiento y a convertir en zombies a los personajes, pasivos, apáticos, deprimidos y catatónicos con una frecuencia que desafía la probabilidad estadística, y por si tal panorama no dificultase ya bastante el interés del público por lo que sucede en la pantalla, los cineastas españoles - salvo excepciones - se caracterizan por un santo terror hacia la elipsis temporal y la economía expositiva, error que quizá podría conseguir que advirtieran y rectificasen la existencia de una crítica medianamente seria y responsable, que hablase de ellas convincentemente y sin exagerar ni generalizar a un número inverosímilmente elevado de películas sus supuestas virtudes. Pero no es la que abunda por estas tierras, sino más bien una mayoritariamente conformista y perezosa, además de hostil a la menor muestra de personalidad, innovación o frescura. Qué puede esperarse cuando los medios más influyentes tienen por titulares a críticos enemigos del cine de autor o con alguna ambición artística, cuando no xenófobos, que detestan a Godard, Straub, Oliveira, Kiarostami, Jia Zhang-ke, Hou Hsiao-hsien, Wong Kar-wai, Hong Sang-soo, Tsai Ming-liang, Rivette, el Pedro Costa portugués, Weerasethakul, Claire Denis, Garrel, Carax, ... y si se libran de la condena preventiva Wang Bing, Raya Martin, Lav Diaz o Desplechin es porque no se han molestado en ver nada suyo. Estos críticos, que se tragan casi cualquier película académica y brillantemente empaquetada, desaniman de antemano a los exhibidores/distribuidores (cada vez menos) independientes de estrenar cualquier película que se salga de los moldes más convencionales y consabidos, que no sea previsible y etiquetable... lo mismo que sucede, salvo rara excepción, con los premios de la Academia o el más entusiasta apoyo (para la producción, la asistencia a festivales, la promoción) de las Administraciones conscientes de que el cine existe.

Entiendo que, para quienes ven el cine como un negocio, una profesión o una industria (subsector no-punta del "audiovisual"), como un lugar donde buscar empleo, ni Erice ni Guerín ni casi ninguno de los cineastas que a mí me interesan vale nada, porque dan poco dinero, y si son baratas, todavía peor: querrían es un Cecil B. DeMille (o un Luc Besson) ibérico que diese empleo a cuantos más mejor y durante meses, y una vez cada año y medio o dos. Yo admito que el cine, desde esos puntos de vista, me apasiona poco. En España, el sector carece de potencial económico digno de mención, y lleva el peor camino para acercarse a conseguirlo alguna vez, suponiendo que sea algo deseable: mucho me temo que su hipotética consolidación industrial hiciese todavía más difícil la existencia de productores y cineastas independientes y con alguna ambición. Como entretenimiento, tendría muchas cosas con las que competir, varias más baratas y de menor riesgo tanto para los inversores como para los aficionados. Es decir, me interesan del cine sus posibilidades casi infinitamente variadas de ser un arte, su capacidad para mostrarme lo que no sé o no acierto a ver o desconozco, y para ayudarme a comprenderlo. Y eso es lo que a muy pocos de los que lo hacen hoy en España, da igual en qué parte del país, les atrae del cine, sean directores, productores o guionistas. Con una diferencia esencial: ninguno de los que desean hacer un cine más creativo propugna la desaparición del resto, que será siempre mayoritario, mientras que los de la tendencia "industrial" desearían exterminar cualquier vestigio de innovación, experimentación formal o narrativa, inquietud social o histórica o no adscripción genérica, porque prefieren no ser comparados con películas de mayores aspiraciones. Lo más que admiten, como "gancho" - y con eso se contentan algunos de los supuestamente ambiciosos - son alusiones superficiales (o meramente verbales) a algunas cuestiones de actualidad, generalmente no tratadas ni siquiera "abordadas", sino meramente enumeradas o mencionadas, a lo sumo "rozadas" desde la más convencional y aceptada de las "correcciones políticas", de modo que, sin ser verdaderamente polémicas, sino "consensuales" y previsibles, cuenten con una coartada que las haga "inatacables", como si la menor crítica se dirigiese a su supuesta "osadía" consistente en insinuar la existencia de problemas tan obvios como el paro, la marginación, el empleo precario, el terrorismo... que nadie ignora.

