Pocos decenios recientes tienen tan mala prensa como el último. Aunque para mí fue mejor que el anterior —pasaron varias cosas que ansiaba hacía mucho—, estoy dispuesto a reconocer que la década de la decepción y el desconcierto no fue de las más propicias al entusiasmo y a las actitudes emprendedoras; cuantos consideran los 70 como «los peores años de nuestra vida» sufrieron los efectos erosivos de la disgregación, la soledad del repliegue, el riesgo del descreimiento, la parálisis de la derrota, el vacío que dejan las ilusiones perdidas. Si el cine reflejó este clima de desmoronamiento y apatía, más pasiva que deliberadamente, más por la desorientación y la pesadumbre con que se realizaban las películas que por tratar voluntariamente de los problemas del momento, tampoco creo —como tantos de los que desean olvidar cuanto antes los 70— que su filón cinematográfico fuese tan pobre: aunque menos numerosas y perfectas que en las décadas precedentes, el cine dio obras maestras comparables a las de antaño, no de la misma talla que las mejores, pero a veces con elementos nuevos o en direcciones inexploradas. Era más difícil hacer buenas películas, y casi siempre resultaban —¿por culpa suya o nuestra?— menos habitables, menos contagiosas.
Una excepción fue Jonás, que cumplirá los 25 en el año 2000, la que prefiero de Tanner y una de las obras de arte que mejor caracterizan y sintetizan lo que de bueno tuvieron —al menos en potencia— los años 70. Parte, cómo no, del desengaño y el aislamiento, pero progresa hacia el grupo y la proyección del futuro. Hay ganas de vivir en esos seres —a los que Tanner adora sin sentimentalismo, y a los que uno puede querer tanto como su creador— vencidos, pero sin vocación alguna de perdedores, dispuestos a capear los temporales en vez de ahogarse en ellos, que aún no han renunciado a tratar de vivir su vida y elegir el camino. Por eso Jonás,que no es el sueño de un optimista, sino el resquicio que consigue ver un escéptico capaz de volver a entusiasmarse, que no se ha dejado adormecer y que rechaza la anestesia, es una de las contadas películas de los 70 —buenas o malas— que respiran a pleno pulmón, sin encogimiento, y que establece una especie de comunidad subterránea —a través de los personajes— entre su autor y esos otros náufragos a los que, como individuos —y no como público sin rostro que paga y no puede reclamar—, se dirige con modestia, gracia, cordialidad y discreción. Tanto sus nueve criaturas —entre los personajes más vivos y verazmente plasmados del cine europeo— como la mirada lealmente solidaria de Tanner despiertan una profunda simpatía y permiten salir de la película con nuevos ánimos, con una recobrada —aunque limitada— esperanza. Que en Jonás se agrupen para hacer frente común ante el asedio diario de la torva banalidad circundante y contra la desesperación que les mina por dentro hombres y mujeres de edades varias, viejos conocidos o recientes hallazgos casuales, supone una estimulante incitación a superar depresiones, tomar decisiones, hacer realidad los sueños y poner en práctica los deseos: a la acción, en suma, dentro del terreno de lo posible, aunque difícil.
Cuento de hadas de apariencia realista, tejido con sucesos y personajes que conocemos, que parecen tomados de las páginas de los periódicos, pero vistos por dentro, acompañados hasta cuando dejan de ser noticia de un día: Tanner cuenta lo que no refiere la prensa. Se habrá comprendido, espero, que Jonás es una película brechtiana de verdad. No «a la manera de Brecht», sino hecha por un hombre que ha entendido lo que el Brecht más leal y generoso hubiese hecho en 1976: por eso, en tiempos de intemperie, es una película cálida y acogedora, como una cabaña de alta montaña. También es épica, y no mítica; narra una epopeya modesta, interior, cotidiana: una aventura de cada día, de todos los días, que son las más duras y largas, las que dependen más del tesón, la voluntad y la resistencia que del momento de inspiración, arrojo o locura que permite el acto heroico excepcional. Y es también didáctica, en el más libre y ameno sentido de la palabra: no enseña, sino anima a aprender, a ver y pensar, a actuar por uno mismo; da las herramientas sin prescribir su uso. Además, contiene el discurso del método tanneriano: planos-secuencia y sonido directo para que cada imagen responda a su realidad como medio de construir una ficción, para que cada escena suponga un riesgo o una aventura: por eso Tanner se veda la posibilidad de hacer trampa (con el encuadre, el montaje, el doblaje).
Jonás no es un producto de la inspiración o el talento, sino del trabajo, la honestidad y la reflexión de un hombre inteligente y responsable. Prueba de ello es que el humor no es ya un ardid, una envoltura ni un lubricante, como lo era un poco demasiado hábilmente en La salamandra, sino un rasgo esencial de los personajes que Tanner comparte. Pero no es ésta una película que se preste a escribir sobre ella, sino para verla en grupo, con los amigos, y luego hablar largo y tendido con ellos, porque no tiene nada de producto comercial o cultural; se trata, más bien, de una invitación a sobrevivir y a vivir mejor: más libremente y entre personas queridas.
Esta película amplia, clara, intimista, tolerante, afectuosa y lúcida representa para mí lo mejor que podían dar los años 70, sin ninguno de los rasgos negativos que empañan otras igualmente logradas: ajena por completo a la maldad, la demagogia, el simplismo, la mezquindad, la moda y la comodidad, hasta tal punto no tiene nada de enfermiza, amargada, rencorosa, frustrada, reprimida, cobarde, corrompida, indiferente, calculadora, resentida, intransigente, esquemática, rígida, cínica o dogmática que no parece hecha en los años 70.
Publicada en el nº 13 de Casablanca (enero de 1982)
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