Tras muchos años de forzosa inactividad, el arte de Dreyer alcanza su madurez, llegando a la perfección absoluta, en sus tres últimas obras.
Siendo Vredens Dag o Dies Irae (1943) la primera de ellas, es lógico que se presente, ante todo, como un punto de ruptura, frente al estilo de sus dos obras anteriores, La Passion de Jeanne d'Arc (1927) y Vampyr (1931). Dreyer pensaba que para cada tipo de película convenía adoptar un estilo diferente. Esto demuestra ya que Dreyer no es un estilista, sino un creador total para el cual la llamada «forma» no se diferencia en nada del llamado «fondo», sino que deben nacer y desarrollarse en perfecta simbiosis, sin que ninguno de ellos sea un parásito del otro, y explica también, de paso, que no tiene nada de extraño el que, siendo un «autor» —y hay muy pocos que lo sean de verdad—, sus films obedezcan a planteamientos estéticos muy diversos, que no dependen, sin embargo, de las corrientes en boga durante las respectivas épocas en que fueron creados. Por el contrario, Dreyer ha declarado que decidió dar a Dies Irae un ritmo lento y ceremonioso para protestar de la arbitraria y uniforme rapidez vigente en el cine de los años cuarenta.
La principal exigencia del método dreyeriano, a partir de Dies Irae es, sin duda, la claridad. Y esta voluntad de orden y precisión se manifiesta de la forma más sencilla: desde entonces un film de Dreyer es una sucesión de planos-secuencia, casi siempre larguísimos, pero siempre con un amplio margen de libertad, de modo que hay en todas ellas algunas escenas divididas en varios planos de duración normal.
Esto, la sobriedad en los movimientos de actores y lo reducido y breve de los movimientos de cámara, acaban por crear un ritmo reposado y tranquilo, pero nunca lento, ya que la lentitud suele ser consecuencia de falta de fluidez, mientras que cualquier film de Dreyer discurre impávido y sereno, con una seguridad pocas veces igualada, sin dudas ni divagaciones, debido al rigor con que el artista se plantea la necesidad de todos y cada uno de los elementos de su obra.
Dreyer es uno de los más grandes cineastas de la evidencia. De ahí que el carácter teóricamente fantástico que se manifiesta en algunas de sus películas (Vampyr, Dies Irae, Ordet) no impida nunca que puedan ser calificadas de realistas. Esta credibilidad a la que Dreyer nos obliga es quizá su característica más esencial y, sin embargo, olvidada. Dreyer recurre al mismo procedimiento que Mizoguchi en Ugetsu monogatari (1953), donde una amplia panorámica de ida y vuelta muestra, con la mayor evidencia y con la fuerza que le confiere el no cambiar de plano, primero la casa vacía de Genjuro y luego a su mujer, Miyagi, viva, presente, hablando, trabajando. Este sueño del alfarero, este fantasma de Miyagi, aparece en el film como un ser vivo más, y de igual forma nos presenta Carl Theodor Dreyer sus vampiros, sus brujas y su milagro, rehuyendo cualquier efecto irrealista, de tal forma que la realidad filmada se impone a las creencias del espectador.
Naturalmente, el secreto de Dreyer no reside tan sólo en rodar en planos largos, en respetar la continuidad del tiempo y del espacio, ni la limpidez cristalina de sus imágenes depende exclusivamente de la duración de cada plano, sino que la ordenada colocación de los actores (y su forma de hablar y de moverse), la sobriedad de la composición visual, el rigor de los desplazamientos de cámara crean un découpage interior a cada plano que contribuye a conseguir esa nitidez, esa belleza, esa sobriedad que no tiene nada que ver con la de Bresson —cineasta al que se compara Dreyer con excesiva frecuencia—, pues no tiende nunca a la abstracción: los actores de Dreyer tienen una carnalidad, un peso y una presencia física de la que carecen los del autor de Procès de Jeanne d'Arc (1962), si se exceptúa la protagonista de Mouchette (1966).