Así ha sucedido con la súbita proliferación de "documentales" - a menudo indistinguibles del más rutinario reportaje televisivo - durante los diez últimos años, normalmente a remolque de alguno muy personal que lo era de verdad, siquiera en parte, o que combinaba productivamente el documento y la ficción. Lo que sucedía en muchos casos, sobre todo para directores debutantes, es que en un "documental" se admiten inexactitudes y errores formales que no se tolerarían en el cine de ficción más académico, que se pueden rodar con menos dinero, que el tema se convierte en la "estrella" y que se ahorra el gasto en los actores que un realizador novel difícilmente va a ser capaz de controlar y no suele haber aprendido a dirigir. El porcentaje de verdaderos documentales es escaso, y de ellos son pocos los de auténtica calidad, por mucho que “toquen” problemas de primera plana o se vuelquen a la reconstrucción del pasado (la II República, la Guerra Civil, la larguísima postguerra, la dictadura franquista).

Desgraciadamente, los defensores de un cine no comercial ni de género ni muy convencionalmente narrativo optan a menudo por apoyar indiscriminadamente cuanto se aparte levísimamente de la norma, incluso si sólo lo hacen nominalmente o dicen pretenderlo, sin medir si lo logran efectivamente ni si vale la pena el resultado, a menudo menos perceptible que la ambición, o si su “anomalía” es producto de meras deficiencias de concepción y realización, enmascaradas luego de propósito deliberado de "ruptura". Son muchas las películas "bienintencionadas", o - no seamos ilusos - simplemente pretenciosas, que no cumplen lo que prometen ni, en ocasiones, llegan siquiera a ser una película medianamente construida o con el mínimo exigible (que, por sí solo, no sería suficiente) de verosimilitud cinematográfica. Se desdeña, en cambio, cualquier película - que puede ser muy buena, y no es un hecho frecuente en el cine español, carente de tradición "clásica" - a la que, con alguna base o sin ella, se califica (como si fuesen términos equivalentes) de tradicional, anticuada, televisiva, narrativa o costumbrista, reservándose tales calificativos (o sus connotaciones negativas) a aquellos cineastas que no gustan o no interesan, a los que se reprocha "aplicar modelos de hace medio siglo" aunque puedan ser narrativamente más libres y audaces que los que no saben contar o no tienen nada que decir, y que, por lo demás, siguen modelos no mucho más modernos (de hace cuarenta años, por ejemplo).

Honor de cavalleria

La aspiración de descubrir nuevos valores o crear un nuevo "canon" es comprensible, a todos nos encanta un hallazgo, pero exige que los haya, y es difícil, en cualquier país, que surja uno cada mes o incluso en cada festival, por lo cual la falta de exigencia crítica desemboca en una inflación de valores o "acontecimientos" que suele ser, como poco, prematura. Por mucho que nos sorprenda gratamente una excepción tan rara e inesperada como Honor de cavalleriaparece apresurado consagrar a Albert Serra - a quien nadie conocía dos meses antes, ni siquiera en Barcelona - como "la gran esperanza blanca" sin haber visto siquiera su largometraje anterior (muy interesante, y muy distinto, lo que para mí prueba que no es un cineasta "de diseño") ni sus cortos, y antes de comprobar que lleva dentro más de una película y que cuenta con la resistencia necesaria para no repetirse o hacer concesiones, pues son numerosos los autores de una primera obra valiosa o prometedora - muchas menos las que revelan, aun fallidas, a un cineasta en potencia - que han defraudado desde la segunda sin lograr ya remontar el vuelo, a veces sin intentarlo. No se puede proclamar la "autoría", por muy autobiográfica y original que sea, de quien sólo ha hecho una película, ni siquiera bastaría con dos o tres. Y hoy son contados los directores que - aunque puedan equivocarse, como todo el que se arriesga, cuenta con medios escasos y no recorre senderos trazados de antemano - permiten esperar con impaciencia y algo de confianza su próxima realización, desde veteranos como Víctor Erice, José Luis Borau, José Luis Garci, Pedro Almodóvar, el regresado de Francia (aunque temo que lo esté lamentando) Adolfo Arrieta, Pere Portabella, y ocasionalmente, todavía, Jaime Chávarri, Mario Camus o Gonzalo Suárez - aunque les pasa como a Wayne Shorter, que después de muchos años haciendo banalidades comerciales, cuando quiere volver al jazz los resultados son decepcionantes; otros, como Manuel Gutiérrez Aragón o Vicente Aranda, considerados ampliamente como "intocables", llevan tantos años sin acertar que hace falta demasiado optimismo para creer todavía en ellos -, hasta aún jóvenes con varias películas en su haber - desde José Luis Guerín, Pablo Llorca, Felipe Vega o Álvaro del Amo hasta Isaki Lacuesta, Albert Serra, Enrique Urbizu, Iciar Bollain, Lola Salvador, Manane Rodríguez o Xavier Bermúdez -, algunos más que sólo han hecho un largo - como Mercedes Álvarez, David Reznak, Jorge Sánchez-Cabezudo, Santiago García de Leániz, José Maria de Orbe, hasta Javier Rebollo - o el segundo supone un cierto retroceso, al menos en apariencia - como Max Lemcke o Pablo García -, o bien alternan largos con cortos, cuando no se mantienen anclados en los metrajes inferiores a una hora - como Gonzalo de Lucas, Nuria Aidelman y varios más, a los que cabría añadir algunos enigmas o cineastas que, parecieran inicialmente prometedores o no, han seguido trayectorias erráticas, desde Benito Zambrano a Cesc Gay, pasando por Agustín Díaz Yanes; yo soy tan optimista que incluso me resisto a dar definitivamente por echados a perder a Montxo Armendáriz o a Julio Médem, y eso que se dedican a convencerme de que me equivoco con verdadero ahínco.

