miércoles, 24 de mayo de 2023

Edipo re (Pier Paolo Pasolini, 1967)

Pasolini es un cineasta que construye sus films —espontáneamente, creo— dialécticamente, a partir de una serie de temas, elementos y métodos antitéticos, a veces incluso contradictorios. De ahí la «ambigüedad» que a veces se le reprocha y que da lugar a detalles tan curiosos como que El Evangelio según San Mateo (II Vangelo secondo Matteo, 1964) fuera aceptado por el P. C. italiano y premiado por la O. C. I. C., y que Teorema (1968), tras recibir idéntico premio, fuese condenado por «L'Osservatore Romano» y prohibido por la censura. Esto se debe —extendiéndose ya a la crítica cinematográfica— a que cada uno acepta lo que le conviene en lugar de intentar comprender globalmente sus películas.

Tomando como ejemplo el mejor y más conocido de sus films estrenados en España, El Evangelio según San Mateo, veremos que el film nace y cobra su fuerza de la lucha interna entre cristianismo y ateísmo, primitivismo y modernidad del «cine de poesía» que postula Pasolini, influencias heterogéneas como la del cine mudo unida a la musicalidad de la obra, belleza y fealdad. Siendo Edipo rey (1967) una consecuencia —exacerbada por el color— del Evangelio, las oposiciones de este film se ven incrementadas por unas cuantas nuevas: refinamiento y barbarie, mito y desmitificación crítica, proximidad y distancia, presente y pasado, riqueza expresiva y guturalidad, esteticismo y agresividad, etc.

El mismo Pasolini es consciente de ello y declara: «Estoy cercano al mito de Edipo en la medida en que lo he vivido, y alejado en la medida en que, como es normal, ya lo he superado» o: «Es muy ambiguo. Por un lado, estoy metido hasta el cuello en este mito, y por otra parte he querido tener una actitud muy distanciada respecto a él. Me he impuesto (ni siquiera eso: fue natural) considerarlo con la máxima objetividad. Antes hablaba de cierta distanciación humorística. Podría hablar también de un cierto esteticismo de la imagen. De esa contradicción aparente viene la particularidad del film: una mezcla inextricable de abandono total a la fuerza del mito, a la vez que una gran resistencia contra él» (1).

A estas consideraciones y al tratamiento marxista-freudiano que Pasolini ha dado al tema del film hay que añadir otra observación, muy importante en lo que se refiere a la trayectoria de Pasolini como autor cinematográfico. Hasta ahora sus films están relacionados por parejas: primero hace un film casi experimental, un poco endeble y desequilibrado quizá, que avanza en tierra desconocida; después lo madura, un poco académica y reiterativamente, en un film más seguro pero menos innovador, más limitado. Partiendo del mundo del subproletariado romano, en Accatone (1961) y Mamma Roma (1962), pasó luego a los mitos de la antigüedad (El Evangelio según San MateoEdipo, el hijo de la fortuna) para llegar a la fábula político-religiosa en Uccellacci e uccellini (1966) y Teorema (2).

De ahí las —pocas— limitaciones de Edipo rey y algunas de las convenciones que llaman la atención en un film tan original como éste. A la intuición de los primeros films de cada pareja sucede la reflexión consciente de los segundos. Esto es aún más perceptible en Edipo que en Mamma Roma, ya que, declara Pasolini: «Es el más cinematográfico de todos mis films (…) aquí, por primera vez, he aceptado las reglas, ciertas regias inherentes a esta forma de expresión» (1). Por eso nos encontramos ante una película menos nueva y extraña que El Evangelio según San Mateo. Esto, ciertos rozamientos y algunos fallos de ritmo, son los defectos de esta excelente obra de Pasolini.

Pasando a analizar con detalle la estructura del film, lo que llama primero la atención es su división, bastante neta, en cuatro partes: un prólogo y un epílogo (situados, respectivamente, hacia 1930 y 1960), y dos partes prehistóricas de las cuales, la segunda es la que se acerca más al Edipo de Sófocles.

