Shakespeare Wallah (James Ivory, 1965)
James Ivory es un americano más o menos joven, vagamente discípulo de Jean Renoir a través de El río (The River, 1951, hecho en la India) y de algunas clases en la Universidad de California, que ha dirigido en la India sus dos primeras películas, The Householder y Shakespeare Wallah (1965), la última de las cuales he podido ver gracias a un viaje a París (con raras excepciones, las salidas al extranjero siguen siendo condición indispensable para ver lo más importante e innovador que se hace por el mundo, y para ver completas y sin destrozar por el doblaje algunas de las obras que sí se estrenan en España).
Shakespeare Wallah cuenta la historia de los Buckingham Players, familia de actores ingleses que recorre la India representando a Shakespeare. Cada vez tienen menos público y pueden dar menos funciones. Sus amigos mueren o vuelven a Gran Bretaña. Su hija se enamora de un joven indio, amante de una estrella de cine. Al final, sus padres envían a Inglaterra, que no conoce aún, a Lizzie (Felicity Kendall).
Este breve y, en el fondo, bastante detallado resumen del film, que dura casi dos horas, dará idea del tipo de película que es Shakespeare Wallah: una de esas obras en que lo que importa no son las peripecias, sino los personajes, sus relaciones, el ambiente, la tonalidad, el ritmo. Se trata de un film de asombrosa y sencilla (como debe ser) complejidad, que mezcla en una constante y sutil dialéctica Oriente y Occidente, la India e Inglaterra, el teatro, el cine y la vida, el amor y la amargura. Un film originalmente clásico, que evoca obras pasadas de Renoir (El río, Le Carrosse d'or, French Cancan) y George Cukor (Cruce de destinos, El pistolero de Cheyenne), y seguramente de Satyajit Ray, del que Ivory es gran admirador y amigo (y que ha compuesto la maravillosa música de la película). Destaca el hecho de que, en estos momentos en que el cine americano sólo cuenta con un joven que pueda llegar a la altura de los grandes (Jerry Lewis), dos buenos (Peckinpah y Penn), unos pocos interesantes (Cassavetes, Mulligan, Kubrick) y algunos a los que "les suena la flauta por casualidad" (McLaglen, Nelson, Schaffner, Smight, Swift, Frankenheimer, Lumet, Miner, Hart, Hill, etc.) pero carentes de personalidad, y que todos los que se vienen a Europa hacen sus peores películas, haya un americano joven que, fuera de su país, haga una de las mejores obras del "nuevo cine". La maestría de Ivory en un segundo film no deja de ser extraña, pese a casos como el de Lewis (El terror de las chicas), Peckinpah (Duelo en la alta sierra), o Penn (El milagro de Ana Sullivan). Todo en esta película está elaborado con pasmosa perfección y sensibilidad, desde la música y su empleo a la fotografía en blanco y negro, desde el argumento y guión (de R. Prawer Jhabvala y el propio Ivory), su estructura y los diálogos hasta, sobre todo, la dirección de actores: con una verdadera familia de actores ingleses en la India, compuesta por Felicity Kendal (Lizzie), Geoffrey Kendal (el padre) y Laura Liddell (la madre), además de Shashi Kapoor (Sanju) y Madhur Jaffrey (la estrella), casi todos los cuales actuaban por primera vez ante las cámaras, Ivory ha llegado al máximo al que se puede llegar en la dirección de actores.
Una de las facetas más sorprendentes de esta película está en la habilidad de Ivory para mezclar e interrelacionar lo que ocurre, por ejemplo, en el escenario (Lizzie y su familia interpretan Othello, escena del asesinato por celos) mientras la estrella Manjula llega a un palco con Sanju (su amante, del que está celosa porque ahora ama a Lizzie), con lo que ocurre entre bastidores, y entre el público, unido a los dramas latentes, bajo el de Shakespeare, en la escena (la amargura y el sentimiento de soledad y de abandono por el público de los Kendall, su nostalgia de Inglaterra y su amor por la India, que se les escapa: independiente, en vías de progreso, cambiando de costumbres; su preocupación por el enamoramiento de su hija, que juzgan inconveniente; y el amor y las celos de Lizzie, y su temor a disgustar a sus padres y también a que la envíen a Inglaterra, y su amor al teatro; y las relaciones debilitadas de los otros actores, que van abandonando la compañía para dedicarse a otras cosas, en vista de su poco éxito y la falta de pago; y la muerte de un mundo, de unas relaciones, la desaparición de la presencia de Inglaterra, la vejez, la proximidad de la muerte), y sobre esta red tupida y sutil de teatro, bastidores y vida, el ojo del cine añade una nueva dimensión a esa historia de amor y de teatro, de civilizaciones y abandono, de olvido y amargura, que acaba con un barco que parte, y desde el que Lizzie se despide de sus padres y de la India, camino de Inglaterra, donde empezará una nueva vida que quizá Ivory nos cuente un día.
Publicado en El Noticiero Universal (5 de junio de 1968)
No hay comentarios:
Publicar un comentario