Otros eliminarían, sin duda, a varios de los que menciono siquiera con un residuo de esperanza, haciendo votos por su salud, su entereza y su resistencia, y los sustituirían por otros directores en los que yo, en cambio, no puedo depositar ya - si alguna vez lo hice - la menor confianza, pues los encuentro totalmente carentes de interés o definitivamente perdidos para la causa del cine, si es que tuvieron alguna ambición, cuando no me parecen falsificadores e impostores, meros imitadores y suplantadores, que toman prestados los discursos de otros (suelen nutrirse de Erice; últimamente también el elocuente Guerín es muy citado o plagiado) y hacen películas que en nada respaldan esas pretensiones, a veces insinuadas por asociación, aprovechando que son amigos, más o menos de la misma edad o que viven en la misma ciudad (que poco suele tener que ver con su cine), o dicen compartir admiraciones como Ozu o Bresson.

La nómina de "prodigios de un día", de los que nadie se acuerda un par de temporadas más tarde, se acrecienta cada año, mientras se devalúa comparativamente a los que verdaderamente han hecho dos o tres obras entre muy interesantes y apasionantes o admirables y siguen en la brecha - aunque tarden en dar señales de vida - por la inclinación generalizada a tratar con idéntico tono elogioso a los que apenas - en el mejor de los casos - han realizado una película aceptable (para ser un primer intento) o, dentro de sus limitaciones y defectos, de su poco estimulante concreción, de su frialdad abúlica, parecen aspirar a un "algo más" que nunca se sabe bien en qué consistiría, que los hace, en principio, dignos de "respeto" - más que de interés y elogio - y de un margen de crédito futuro (pero no ilimitado ni eterno). Porque, si he de ser sincero – y no tendría sentido que escribiera sin decir lo que pienso -, resulta fatigoso y desmoralizador que haya tantos falsos "innovadores" - demasiados, muchos más que verdaderos - de los que aún no he conseguido descubrir un solo planteamiento, enfoque o detalle original ni defendible, y sí una colección de plagios tan torpemente realizados y heterogéneos que ni siquiera se les puede acusar de "copistas", simplemente porque la simulación es tan torpe que apenas se nota que es una imitación: es como si los Rolex falsos no parecieran Rolex. Se harta uno de escuchar peroratas incoherentes de "radicales" de boquilla, no sólo carentes de ideas acerca del cine, sino incapaces de explicar en qué pueda consistir ese "radicalismo" del que tanto alardean, y que desgraciadamente - sobre todo, a fin de cuentas, para ellos - pueden contar con un cierto grado de apoyo simplemente por apuntarse al bando de los "nuevos" o los "indies".

Ambos campos supuestamente opuestos son, en realidad, confluyentes en seguir la consigna - durante años reclamada por la profesión a los críticos - de elogiar sistemáticamente el grueso del cine español, con las excepciones elegidas por cada grupo como sus bêtes noires particulares, a las que se agregan los que, por su actitud o sus declaraciones, al no estar "con ellos" incondicionalmente, se delatan como no pertenecientes a su bando respectivo, y son consiguientemente tratados como (para ellos) merecen los que no aspiran a ser "uno de los suyos". Este mecanismo funciona en ambos sentidos, y hace relativamente fácil a los oportunistas granjearse algunas simpatías, y a los verdaderos independientes ser víctimas del fuego cruzado o ser repentinamente abandonados por los defensores ditirámbicos de su película anterior. Toda producción de verdad independiente que sea seleccionada o invitada por un festival importante será atacada violentamente desde la autodenominada "industria" y las plataformas mediáticas que son hoy parte de ella. Puede preverse y se verifica indefectiblemente.