Entre la acción que transcurre en nuestro siglo y el resto de la película hay una inmensa ruptura estilística, que va más allá de las diferencias de época y de civilización. Se caracteriza por unos tonos de color más suaves y jugosos (con predominio de los verdes de un prado de la campiña milanesa que sustituyó, por necesidades de rodaje, a los verdaderos escenarios de la infancia de Pasolini), algunas escenas nocturnas, unos emplazamientos de cámara generalmente distantes y el uso sistemático de focales cortas levemente deformantes y que profundizan la perspectiva aumentando la sensación de lejanía que ya dan los encuadres. Italia, años fascistas, musiquilla de bandas militares. Una mujer (Silvana Mangano, estática y fantasmagórica tras la máscara de su maquillaje) da a luz, lo que enemista inmediatamente a su hijo y a su marido. Este evocador comienzo, teñido de añoranza y de recuerdos infantiles, acaba en el teniente agarrando con odio los tobillos de su hijo. La fascinante y melancólica belleza, sin duda un poco «tierna», de esta primera parte, la más hermosa del film, contrasta bruscamente con la tosquedad primitiva de la siguiente, que continúa, sin ruptura, la historia de Edipo, su abandono en el desierto (es de destacar el partido que saca Pasolini de la impresionante aridez del paisaje y las ciudades de adobe de Marruecos), su adopción por Polibio, rey de Corinto, su adolescencia y el nacimiento de las dudas sobre su origen, que le llevan a consultar al oráculo de Delfos. Entonces se entera de su terrible destino y, para escapar de él, decide alejarse de sus «padres», llevándole el azar, una y otra vez, hacia Tebas. En el camino ve a una muchacha semidesnuda (desaparecida de la versión española) y acaba matando, en lucha silenciosa y puntuada por desgarradores alaridos, al rey Laio y su escolta. Tras arrojar al abismo la esfinge de su subconsciente («Hay un enigma en tu vida» —«No quiero saberlo, no quiero saberlo»— «Todo es inútil, porque el abismo está dentro de ti») es convertido en rey de Tebas y en esposo de Yocasta (Silvana Mangano). A partir de ahí comienza de verdad la tragedia griega, a la que Pasolini ha sido muy fiel: la peste que asola la ciudad, la búsqueda del culpable, las revelaciones del profeta ciego Tiresias (admirable Julián Beck), el suicidio de Yocasta al enterarse que Edipo es su hijo (de esta secuencia han desaparecido en España todos los planos menos uno), la ceguera de Edipo y su partida de Tebas. Esto encadena con un poeta ciego y ya maduro, que pasea por San Pedro y los barrios obreros de Roma (el mismo Edipo, Franco Citti) acompañado del «mensajero» (Ninetto Davoli), para volver a la ciudad de provincia en que, en los años 30, había nacido. Allí, de nuevo en los verdes prados de su infancia, envuelto en la presencia invisible de los árboles, exclama: «Oh luz que yo no veía, antes me iluminabas y te creía mía, ahora me iluminas por última vez. Ya he llegado: la vida acaba en el sitio mismo en que empieza.»

La fusión del prólogo y el epílogo esclarece el significado de la obra, de la que es una prolongación y una actualización a la vez que una crítica y un comentario. Desgraciadamente, la última parte ha sido desvirtuada por los cortes infligidos (no parece que por la censura, en esta ocasión) a las copias españolas, que se ven también dañadas por el contratipado (que disminuye la deslumbrante calidad del color) y el espantoso doblaje que teatraliza un film totalmente cinematográfico, ya que Pasolini (por medio de cartelitos de cine mudo, utilizados «en oposición a la voz en off, procedimiento del cine actual», pero aquí inoportuna y deformadoramente traducidos por un «narrador») ha reducido el diálogo, conservando tan sólo largas parrafadas que son lo único teatral, junto a un cierto estatismo que confiere al film su tono ritual, que ha quedado en la película.

