Siendo tanto vanguardia como retaguardia (de la que, en arte, nunca se habla), e incluso lo que los anglosajones llaman el mainstream o curso principal – en castellano queda un poco pedante, pero hablar del “grueso” del cine de un país suena casi ofensivo –, situaciones espaciales meramente relativas, y por tanto tan dependientes o más de lo que hagan los demás como de la voluntad propia del que deseemos ubicar en uno u otro punto de esa “trayectoria de progreso”, por otra parte a menudo quimérica, y hasta me temo que inexistente, tal vez convenga aclarar que, por lo menos desde su primer largometraje, El espíritu de la colmena (1973), que a mi entender supone una ruptura radical con todo lo que había filmado anteriormente, incluido lo más reciente, que era entonces el tercer episodio de Los desafíos (1969) – y en ese sentido sería una obra íntimamente revolucionaria –, Víctor Erice no aspira en modo alguno a convertirse en (o ser tomado por) un cineasta elitista, de vanguardia, “moderno” (eso... se es o no se es), rupturista o “revolucionario”.
Todo hace pensar que su vocación hubiera sido más bien, de ser tal cosa posible (que no lo era mucho, entre otras cosas por el exilio de Luis Buñuel y el largo periodo de desconocimiento de su obra), muy por el contrario, la de enlazar con e insertarse en una tradición, dentro de la cual se puede inventar y progresar sobre bases firmes. Es decir, que Erice – creo yo – aspiraba más bien, al menos idealmente, a ser un cineasta “clásico” ; es más, hasta diría que “popular”, en el sentido más noble (ni comercial ni demagógicamente adulador) de tan manoseado término, en una época (los primeros años de la década de los 70 del pasado siglo XX) en la que todavía – aunque por muy poco tiempo – tal cosa parecía no sólo posible, sino compatible con un elevado grado de autoexigencia y rigor por parte de los que hacían cine, que aún se veía como el arte (y no la industria) de ese siglo, y precisamente el más popular y accesible de todos, además de que pudiera ser, por añadidura, un valioso instrumento de conocimiento, de análisis de las realidades y de reflexión.
El primer largo de Erice – en el fondo, quizá, el más “difícil”, por lacónico y austero, el que contiene más partes forzosamente “mudas” e implícitas, de las que pueda sospecharse que hayan sufrido alguna especie de “cifrado” y que su plena comprensión exija alguna clave: estábamos aún en el franquismo – tuvo un éxito notable, y fue visto y comprendido por el amplio y variado público al que se dirigía, en un tiempo anterior a la fragmentación deliberada (y, a mi entender, suicida) del mercado y la creación y consolidación de ghettos culturales aparentemente “protectores”, en realidad proteccionistas de otra cosa, en los que se recluye, de forma crecientemente concentracionaria, y de partida, si es que llega a realizarse, toda película ambiciosa, exigente y que se sospecha “culta” o potencialmente “inquietante”, es decir, que pueda hacer ver y hacer pensar.
Es decir, que El espíritu de la colmena pudo aún beneficiarse de la no discriminación de las películas, que, fueran pobres o costosísimas, más o menos complejas y arriesgadas, se estrenaban en las mismas salas de idénticos circuitos y se servían a menudo de los mismos actores y técnicos que las más simples y vulgares; es lo que hasta entonces, a grandes rasgos, había sucedido, lo mismo en Estados Unidos que en el Japón, en Italia o en Francia, donde las obras que hoy nos puedan parecer más exquisitas, refinadas, elegantes, innovadoras, audaces o sublimes, y que nos han acostumbrado a considerar como arriesgadas y minoritarias, fueran de Ozu o Mizoguchi, de Antonioni o Visconti, de Resnais o Bergman, de Ford o Hitchcock, de Dreyer o Renoir, de Godard o Bresson, se ofrecían – sin etiquetado disuasorio, ni una crítica dominante tan retrógrada como la actual – a todo el mundo, y buena parte de ese entonces numerosísimo público de cines de barrio (cuando y donde los había) las entendía cabalmente y sin mayor problema, y hasta con frecuencia las apreciaba, y todo eso permitía, por tanto, que tales películas – que todas las películas, en casi igualdad de condiciones – siguieran siendo posibles.
El espíritu de la colmena |
Tokyo Monogatari, Viaggio in Italia, Il Grido, L’Année dernière à Marienbad, Persona, The Searchers, Ordet, À bout de souffle, Un condamné à mort s’est échappé, Psycho o El Ángel Exterminador eran productos standard lo mismo que Rio Bravo, French Cancan o The Fountainhead, y en apenas nada se distinguían de ellos ni recibían un tratamiento especial; y precisamente por eso eran posibles. No eran flores de invernadero, recluidas en “salas de arte y ensayo” ni en circuitos paralelos, subterráneos o alternativos. Me pregunto qué pasaría hoy si un cineasta fuese con tales proyectos como los recién mencionados – cualquiera de ellos – a un productor, a una cadena de televisión, a un distribuidor, o a solicitar una subvención pública. Suponiendo que se atreviera a proponerlos, no le auguraría nada bueno al candidato a director.