Es muy difícil hoy que los cineastas que han demostrado ser más interesantes tengan una carrera de mediana continuidad, sin largos periodos de espera y aparente inactividad - que sirven para que se les cuelguen, con o sin la menor base, algunos sambenitos como "lentos" o "indecisos", dubitativos o reflexivos, todos ellos mortales en la "industria" - y que logren realizar una filmografía copiosa. Es más fácil que un mediocre sin iniciativa, obediente y disciplinado, con mentalidad de funcionario o de oficinista, sin pasión por el cine, encadene un rodaje tras otro, incluso si sus películas no tienen éxito. No les faltarán ofertas ni encargos, ni tampoco subvenciones, y pronto rentabilizarán el aval de su experiencia. Ay, en cambio, aunque su película, mucho menos costosa, se amortice en medida muy superior, del que – junto con algún vago elogio - la ve calificada de difícil, lenta, "demasiado larga", complicada, "críptica", minoritaria o "de autor", porque incluso si es inocente de todas esas lacras, se verá silenciosa pero enérgicamente rechazado por el grueso de la industria, y ni siquiera si ansía integrarse en ella podrá hacerlo, suponiendo que no llegue a percatarse de que la falta de sintonía es mutua y de que en nada le beneficiaría ingresar en las filas de la mediocre "normalidad".

Antaño existía la alternativa de trabajar en la TV pública, la única que había; hoy, como viene sucediendo sobre todo desde mediados los años 90 del pasado siglo, ninguna cadena está dispuesta de buen grado a financiar el cine, y si lo hace por imperativo legal será a regañadientes e imponiendo todas las condiciones que pueda. Para empezar, apenas existen programas - y cada vez menos - que pudieran acoger a directores de cine más o menos abiertos e inquietos. Proyectos que prosperaban incluso durante la dictadura, o en el periodo desordenado de la Transición, con gestores más ilustrados de la TV pública, hoy serían implanteables.

Como el año que no se provoca publicitariamente un éxito hueco - como El orfanato de J.A. Bayona - o surge alguno por casualidad, y no hay un Almodóvar, ni uno de esos bodrios que parecen atraer al cine al público juvenil que no suele acudir a las salas más que a hablar en voz alta y consumir ruidosamente palomitas, la recaudación global obtenida por el cine español en su propio mercado desciende peligrosamente, y resulta que los ingresos medios - hoy medida única del valor - dependen exclusivamente de esas dos o tres o cuatro películas supertaquilleras, a las que acuden incluso los mayores que han dejado de ir habitualmente al cine, puede deducirse que muy pocas películas españolas se amortizan, al menos en las salas, y si acaso gracias a los derechos televisivos, raramente a la edición en DVD, que no financia ni una porción simbólica del coste, por mucho que se venda o se alquile en ese soporte.

Para quien no se interese por el cine como medio de ganarse la vida o enriquecerse, ni como fenómeno sociológico, el terreno se ha reducido en los últimos años como el increíble hombre menguante, y el tiempo de espera entre una película apasionante – que las hay - y la siguiente de ese autor tiende, en cambio, a alargarse. No puede decirse, pese al usual triunfalismo oficial (secundado por muchos interesados en sustentar el espejismo), que tanto contrasta con el permanente estado de crisis en que vive la profesión, que el cine español sea "uno de los mejores del mundo" (hay visionarios patrioteros, incluso supuestamente de "izquierdas", que afirman que Cannes lo sabotea por envidia y temor a la competencia), y que encontrará su "mercado" en América Latina, donde el cine español actual apenas se exhibe. Lo que sí sucede a veces, puramente porque en otros países hay menos vitalidad o más uniformidad, o un entramado industria-televisión más pesado y opresivo, es que alguna película española puede incluirse entre las más insólitas, interesantes, arriesgadas o conseguidas que se han hecho cada año. Casi siempre, por la combinación de talento, resistencia y entusiasmo de directores que van por libre, que hacen cine, sin preocuparse de si es o no español, o catalán, o vasco, o gallego, o aragonés o andaluz (fantasmas todavía más intangibles, aunque a veces se creen tales ficciones como meras etiquetas publicitarias), ni siquiera moderno o clásico. Son los pocos que piensan cinematográficamente, que son cineastas hasta cuando no pueden rodar, que si no tienen medios hacen películas con fotos, que se hacen preguntas y a veces obtienen respuestas, nunca dogmáticas, siempre tentativas, que sin hacer "cine experimental" experimentan, intentan hacer algo distinto, no por afán de originalidad, ni para llamar la atención, sino porque buscan algo y tratan de encontrarlo.

Publicado en el nº 66 de Trafic (verano de 2008)

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