Bunny Lake is Missing (1965) es la primera película policiaca que hace Otto Preminger en trece años. De 1943 a 1952 había dirigido ocho, entre ellas la famosísima Laura (1944) y la no menos célebre (aunque inédita aquí) Angel Face (1952). Por desgracia, no conozco ninguna de ellas, de modo que al enterarme de que Preminger rodaba El rapto de Bunny Lake en Londres, en escenarios naturales, sentí verdadera impaciencia por ver cómo haría Preminger una película de “suspense”. No sólo por ser uno de los directores por quien siento mayor admiración, sino, sobre todo porque el estilo actual de Preminger (de Carmen Jones, 1954, a 1965) es diametralmente opuesto al de la mayoría de los directores de “thrillers” (el gran Hitchcock es un caso aparte).
Mientras que el arte de la evidencia de Preminger consiste en mostrar todo con la mayor objetividad y claridad, sin efectismos, de un modo aparentemente sencillo, los directores vulgares del género suelen basar su estilo en la ocultación más o menos total de la realidad, para lo cual se entregan a un gratuito barroquismo que está en los antípodas de la sorprendente nitidez de puesta en escena que logra Preminger (y, muerto Mizoguchi e inactivo Rossellini, en eso no hay quien le supere).
Allí donde Preminger se apoya en una impecable y minuciosa dirección de actores, en unos guiones sabiamente estructurados, y en una planificación objetiva, a base de planos muy largos (“Si fuera posible, haría toda la película en un solo plano”) que permiten captar los movimientos y expresiones de los actores en su circunstancia sin aislarlos del decorado ni de los otros actores, y en un montaje sencillo, un director mediocre de películas policíacas usará los actores como marionetas y logrará el “suspense” por medio de música agobiante, iluminación arbitraria u oscuridad total, filtros de colores o nieblas artificiales, montaje rápido de planos ultracortos que no dejan ver nada, y guiones llenos de falsas pistas, con un final artificioso y “añadido” (por ejemplo, que el asesino resulte ser una tía abuela que vivía en Australia y que no aparece hasta la última escena). Así, no cabía esperar de Preminger efectismos de montaje, ni mucha sangre, ni angulaciones raras, ni erotismo barato, ni suspense a base de música (de hecho, la maravillosa música de Paul Glass que hay en Bunny es insólita en un film policiaco, por su ritmo, por su melodía suave, por los instrumentos usados —flauta dulce—, etc.). La empresa era difícil (los famosos “cabos sueltos”) y ha costado años y tres guiones hasta que, junto con John & Penelope Mortimer, Preminger logró una adaptación satisfactoria de la novela de Evelyn Piper. El título español del film da una pista que el original, “Bunny Lake ha desaparecido”, no daba.
Con Bunny vuelve Preminger a las películas íntimas, con pocos personajes y ambiente cerrado. Así, no es de extrañar que tenga mayor relación con Buenos días, tristeza (Bonjour Tristesse, 1958) y, sobre todo, con Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, 1959) que con Éxodo, Tempestad sobre Washington, El cardenal o Primera victoria (sus obras más recientes). Concretamente, ciertas relaciones y ciertos celos de El rapto… se parecen mucho a los que hay entre Jean Seberg y David Niven (por un lado) y aquélla y Deborah Kerr (por otro), en Bonjour.
Afortunadamente, el éxito de la empresa ha sido total, pues Bunny es uno de los mejores Premingers y gusta hasta a los que rechazan The Cardinal (1963), Advise and Consent (1961) y Exodus (1960), que son para mí sus obras máximas. Además, no se parece a ninguna otra película de “suspense” (ni siquiera de Hitchcock, a quien —naturalmente— Preminger admira), y todos sus elementos, desde el fotógrafo Denys Coop hasta el último extra, se unen a las órdenes de Preminger para damos esta obra de fascinante belleza.
Una mano atraviesa la ancha y negra pantalla, y va rasgando de ella los títulos de crédito (de Saul Bass). Un manotazo nos asoma a un jardín, de cuyo césped Steve Lake (Keir Dullea) recoge un muñeco; tras dar unas instrucciones a los hombres de la mudanza, se va a su trabajo. Ann (Carol Lynley) encomienda a la cocinera del colegio que cuide de su hija Bunny, de cuatro años, que va por primera vez a clase, pues la familia Lake acaba de llegar de Estados Unidos. Luego va al nuevo piso, desempaqueta, ordena la casa, telefonea a Steve, habla con el casero, va de compras y luego a recoger a Bunny del colegio. Como en Psicosis (Psycho, 1960, Hitchcock), nos adentramos en el misterio por el tranquilo camino de lo cotidiano.
A partir de este momento empieza el drama: Bunny no aparece, pese a registrar el colegio; nadie la ha visto (el espectador “tampoco”). El inspector Newhouse (Laurence Olivier) y su ayudante (Clive Revill) empiezan la investigación, y así conocemos a una serie personajes fabulosos: el bebedor-poeta-adorador del marqués de Sade (Noel Coward, que sirve de vehículo al humor de Preminger: ¿quién habló de frialdad?), la ex maestra Ada Ford (Martita Hunt), el dueño del “hospital de muñecas” donde tiene lugar una de las más fascinantes escenas del film (Finlay Currie), etc.
Y así (y no puedo contar nada) se llega a un final inesperado, pues (como reconocerá quien recuerde el final de Anatomía…) cualquier final era posible. Pero ninguno tan bello, sorprendente y profundamente lógico como el efectivo. Quizá por eso mismo (y por su originalidad) sorprenderá e irritará a más de uno: yo les aconsejaría que “se fijaran” bien en la película y sus personajes, pues todo está a la vista, sólo hace falta “mirar”. Y el cine es (para el director) el arte de «dejar ver», y (para el espectador) el arte de saber ver, el arte de “bien mirar”, sobre todo cuando, como Preminger, el autor del film deja que el espectador participe y sea co-autor.
Publicado en El Noticiero Universal (10 de octubre de 1966). Es el primer texto publicado de Miguel Marías.
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