Cuando Erice logra volver a dirigir – aunque no acabar en su metraje previsto, contando toda la historia – un largo, El Sur (1983), han pasado nada menos que diez años, y en ese decenio la situación en España ha mejorado mucho, pero en cambio la del cine, en todo el mundo, ha cambiado a peor. Pese a ello y al hecho de que pueda intuirse – incluso sin conocimiento previo ni preciso de las circunstancias que rodearon su rodaje y su suspensión temporal, que fue, como tan a menudo lo provisional o transitorio, definitiva – que a El Sur le falta algo, casi nadie intuyó que ese “algo” fuese nada menos que su segunda mitad, lo fundamental de la historia, lo que más interesaba a Erice, lo más nuevo para él y lo que justificaba su título, porque lo que de la película se llegó a rodar, montar y exhibir es espléndido: intrigante y emocionante, y perfectamente comprensible, sin nada mínimamente críptico como no sea algún fleco o hilo suelto, que no hubiera quedado así de haber tenido su continuación prevista y deseada.
De hecho, la película demediada o abortada está más sana y es más hermosa que la mayoría de las realizadas ese año, y gana premios y tiene éxito en taquilla. Hasta aquí, de manera quizá no unánime pero sí generalizada, se consideraba a Víctor Erice – no sin razones – como un caso aparte dentro del cine español y como uno de los directores “en activo” (desgraciadamente, muy de tarde en tarde) de mayor talento, sutileza y elegancia, y no sólo en España y por parte de los habitantes del país; pero todavía, que yo recuerde, nadie le había calificado, ni dentro ni fuera, ni a él personalmente ni a sus contadísimas películas, como “difícil”, “oscuro”, “minoritario”, “elitista”, “pretencioso” o “pedante”, ni siquiera se le había obsequiado con dos calificativos que, escandalosamente, en este país parecen emplearse casi siempre con ánimo peyorativo y con la perversa intención de espantar al público: “intelectual” y “exquisito”.
El sur |
Estos son los adjetivos con los que, como obedeciendo un pacto o una orden, le obsequian casi unánimemente – algunos contradiciendo brutalmente lo expresado con calor y énfasis la primera vez que vieron la película - los enviados o corresponsales en Cannes de la prensa española, nueve años después, cuando el festival invitó y premió El sol del membrillo (1992). Curiosamente, los que se quejan casi cada año – es como la caída de la hoja – de la supuesta “envidia” que nos tienen los franceses ¡precisamente por el cine que hacemos! y se remontan al 2 de mayo de 1808 (bueno, algunos antes, a la llegada de los Borbones) para justificar la inquina que nos tienen históricamente los “gabachos”, curiosamente, digo, se alzan en armas cada vez que el propio festival invita a título personal a un cineasta español, sobre todo si no está producida por un miembro de la FAPAE... como era el caso.
No es que El sol del membrillo fuera una película rara, sino simplemente un documental de algo más de dos horas sobre un pintor nada pedante, bien sencillo y ni siquiera abstracto, sino figurativo y realista. Que Antonio López y su familia, colegas amigos y visitantes resulten simpáticos y poco convencionales como personajes puede resultar ya inusual, pero no parece falta grave ni pecado de exclusivismo, por lo que la rabieta (por lo demás, ineficaz como boycott) obedecía a razones puramente inconfesables. Aunque la patentada técnica publicitaria goebbelsiana de la repetición reiterativa – en la que tanto creen también nuestros políticos, como en mover los brazos con un estilo entre curil y delator de su condición de títeres – logró hacérselo creer a muchos, especialmente a los entonces (y ahora) desconocedores de las películas de Víctor Erice.
Porque – y esto es lo más triste – aquí se acaba la filmografía de Víctor Erice en lo tocante a largometrajes exhibidos en condiciones normales o al menos – en el caso de El sol del membrillo – no catacumbales o catacúmbicas (a ver si me acuerdo de mirar si existe alguna de las dos posibilidades), o si se prefiere, no subterráneas (lo que vulgarmente se denomina underground).