Las oposiciones antes señaladas que informan los films de Pier Paolo Pasolini son en este film más extremadas que nunca. De la suavidad de la primera y cuarta parte a la dureza, seca y violenta, de casi toda la película hay una distancia sorprendente. Ni el color, ni la iluminación, ni la dirección de actores tienen el menor parecido (si se exceptúa la pasividad impenetrable y espectral del rostro de Silvana Mangano, en su mejor interpretación). La planificación, los encuadres, el tipo de objetivos utilizados, el empleo de muy variadas formas musicales (como unos cánticos populares rumanos que sustituyen al «coro» de la tragedia griega) no hace sino aumentar la ruptura entre la película propiamente dicha y los paréntesis generalizadores entre los que Pasolini la ha insertado.

Para el autor, la parte antigua es algo así como la pesadilla del Edipo moderno, lo que explicaría el carácter onírico del film, si no fuese porque, quizá no tan paradójicamente como puede pensarse, son el prólogo y el epílogo contemporáneos los más claramente oníricos. Quizá este film sea un exorcismo de Pasolini, aunque, según dice él mismo, ya ha superado el mito edípico. En cualquier caso, nos encontramos ante una película de gran belleza plástica, en conjunto plenamente lograda (pese a algunos significativos efectismos, como los planos subjetivos movidos y borrosos de Edipo cuando huye del Oráculo y emprende su camino hacia Tebas, y a otras imperfecciones ya señaladas antes) y que se presenta como uno de los más claros y perfectos exponentes de ese cine ritual del que hablaba Vicente Molina en su artículo sobre Dreyer (3) a la vez que interesa también desde otros dos puntos de vista: el más o menos políticos (4) y el de una nueva forma de realizar cine histórico, tendencia de la que los máximos exponentes serían, sin duda, el Rossellini de La Prise de pouvoir par Louis XIV (1966), Vanina Vanini (1961) y Viva l'ltalia (1960) y el Renoir de La Marsellaise (1937), sin olvidar Le Diable boiteux (1948) de Sacha Guitry; Dies lrae (Vredens Dag, 1943) de Dreyer; El Evangelio según San Mateo, o las interesantes tentativas de Vittorio Cottafavi, sobre todo Los cien caballeros (I cento cavalieri, 1964) y también el televisivo Cristóbal Colón (1963), todas ellas nacidas de la aplicación de los métodos neorrealistas (o, en el caso de Renoir, Dreyer o Guitry, preneorrealistas) al conocimiento de la experiencia histórica.

En el caso de Pasolini, hay que señalar una nueva actitud dentro de esta perspectiva: su no reconstrucción de los auténticos decorados, vestuarios o costumbres del pasado (sin que esto implique acusar de arqueologismo a las restantes películas, pues se trataría de un reproche injustificado), su abandono de los auténticos escenarios y de los paisajes originarios (en este caso, por motivos contingentes pero reveladores, la sustitución de Grecia por Marruecos). Se trata en Pasolini de volver al pasado por la imaginación, más que por la investigación; de colocarse mentalmente en la época y hacer un film —si puede decirse— «prehistórico» (5).

Edipo rey es, pues, un film que concretiza —de forma menos audaz pero quizá más perfecta— las posibilidades inauguradas por Pasolini con El Evangelio según San Mateo.

(1)   Citas no exactas extraídas de la entrevista a Pasolini realizada Jean-André Fieschi, en el número 195 de “Cahiers du Cinéma”.

(2)   Pasolini pensaba hacer Edipo rey desde 1961. Teorema es un proyecto inmediato tras Uccellacci e uccellini, pero su tema incestuoso le hizo anteponer Edipo.

(3)   “Iluminación, humanismo, composición” (Dreyer, el insondable), por V. Molina-Foix, en “Nuestro Cine” número 76, pág. 12.

(4)   Ver crítica de José Monleón, en “Nuestro Cine” número 66, pág. 27, y rueda de prensa de Pasolini, pág. 29.

(5)   Un poco lo que pedía Godard a Philippe Arthuys para Les Carabiniers (1963): “una música grosera, del revés, de las cavernas” (“Cahiers du Cinéma” número 171).

Publicado en el nº 81 de Nuestro Cine (enero de 1969)

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