Este es el título de una sorprendente película española, realizada y escrita por Nemesio M. Sobrevila, arquitecto vasco que se interesó por el cine y dirigió dos films que no llegaron a estrenarse comercialmente: Sexto sentido (1926) y Al Hollywood madrileño (1927), película esta última que desearíamos ver a toda prisa, dada la insólita modernidad de la primera, cuyo asesor técnico fue Eusebio F. Ardavín.
El Sexto sentido es, ni más ni menos, el cine. Esta película se presenta, por tanto, como una de las primeras reflexiones cinematográficas hechas mediante el cine, posterior al Kino Glaz (Cine-ojo, 1924), de Vertov, pero anterior a The cameraman (El cameraman, 1928), de Keaton, y a Tcheloviek kinoapparatom (El hombre de la cámara, 1929), del mismo Vertov.
El profesor Kamus, de aspecto vagamente stroheimiano (interpretado magistralmente por el pintor y escritor Ricardo Baroja), presenta el cine como un sexto sentido que puede permitir el descubrimiento de la verdad objetiva y decidir así quién tiene razón, si el pesimista León (que lo ve todo negro y se dedica a estudiar con su novia Luisa, desdeñando las diversiones) o el optimista Carlos, cuya novia, Carmen, es bailarina de revista. Las dos parejas nos son presentadas en una ingenua e idílica escena que evoca a Griffith: en un parque, los optimistas bailan ante la mirada severa de los pesimistas.
Carmen promete a Carlos guardar toda la vida, como símbolo del amor que les une, el anillo que le regala, pero su padre, para irse a los toros —su gran pasión—, la obliga a empeñar la preciada joya.
Mientras tanto, León va a ver a Kamus, que le hace una demostración de las posibilidades del cine: “Este ojo extrahumano nos traerá la verdad. Ve más profundamente que nosotros, más grande, más pequeño, más de prisa, más despacio. Lo han prostituido haciéndole ver como nosotros pensamos, pero yo lo dejo solo, libre, y ve con una precisión matemática”, dice abrazado a una cámara. Kamus llama a su ayudante (un muchacho que lee “comics” con gran entusiasmo, representando lo que lee, y que recuerda al de La muñeca, 1919, de Lubitsch) y empieza la proyección, de forma que evoca el inicio de Persona. Así, este defensor del cine objetivo, del “cinéma-vérité”, de la “candid camera” y del “cine-ojo”, va comentando diversos experimentos: trucajes (“una sencilla paradoja óptica”), animación abstracta a lo McLaren (“sinfonía en blanco y negro”), gran panorámica sobre calles y edificios (“éste es el verdadero Madrid, visto sin ninguna deformación literaria”), sobreimpresiones, planos rodados con cámara oculta, etc., todo ello mientras bebe abundantemente y explica la supremacía del cine sobre la literatura. Sin embargo, la objetividad de Kamus empieza a resultar dudosa, pues elige complicados ángulos en contrapicado para filmar a mujeres que suben o bajan escaleras (“y qué cosas he visto sin que ellas se enteraran”). Ante los ojos de León aparece Carmen recibiendo dinero de un señor mayor, y besándole. Después, Kamus le ofrece la visión del “monstruo materno” que es la furibunda progenitora de su ayudante, pero ésta, descontenta de la “verdad científica”, apalea a Kamus, mientras éste abraza su botella y exclama “aquí está la verdad, la que no falla”.
León dice a Carmen que no volverá a ver a Carlos, y mientras ella llora y recuerda (en breve flashback) su felicidad, el padre ha decidido buscar trabajo y aparece uniformado de portero, dándose grandes aires entre el vecindario (muy El último, de Murnau). León dice a Carlos que él tenía verdad, que todo es negro, y que Carmen le engaña (“conocer es sufrir”). Carlos, incrédulo, va a ver al escayolado y maltrecho Kamus, que les dice que “la verdad irrita a todo el mundo, ya veis los resultados, cada uno prefiere su mentira a la verdad de los otros”), y les proyecta la película: Carlos se da cuenta de que el “amante” es el padre de Carmen, y de que con su pesimismo León deformó el sentido objetivo de las imágenes. Pero Kamus, después de recibir tantos golpes, no quiere saber más: “Buscar la verdad es un desatino, y enseñarla, una locura”. Carlos y Carmen se besan, mientras el padre les guiña un ojo y desaparece discretamente.
Esta película, bien fotografiada e interpretada, con un ritmo excelente y una trama compleja, pero claramente narrada, se presenta como una de las mejores que se han hecho en el país, y, dentro del período mudo, supera incluso a la muy notable La aldea maldita (1929), de Florián Rey. Es, por tanto, una película que debería alcanzar la mayor difusión posible, y no permanecer maldita para siempre.
Publicado en el nº 97 de Nuestro Cine (mayo de 1970)
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