Naturalmente – o no, tal vez de forma nada natural, pues hacen falta ánimos y espíritu de resistencia –, no se termina ahí la obra de Erice. Faltaba aún otra puñalada, impedir en el último momento que rodase el film al que había dedicado más trabajo y tiempo de preparación, y que yo creo – como él esperaba – que hubiese dejado claro para siempre su deseo de ser un cineasta popular, y además de accesible, como D.W. Griffith, épico. La promesa de Shanghai, como se hubiera llamado su adaptación de la novela de Juan Marsé El embrujo de Shanghai, que era el título español de la película de Josef von Sternberg (sobre el que había escrito Víctor Erice en la revista Nuestro Cine) The Shanghai Gesture(1941), como puede casi comprobar quien lea la versión final del guión de Erice en su edición impresa, hubiera llenado un hueco aún abierto y vacío en el cine español, un poco nuestro equivalente al que ya entre 1945 y 1946 cubrió para Italia Roberto Rossellini con Roma città aperta y Paisà.
Ya sé que no les gusta nada que yo se lo diga, porque quieren creer que no es así, pero, lo siento mucho, tengo muy claro que Erice, como unos cuantos cineastas ambiciosos, con dignidad y talento, antes que él, y algunos ya después, ha sido arrojado a la cuneta del cine español, expulsado o desterrado de la industria, marginado o como se le quiera llamar, por los caciques oligopolistas del cine español (cuatro o cinco, van cambiando los nombres, se sustituye a los que mueren o se retiran, pero son iguales... por lo menos desde hace unos 30 años, si no, y más bien, 50). Que suelen ser los que, además, casi siempre mandurrean en el ICAA, con el apoyo de la MPAA y sus filiales en la distribución y exhibición españolas.
Así que el Erice, si no exactamente vanguardista, sí forzadamente minimalista y secreto, empieza después de que su último proyecto “industrial” fuese abortado por el productor, probablemente, más por esa razón que por ninguna otra aducida, porque se negó a firmar un contrato que no le garantizaba el montaje final, derecho al que no pensaba renunciar en su cuarto largometraje, por mucho que la mayoría de sus colegas acepten hacer cine en tales condiciones de falta de libertad y de control.
El sol del membrillo |
Y no deja de ser curioso que un cineasta tan “en tercera persona” y tan pudoroso para dar sus opiniones en una película como Erice se convierta, de repente, en un cineasta que recurre a contarnos fragmentos de su propia vida – nacimiento, veladamente, en Alumbramiento (2002) y parte de la infancia – y aunque sea poco a poco, se aproxima al empleo literal de la primera persona del singular (su voz y su silueta entrevista en La Morte Rouge, 2006), para acabar, por ahora, en el exilio: la ejemplar, particularmente pertinente y emocionante Vidros partidos (2012), es una película totalmente portuguesa.
Aparte de lo cual, y de siete “vídeo-cartas” enviadas, en intercambio desigual, al cineasta iraní Abbas Kiarostami, Erice sigue confeccionando poco a poco, por su cuenta y riesgo, y con sus propios medios, sin financiación ni comanditario alguno – se trata, en todo caso, de un “encargo a sí mismo” –, películas de duración variable, en general breves, que de momento no enseña, al menos hasta que termine la “serie” – que no se sabe cuántos corto o mediometrajes va a comprender – que él llama “Sombra y Sueño” (si no recuerdo mal), aunque hay alguna – como la única que conozco, interesantísima (y con una tesis polémica pero harto plausible sobre su verdadera autoría), acerca de Sierra de Teruel – que no se integra en esa colección, pese a que las totalmente inéditas traten igualmente sobre otras grandes películas fundamentales (como Roma città aperta o Le Mépris).
Tenemos, pues, yo encuentro que para bochorno tanto de nuestra sedicente “industria” cinematográfica como de nuestros presuntos fomentadores culturales, a Víctor Erice convertido, creo yo que más resignada que voluntariamente, en una especie de cineasta underground, para colmo nada afecto a la autopromoción y reducido a una actividad casi monacal, y que si, a los 41 años de su primer largometraje, permanece en una posición de vanguardia (o al menos, de proa) es porque ni se ha dejado sobornar ni ha tirado la toalla, lo que le hace, además de cinematográficamente, también moralmente ejemplar cuando conductas de la integridad y el rigor y la autoexigencia de la suya se han hecho quizá más raras que nunca en el conjunto de la vida pública española. Tal vez por eso, y pese a una producción numéricamente exigua, deplorablemente escasa, y cada vez separada por intervalos más dilatados de (relativa) inactividad indeseada, Víctor Erice permanece, a los 74 años ya, sin desearlo ni pretenderlo, como un ejemplo para muchos jóvenes aspirantes a cineastas de este país. Lo cual es, justamente, una forma particularmente ética y generosa de ser vanguardia.
Publicado en el nº 25 de El rapto de Europa, monográfico titulado “Experimentación y vanguardia en el cine español” (julio de 2014)
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