Dies Irae, como primero de los más grandes films de Dreyer, es un perfecto ejemplo de todo lo antedicho, aunque aquí haya una crueldad que desaparecerá en Ordet (1955), su obra siguiente. Dies Irae está construida como una trayectoria de «boomerang» entre dos rituales de signo opuesto: uno de dolor, otro de placer. El primero va impregnando, desde la primera secuencia, todo el film, para acabar dominándolo en la escena final, en que Anne —maravillosa Lisbeth Movin— se entrega a los inquisidores, antes que seguir viviendo sin el amor de Martin, hijo de su marido; este momento de desesperación y soledad en que culmina el film trae a la memoria las anteriores escenas de amor —al principio en tono de comedia, más tarde con un sentido trágico kierkegaardiano—, bañadas de luz y de paisaje, que irradian felicidad como pocas otras en toda la historia del cine. Felicidad cuyo fin anuncia ya, premonitoriamente (como el principio de Falso culpable, The Wrong Man, Hitchcock, 1957), el carro cargado de leña para la pira con que se encuentran los amantes en uno de sus paseos (1).
El tema capital —hay muchos otros, pero siempre conectados con éste— de Dies Irae es, como en todas las obras de Dreyer, el de la intolerancia, en sus más diversas manifestaciones y aspectos (intolerancia religiosa del zapatero de Ordet, por ejemplo). Aquí tenemos la intolerancia de la Iglesia, de Merete, de Absalón, de Martin incluso (al final). Por supuesto, la presencia de este tema no se limita al guión y a los diálogos, sino que impregna toda la puesta en escena, desde el uso del decorado (puertas cerradas y claustrofóbica casa del pastor, en contraste con las escenas de amor Anne-Martin, siempre en exteriores o, al menos, cerca de una ventana) hasta, sobre todo, la planificación, que condena explícitamente toda intolerancia.
Desde Dies Irae, los movimientos de cámara de los films de Dreyer se hacen escasos, limitándose casi a breves y lentas panorámicas horizontales, que —a diferencia de Lang— no encierran en el encuadre a los personajes, sino que sirven para reencuadrar el decorado en toda su amplitud, siguiendo los movimientos —sencillísimos, por lo demás— de los actores. La cámara se coloca siempre a una altura normal, sin ángulos retorcidos. Todo esto revela una tendencia a la horizontalidad de la que Dreyer era declarado partidario, estimando que era la más adecuada a la contemplación y a la captación de todo lo que ocurre en un plano. Pues bien, esta horizontalidad sólo se ve quebrada por la súbita aparición de líneas verticales, como el poste al que es atada la vieja bruja para ser lanzada a la hoguera, que rompen así la armonía del plano. Lo mismo sucede, de forma más compleja, en la escena final, en que Anne queda —esta vez sí— encerrada por panorámicas de ida y vuelta entre el odio de Merete, la cobarde indiferencia de Martin y la implacabilidad del juez (2), permaneciendo los tres de pie, vestidos de negro, mientras Anne cae sobre una silla, rendida y decepcionada, opuesta a las tres líneas verticales de sus perseguidores. De nuevo la felicidad, la libertad y la justicia han sido violados por la persecución, la arbitrariedad y la intransigencia. Hasta tal punto ocurre esto que la película cobra un sentido y una resonancia actuales que la convierten en un film testimonial. No sólo actuales respecto a la fecha en que se hizo la película, 1943, en que los nazis habían ocupado Dinamarca y se dedicaban a perseguir a los judíos (como los inquisidores a las brujas), circunstancia ésta que sin duda traumatizó a Dreyer de tal forma que, subconscientemente, trató ese tema en la película, que lógicamente fue prohibida; sino también actuales ahora o en cualquier momento en que se producen hechos semejantes. De esta forma, Dies Irae se convierte, en manos del más bachiano de los cineastas, en una enérgica protesta contra toda forma de persecución, contra toda restricción de la libertad humana.
(1) Esta secuencia ha sido analizada con detalle por Vicente Molina-Foix en el nº 76 de Nuestro Cine, dedicado a Dreyer.
(2) Se trata realmente de un pastor, pero desempeña el papel que en un juicio —y éste es el verdadero carácter de la escena— correspondería al juez, siendo Merete el fiscal acusador y Martin el abogado defensor que traiciona, asustado, a su defendida, la acusada Anne.
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En ocasiones, Marías echó una mano a amigos y compañeros que se habían comprometido a entregar una crítica y les faltaba tiempo, pasándoles textos como borradores que podían cambiar o ampliar o reducir cuanto quisieran.
Éste es el texto original que ofreció a José Oliver para el artículo que éste publicó en el nº 205-206-207 de Film Ideal (1969).
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