Muchos fueron, durante los años 60 y 70, los cineastas que trataron de imitar —que no de seguir— a Godard. Muy pocos, sin embargo, comprendían lo que hacía, o ni siquiera sospechaban por qué. Como toda regla tiene excepciones, he aquí que un ginebrino —casi un compatriota del autor de Bande à part—, nacido el año anterior y que realizó su primer largo de ficción a los diez años de la irrupción de À bout de souffle y justo después del otro acontecimiento que más ha marcado el cine europeo de las últimas décadas —mayo de 1968—, vino a revelarle como el único —o poco menos— continuador de Godard.
Tanner no copia nada a nadie. Su cine parece tan neutral como su país natal, aunque igualmente céntrico. No es raro, pues, que muchos acudan a él en busca de remedios o economías: no se olvide que gente del mundo entero va a Suiza a consultar a especialistas, a reposar o a colocar sus ahorros. Además, en Suiza suelen estar a la hora, y es un territorio pequeño pero variado, accidentado y lleno de extranjeros. Nudo de comunicaciones y territorio de paso, es frontera por todas partes, excepto en el interior: de ahí que sus moradores padezcan, como otros de vértigo o agorafobia, de claustrofobia y de centrifuguismo. Este es el mal que aqueja a la pareja protagonista de Le retour d'Afrique, Vincent y Françoise Silvestre, tibios inconformistas que deciden irse a Argelia, pero que, al no conseguirlo, se recluyen en su casa sin dar señales de vida, para simular que han emprendido el viaje al tercer mundo anunciado. El trayecto, por tanto, ha de ser interior: no meramente dentro de su apartamento, sino por cada uno de ellos, por su matrimonio y por el pasado que llevan compartido. La situación combina una buena dosis de humor y de ironía con otras, no desdeñables, de angustia, desesperación e incertidumbre. A escala más amplia, Jonas qui aura 25 ans en l’an 2000 plantea, tres años después, parecidas disyuntivas.
Le retour d'Afrique representa, por tanto, una suerte de cuento moral, a mitad de camino entre los que así denominó Rohmer y los que unos años antes, sin agruparlos bajo un título común tan pragmático, realizó Godard (Vivre sa vie, Le Mépris, Masculin féminin, La Chinoise). Sin la agresividad ni el radio de acción de Godard, pero también sin la seguridad en sí mismo ni en la posición que ocupa en el mundo de Rohmer, Tanner se contenta con disponer ordenadamente los cimientos de un posible discurso no dogmático: análisis no convencional de una situación dada —y, por tanto, ajena y excesivamente estable— revela el descontento y la incomodidad que pueden producir el orden, la tranquilidad y el confort excesivos, pero no ofrece soluciones ni salidas; más bien tantea los muros de la prisión buscando una puerta mal cerrada o un punto débil en la construcción. Escéptico con fundamento acerca de la posibilidad de una revolución en Suiza, Tanner depositó todas sus esperanzas en la capacidad de cambio de las personas, lo que le llevó a interesarse especialmente por ellas en un momento en el que todo el cine —salvo contadas excepciones: Eustache, Pialat, Rohmer— andaba encaramado a las superestructuras, sumido en las infraestructuras o perdido en la abstracción. Es decir, que Tanner supo seguir el sendero desbrozado por Godard, incluso cuando éste parecía haberlo abandonado al tomar un atajo equivocado. Tanner, que es un hombre tranquilo, como el John Wayne de Ford, parece más amigo de la marcha a pie, mochila al hombro, que de las carreras, de modo que, como rueda poco, pausadamente, meditando lo que hace tras haber reflexionado acerca de lo que piensa, al cabo de los años ha recorrido, de todos modos, la misma distancia que su colega —que no maestro— en más películas. Lo que hace a Tanner más tratable o accesible que Godard es que su progresión es más evidentemente lógica: no conozco las siete que ha dirigido, pero hay una clara evolución progresiva de La salamandre (1971) a Le retour d'Afrique, a Jonas, a Messidor (1978) y a Light years away (1981). Pero ni este hecho, ni que su estilo visual se acerque a la sencilla claridad de Rohmer, ni que sea uno de los más ejemplares representantes del verdadero «cine de autor» (responsable de su obra y de sus personajes, del significado consciente de sus películas), deben hacer olvidar que Light years away no está precisamente «a años luz» de Sauve qui peut (la vie), sino lo bastante cerca como para ser una obra complementaria de la última de Godard.
Publicada en el nº 13 de Casablanca (enero de 1982)
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