El Popeye de AItman es, a mi modo de ver, un fracaso sin paliativos. No esta vez por exceso de celo (Buffalo Bill and the Indians), de pretensiones carentes de fundamento (Quintet), de vulgaridad (M*A*S*H) o de malas intenciones —no ha tenido la ocurrencia de intentar «desmitificar» a Popeye el marino ni de «contestar» el efecto enardecedor de las espinacas de lata—, sino por darse por satisfecho demasiado pronto, antes de empezar a trabajar; por contentarse con el hallazgo no sólo del doble humano y carnal de Olivia (la comiquísima Shelley Duvall), sino de toda una serie de actores que responden con exactitud pasmosa a los personajes dibujados por Segar y luego animados por Max Fleischer. Pero una vez que hemos podido comprobar el parecido de Shelley, Robin Williams y compañía con nuestros viejos conocidos de papel o de celuloide pintado, no hay nada que hacer. No existe —muy al contrario que en los tebeos, que AItman parece ignorar— una historia; lo que a AItman le toma más de hora y media nos lo contaba en cinco minutos el padre de Richard Fleischer.
Sin duda, recurrir como guionista al profesional del humorismo Jules Feiffer, que se ha limitado a explicarnos quiénes eran unos personajes que todos conocemos (tal vez mejor), no fue un acierto. Pero hay otro error garrafal de concepción, tal vez no deliberado, sino consustancial al carácter de morsa de Robert Altman: parece un poco absurdo hacer una caricatura estática de un dibujo animado.
En resumen, se trata de una película no antipática, nada irritante, pero muy patosa. Se diría que está dirigida por un hombre que acaba de caerse al césped desde un quinto piso y que está con las cuatro extremidades escayoladas, la cabeza sujeta con alzacuellos metálico, los ojos hundidos en el cogote y amoratados y al que, encima, como hace poco a un enfermo eterno de Manpower de Walsh, le tiran dardos a la escayola y le sueltan las poleas y las pesas que mantienen en el aire ambas piernas. En consecuencia y pese a nuestros esfuerzos, es fácil que nos comunique un tedio mortal, producto de la incomprensión y el inmovilismo de un director que parece haber abordado la película con desgana y que desperdicia la buena pinta de sus actores, el talento de Shelley, Ray Walston el cascarrabias y un niño absolutamente genial que es, de verdad, Cocoliso.
Publicado en el nº 14 de Casablanca (febrero de 1982)
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